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No tenía fuerzas para rendirme, así que decidí emprender activamente una búsqueda eidética, es decir, de lo esencial. Pensé que el cambio que afrontaba merecía un decorado literario, y de ahí el blog. En él reflejo pensamientos, reflexiones y emociones que he vivido durante mi estancia en Tanzania enseñando inglés y suajili a niños de preescolar en un colegio rural de la organización Born To Learn, en India como profesor de francés para la Professional School of Foreign Languages de la Fundación Vicente Ferrer, y actualmente en Malí cooperando con CONEMUND en proyectos de seguridad alimentaria y equidad de género. Mi objetivo cabe en una palabra: Compartir.

miércoles, 15 de febrero de 2017

Sin palabras mejor


He tenido incontables desengaños a lo largo de mi vida. Y gracias doy por ello a quien corresponda, ya que aunque normalmente asociamos una sensación negativa al desengaño -la de que nos hayan mentido y nos hayan o hayamos engañado durante un tiempo- está también la positiva de salir del engaño y ver la verdad, o al menos lo que no es 'tan mentira'. 

Se mide el desengaño, por tanto, por el tamaño del engaño, y verdaderamente puede haberlos gordos porque gordos son los engaños en los que a veces vivimos. Uno de los que más rabia me ha dado ha sido el de la religión, en mi caso cristiana. Encuadernar la espiritualidad en un libelo de normas para memorizar, intentar meter la sexualidad en una pecera y pontificar lo que está bien o mal me ha parecido repugnante. Y lo digo en un sentido literal, es decir, que ha hecho repugnar dos cosas que no se podían unir y concertar: por un lado mi naturaleza espiritual -hasta hace poco desconocida para mí mismo- y por otro el código absurdo que se me ofrecía para descubrir y practicar esa espiritualidad. 

Creo que el cristianismo no lo ha entendido nadie, y mucho menos sus representantes, entre ellos los curas egóicos tocagenitales de niños. Pero es que tampoco hace falta irse tan lejos, porque los curas 'normales' tampoco saben de lo que hablan. La mayoría son cotorras con una espiritualidad microscópica. Están claramente en este mundo, y no se puede saber lo que es este mundo si no se mira desde el otro. El cristianismo quizás lo haya entendido algún budista. Y no precisamente porque se haya aprendido la Biblia de memoria sino porque se haya dado cuenta de que esencialmente no hay diferencia entre Jesucristo y Buda, y porque haya entendido que todos podemos ser Jesucristo o Buda, ya que todos tenemos lo necesario para serlo, además ahora mismo. Se trata de quitar lo que sobra, no de ser más de lo que se es. Ni siquiera se trata de ser buena persona. Eso es una gilipollez para misas de pueblo que no hace falta buscar ya que aparece automáticamente como consecuencia inmediata de conocerse como Jesucristo o Buda. 

El otro desengaño que más impacto ha tenido en mi vida ha sido el de las palabras. Son la perdición de la humanidad. Cuantas más sé y más veo cómo se utilizan y el efecto que causan más me doy cuenta de que son puro veneno. Sólo sirven para atropellar la verdad, no para describirla y mucho menos para conocerla. El gran engaño consiste en que creemos que sabemos lo que son las cosas porque tenemos un nombre para ellas. ¿Puede alguien decir que sabe lo que es la miel sin haberla probado? Y lo que es más, ¿puede alguien que haya probado la miel decir con palabras lo que es? Saber es una experiencia, no un registro de información neuronal. Fíjate, amigo lector, en la cantidad de cosas que crees saber porque tienes una palabra para designarlas, y fíjate también en que verdaderamente no tienes ni idea de qué es lo que estás diciendo. 

Lo mío con las letras ha sido como un divorcio en la tercera edad después de celebrar las bodas de oro: agradezco lo que me han dado, pero no puedo seguir con ellas. Cuando les he preguntado quién soy han callado todas, las muy zafias. 

Últimamente me pasa que me alegro cuando se me olvida alguna palabra, y festejo mi amnesia con una sonrisa porque si miro una flor y no sé cómo se llama entonces sólo veo la flor. Es muy difícil mirar una flor y ver sólo una flor. Olvidar palabras es higiénico para el espíritu, y el silencio es una ducha en una cascada.