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No tenía fuerzas para rendirme, así que decidí emprender activamente una búsqueda eidética, es decir, de lo esencial. Pensé que el cambio que afrontaba merecía un decorado literario, y de ahí el blog. En él reflejo pensamientos, reflexiones y emociones que he vivido durante mi estancia en Tanzania enseñando inglés y suajili a niños de preescolar en un colegio rural de la organización Born To Learn, en India como profesor de francés para la Professional School of Foreign Languages de la Fundación Vicente Ferrer, y actualmente en Malí cooperando con CONEMUND en proyectos de seguridad alimentaria y equidad de género. Mi objetivo cabe en una palabra: Compartir.

viernes, 30 de octubre de 2015

Mis experimentos con la psique IX. Lo inverbalizable.


Las sombras y los charcos no son referencias fiables para saber dónde uno está, porque aparecen y desaparecen. Por la misma razón, los pensamientos que uno tiene y las circunstancias en que uno se encuentra son igualmente poco fiables para saber quién uno es. Las circunstancias cambian vertiginosamente y los pensamientos se generan y desaparecen al ritmo compulsivo al que trabaja la mente. Todo, pues, está en continuo y frenético cambio. Para distinguirse entre toda esta vorágine, para saber dónde está el verdadero yo, hay que buscar el palo de la bandera, el eje de la ruleta, el sol detrás de las nubes. 

Eso se consigue convirtiéndose en el observador de uno mismo, saliéndose del cuadro del que se forma parte para poder verse desde fuera. Detrás del ego está el verdadero yo, fuente de vida y de infinita sabiduría que participa del Uno inmarcesible e indivisible al lado del cual el pensamiento más brillante de la mente más poderosa es como un granito de arena en una interminable playa bañada por la totalidad.

Esto no hay que entenderlo intelectualmente, y las palabras no hacen sino adulterarlo y simplificarlo. Esto sólo hay que experimentarlo, y para conseguirlo hay que dejarse ser. Se pude hablar de Dios, pero parecería que uno está dando misa; se puede hablar de fuerza, pero parecería que uno quiere completar el guión de La Guerra de las Galaxias; se puede hablar de energía, pero se correría el riesgo de desviar la atención a alguna de las acepciones más comunes de una palabra muy utilizada que además representa todo lo que existe, porque no hay nada que no sea energía; o bien se puede hablar simplemente del ser humano desnudo de juicios racionales, esa única y exquisita expresión de la Naturaleza, mordisco de perfección que habita en un mundo libre de antónimos donde su única misión y razón de ser es ser, y que es perfecto en la medida en la que es exactamente como es.

Antes de los logros están los hábitos, y antes de los hábitos los hechos; antes de éstos suelen estar las palabras, y antes de éstas los pensamientos. Y aunque pensemos que ahí se acaba el cuento -y lo pensamos precisamente porque pensamos-, antes de la actividad mental está la potencialidad pura, la que da lugar a todo lo que existe, la esfera transparente carente de todo color y capaz precisamente por ello de reflejar cualquier color. Resulta desconcertante para la mente, y por tanto paradójico para las palabras, la experiencia esencialmente vital de que uno es una expresión de algo que al mismo tiempo es la nada creadora y el todo potencial.

El yo verdadero es demasiado grande como para meterse en una bolsa de neuronas con la que la mente sale de paseo emperifollada de pensamientos por este mundo de formas. Las ideas son al hombre lo que la ropa al cuerpo, lo que las olas al océano, lo que las nubes al cielo, o lo que los rayos al sol. La verdadera identidad no tiene límites ni definición, como no tiene el río un punto exacto en el que desemboca ni un momento concreto en el que vuelve a nacer. Simplemente pasa, simplemente es.  

domingo, 11 de octubre de 2015

Mis experimentos con la psique VIII. Destellos del verdadero yo.


Recuerdo que cuando era pequeño, en clase de dibujo nos ponían como ejercicio copiar en una hoja en blanco lo que aparecía, por ejemplo, en una fotografía. Para poder hacer la copia mejor de lo que la simple intuición o el particular ojo de buen cubero de cada uno diera de sí, nos proponían hacer a lápiz sobre el original una rejilla de cuadrículas. Después, sobre el folio en blanco del bloc de dibujo se hacia otra rejilla equivalente con el mismo número de cuadrículas, y a continuación se copiaba uno a uno el contenido de cada cuadrícula del original a la correspondiente del bloc. De esta manera, por razones obvias, se conseguía hacer el dibujo completo más atinadamente que sin cuadrícula. 

