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No tenía fuerzas para rendirme, así que decidí emprender activamente una búsqueda eidética, es decir, de lo esencial. Pensé que el cambio que afrontaba merecía un decorado literario, y de ahí el blog. En él reflejo pensamientos, reflexiones y emociones que he vivido durante mi estancia en Tanzania enseñando inglés y suajili a niños de preescolar en un colegio rural de la organización Born To Learn, en India como profesor de francés para la Professional School of Foreign Languages de la Fundación Vicente Ferrer, y actualmente en Malí cooperando con CONEMUND en proyectos de seguridad alimentaria y equidad de género. Mi objetivo cabe en una palabra: Compartir.

miércoles, 30 de septiembre de 2015

Mis experimentos con la psique VI. El descubrimiento del "miniyo".


Casi toda la gente que conozco, si no toda, ha bebido leche alguna vez. Sin embargo, conozco muy poca gente, poquísima, que haya ordeñado. También creo que casi todo el mundo ha comido manzanas, pero casi nadie ha plantado, y mucho menos regado y visto crecer, un manzano. Este alejamiento de la Naturaleza que tan normal se ha vuelto en nuestra sociedad es para mí un buen ejemplo para pensar que, de la misma manera, casi todo el mundo cree saber quién es y sin embargo nunca se ha puesto a pensar seriamente en ello. Estamos también muy lejos de conocer nuestra verdadera naturaleza, y nos solemos conformar con lo que hemos visto hasta ahora que tan poco nos define en realidad: nuestro nombre, nuestras posesiones, nuestras obras pasadas, nuestro dinero, nuestros conocimientos o incluso lo que pensamos. Creer que uno sabe quién es con esos datos se acerca tanto al conocimiento verdadero como una sombra al cuerpo que la proyecta.

Para poder saber quiénes somos hay que empezar por saber lo que es saber, y para saberlo voy a poner y analizar un ejemplo muy sencillo. ¿Qué ocurre cuando miramos una rosa? Ocurren muchas cosas. Vamos a ver unas cuantas. La rosa es el estímulo cuya imagen se proyecta sobre nuestra retina, y las células de ésta generan una señal que se transmite por el nervio óptico hasta una zona de nuestro cerebro que es el córtex visual, encargado de recibir las señales de nuestro sentido de la vista. Inmediatamente después, el córtex emite otra señal que viaja hasta el tálamo, un grupo de células situado en el centro del cerebro donde se decodifica esta señal para enviarse después a otras partes del mismo. Por cierto, es curioso que el término griego “tálamo” significa también hoy en día “lecho conyugal”, un lugar donde supuesta y normalmente se tienen conversaciones privadas. Bueno, conversaciones y más cosas, claro. En fin, continúo: Desde el tálamo, se emiten mensajes en varias direcciones, a saber: Unos mensajes van hacia el sistema límbico, que primordialmente se encarga de distinguir entre dolor y placer. Es especialmente significativo el papel de la amígdala, un pequeño grupo de neuronas en forma de almendra que determina el contenido emocional de la experiencia que estamos teniendo. Otra estructura importante del sistema límbico es el hipocampo, una especie de almacén de variables espacio-temporales de la memoria. Nos permite saber, por ejemplo, cuándo y dónde vimos una rosa por primera vez. Al mismo tiempo, el tálamo envía otros mensajes al neocórtex, la parte más externa del cerebro, de donde obtenemos un punto de vista analítico de la experiencia, es decir, donde damos nombre a las cosas y la formulamos conceptos. Ahí es donde definimos rosa como “la cosa esa roja hecha de otras cosas rojas que juntas de una determinada manera dan lugar a lo que yo conozco como rosa”. Evidentemente no pretendo dar una definición atinada de rosa, sino sólo sugerir la idea de cómo y dónde se forma. 

Todo esto que me ha llevado un largo párrafo describir de manera que cualquier neurólogo matizaría pero en términos generales suscribiría, se produce en mucho menos de un segundo. A continuación, además, el cerebro responde promoviendo la generación de cortisona, adrenalina, dopamina y endorfinas para acelerar o ralentizar nuestro pulso cardíaco y para cambiar nuestro humor. Al mismo tiempo, se establece una serie de conexiones entre los órganos de los sentidos, las diferentes estructuras cerebrales, los órganos vitales y las glándulas. De esta manera se crea una compleja red de datos que da lugar a una imagen -un mapa, por así decirlo- de lo que es una rosa roja. Y en todo esto, muy grosso modo contado, consiste saber lo que es una rosa cuando la miramos.

Lo hasta ahora dicho, que puede parecer más o menos complejo, se resume en que no estamos viendo una rosa en sí, sino más bien un concepto de lo que es la rosa. Hay que tener en cuenta, además, que este concepto está condicionado por las circunstancias en las que vimos una rosa por primera vez, los recuerdos y expectativas que sobre la idea de rosa tenemos almacenados en diversas partes de nuestro cerebro, las modificaciones ocurridas en el mismo a partir de nuestras últimas experiencias y, quizás lo más importante, la distinción entre la rosa y yo. Y ojo porque aquí empieza la aventura, que más bien podría llamarse desventura. 

Como hemos visto, la distinción entre yo como una entidad separada de la rosa es en sí una imagen interna que emerge como real para mí a partir de una recreación de mi cerebro. Esta imagen es bastante sutil y vaga en los comienzos de nuestra vida, pero nuestra sensación interna de yo como algo distinto de lo que no soy yo -la rosa y el resto del universo- se hace más intensa con el paso de los años. Una vez que hemos creado el sentimiento de “yo” y de “no yo”, empezamos a relacionarlo con nuestra experiencia en términos de “mío” y “no mío”, “lo que tengo” y “lo que no tengo”, “lo que quiero” y “lo que no quiero”, etc. Este conjunto de ideas adquiere la fuerza de la verdad absoluta en nosotros, dando así lugar al ego, una creación puramente mental a la que cariñosamente a partir de ahora denominaré “miniyo”, en contraposición con mi verdadero yo, que de momento seguimos sin conocer. 

El miniyo, esa proyección de la mente, tiene un origen noble -la del proceso mental que nos permite distinguir en términos relativos las cosas que nos rodean- pero desde el día en que de niños nos disputamos el primer juguete va adquiriendo un poder que acaba por ser desmesurado y que utiliza para suplantar nuestra identidad y poseernos. Después de los juguetes empieza a interesarse por el dinero, las posesiones materiales, la posición social