Yo creo que de la misma manera que la cuadrícula no existía en el original y acababa borrándose en la copia, el tiempo tampoco existe en el universo. Es sólo un recurso que la mente aplica sobre la realidad cambiante para poder aprehenderla y “copiarla” en el archivo de ideas que es capaz de “dibujar”. Lo único que existe es el cambio, la impermanencia, y para entender ese concepto nuestra mente crea el tiempo. No sólo pienso y siento eso, sino que afirmo que lo único que existe es el presente, y que el pasado y el futuro son sólo ilusiones tan reales como los unicornios, las ranas peludas o las vacas voladoras. Y la verdad es que tampoco hace falta discurrir mucho para defender esta idea; se puede hacer muy fácilmente con otra idea, a saber: Es verdad que puede haber muchas cosas que pasen fuera de aquí, ¿pero acaso es posible algo que ocurra fuera del ahora? ¿Alguien ha experimentado, hecho, pensado o sentido algo fuera del ahora? Nunca nada pasó en el pasado, pasó en el ahora, y nunca nada pasará en el futuro, pasará en el ahora. 

Esto quizás pueda parecer muy evidente pero el ego raramente opera en función de esta obviedad. Para él sólo son importantes el pasado y el futuro. Él se dedica a crear tiempo psicológico de la misma manera que los vietnamitas se dedicaban a escavar túneles. Crea el pasado para que me identifique con mis grandezas o miserias pasadas, y se inventa el futuro para encomendar mi felicidad a ciertos logros que están por llegar, y de esta manera acaba construyéndose dentro de mí una auténtica galería subterránea sin que yo lo sepa, igual que el ejército americano no tenía ni idea de lo estaba pasando justo debajo de sus pies. La vida en esa galería se fundamente en dos máximas: Una es la de diferenciarse de todo lo demás, y la otra es la de no estar nunca en el presente, y ambas llevan al desamparo. La diferenciación hace que pensemos que todo lo que existe puede dividirse lógicamente en dos cosas: una soy yo, y la otra todo lo demás. Por otra parte, como no puede ser de otra manera, vivimos únicamente en el ahora mientras que nuestra mente está siempre en el pasado o en el futuro, lo cual crea una brecha de ansiedad de la que no salimos casi nunca.

Hay, sin embargo, algunas ocasiones en las que todos, por despistamos que andemos, salimos de esa brecha y tenemos vislumbres de nuestra verdadera identidad, y estos momentos se dan precisamente cuando perdemos la identidad. Me explico: 

Durante mis viajes por África he podido disfrutar de paisajes sobrecogedores. Guardo un lugar especial en mi memoria para el extraordinario espectáculo que representan las cataratas Victoria de Zambia durante la época de lluvias. Cuando las vi me quedé paralizado. Aquella inmensa cabellera blanca de más de un kilómetro de larga y cien metros de caída era una expresión tan salvajemente bella de la Naturaleza que por unos instantes confundí lo que yo era con lo que estaba viendo. No es que hubiera una catarata en frente de mí y que yo la estuviera admirando, es que aquello sencillamente era, en presente puro, y yo formaba parte indistinta de ello. De alguna manera y por unos instantes, sentí que yo era la catarata y que la catarata era yo, y que allí no había más que una sola cosa. Cuando observamos un paisaje, o el cielo estrellado, o cuando miramos al mar disfrutando de un atardecer, o cuando nos quedamos embaucados con la sonrisa de un niño, ocurren dos cosas que nos sobrecogen y nos hacen sentir esos momentos como especiales. Una es que el observador y lo observado se confunden, y la otra es que somos puro presente. De esta manera nos colamos, aunque sólo sea por unos instantes, en un estado de consciencia que está más allá de nuestra mente y de nuestro ego. Ejemplos como estos muestran destellos del Ser, algo que no necesita adjetivarse ni diferenciarse, algo que únicamente es. Después de unos instantes, normalmente la mente pasa a ocupar su lugar preeminente y comienza a calificarlo, no necesariamente de manera negativa, ni mucho menos, pero empieza el proceso de intelectualización de la experiencia. "Son unas cataratas preciosas", "impresionantes", "dignas de ver", etc. Aparezco, pues, yo, como observador conmocionado, y aparece la cascada aparte, como fenómeno observado. Esta parte calificable es la manera en la que estamos habituados a vivir, más racional, más comprensible, verbalizable. La experiencia primera, sin embargo, aquella que es atemporal y en la que uno se confunde con lo que ve porque literalmente se funde en ello como parte suya, esa se suele esfumar. Y se esfuma porque el ego sopla sobre ella.

Que no podamos disfrutar durante más tiempo de estos misticismos a los que nos invita la Naturaleza se debe a que durante su disfrute el ego desaparece y, evidentemente, como cualquier entidad -ya sea física o mental- él quiere pervivir, y eso de desaparecer no le gusta nada, le da miedo. El miniyo es muy vulnerable e inseguro, y se ve a sí mismo bajo continua amenaza, y en este estado la emoción ulterior no puede ser otra que el miedo, y el miedo en nuestros días está más que preñado y ha dado a luz a más que a sextillizos. Tenemos miedo a fracasar, a no dar la talla, a la opinión ajena, a perder nuestro trabajo, a una enfermedad, a que lo nuevo se acerque a nosotros porque puede que sea peor o mejor que lo que tenemos, etc. Hay miedos de todos los tipos y de todos los colores, y además suelen venir disfrazados de precaución para colarse aún con más disimulo dentro de nosotros, disolverse en nuestras venas y circular con toda fluidez y naturalidad por todo nuestro organismo, constituyendo así el aire que se respira por las galerías del ego. Y uno de los miedos más significativos que tenemos, el miedo entre los miedos, es el miedo a desaparecer y, en última instancia, el miedo a la muerte.

Me he preguntado muchas veces durante mucho tiempo por qué me ha fastidiado tanto que alguien tuviera una opinión diferente a la mía, ya fuera errónea o correcta. Durante casi toda mi vida, cuando he hablado o discutido con alguien sobre cualquier tema me he solido quedar escuchando con educación a que la otra persona se explicara, pero cuando notaba que sus argumentos eran flacos o no tenían fundamento alguno, entonces, aparte de intentar hacerle entender los míos -que vamos suponer para este ejemplo eran los correctos- sentía también una especie de angustia de que me llevara la contraria. Digamos que no me valía con tener razón, sino que me dolía que la otra persona no lo reconociera. Me aferraba a mis ideas y a mi conocimiento como a algo que además de ser cierto me identificaba, y por tanto una opinión ajena que no considerara este conocimiento como verdadero me hacía sentir que yo desaparecía, que no estaba, que, de alguna manera, moría. Esta ha sido la semilla de la constante y compulsiva necesidad de tener razón en las discusiones y de hacer entender a la otra persona que estaba equivocada. Este impulso irresistible a que los demás piensen como uno mismo es la clave que lleva a tantos desencuentros, y ha sido también para mí algo que me ha hecho perder importantísimas batallas aun habiéndolas ganado. Uno no pierde cuando no tiene razón, sino cuando tiene necesidad de tenerla, la tenga o no. 

Si uno se identifica con su mente, entonces el sentimiento de identidad basado en las ideas que defiende se ve amenazado con la aniquilación cuando éstas no se aceptan, así que el miniyo no puede permitirse el lujo de estar equivocado porque estar equivocado es morir. Sin embargo, si uno consigue desidentificarse de su mente da absolutamente igual tener o no razón a la hora de considerar quién uno es. Se puede manifestar clara y firmemente lo que se siente y qué se piensa, pero sin agresividad ni poniéndose a la defensiva en ningún momento porque el sentido de identidad no nace de la mente, sino de un lugar más profundo dentro de uno mismo. Nace del verdadero yo.

- Anantapur (Andhra Pradesh) - India. 

jueves, 8 de octubre de 2015

Mis experimentos con la psique VII. El imperio del miniyo.


Durante la guerra de Vietnam, en el transcurso de la Operación Crimp, un soldado americano se sentó sin darse cuenta sobre lo que él creyó que era un escorpión, pero resultó ser el clavo de una trampilla que daba a un vasto complejo de galerías subterráneas. Estos túneles, cavados a lo largo de más de 200 Km, conducían a almacenes, polvorines, salas de estar, dormitorios, enfermerías y puestos de mando del ejército vietnamita. Toda una ciudad, por supuesto invisible desde fuera, que se descubrió, según parece, por una casualidad.

Al recibir el informe del detective sobre lo que el miniyo había hecho en mí tuve una sensación parecida a la que supongo tendría el ejército americano al descubrir el increíble complejo de galerías que tenía debajo. Había un enorme imperio ahí dentro. Me dio la sensación de que todo en mí era ego porque no había prácticamente nada que no estuviera gestionado y catalogado por la mente en términos de diferenciación y de jerarquización. Me pareció que el miniyo tenía en mí una fuerza parecida a la del dinero en la sociedad actual. Resultaba difícil encontrar algo que poder hacer sin que él interviniera directa o indirectamente. Parecía imposible considerar algo libre de juicio y que no se encontrara racionalmente acomodado en alguna cajita conceptual de las de que mencioné cuando describí el nacimiento del ego: “yo”, “no yo”, “mío”, “no mío”, “quiero”, “no quiero” y “tengo”, “no tengo”. 

Aparte de a clasificar la realidad en cajitas, el ego había venido desarrollando a la chita callando un método mortífero y extremadamente eficaz de apoderarse de mi identidad. Este método consistía en crear tiempo psicológico y en violar sistemáticamente dos de las verdades que mi abuelo con su maravillosa ingenuidad había proclamado: La de la impermanencia de todo lo que nos rodea y compone, y la de la inconveniencia de no aceptar la cosas como son cuando no se pueden cambiar. 

Por arte de magia, el miniyo había hecho desaparecer el presente a costa de preocupaciones y logros del pasado o de proyectos y aspiraciones de futuro, y con el mismo arte de prestidigitación había creado la ilusión en mí de que lo que tenía y sabía era lo que yo era, invitándome además a aferrarme a ello como a mi propia identidad, y a negar con la protesta y la queja vana cualquier cambio que sobre ello intentara ejercer la realidad. 

Pero los detalles sobre cómo hizo semejante maniobra y de qué manera se las apañó para que le durara tanto la farsa, bien merecen un capítulo aparte...

- Calangute (Goa) - India.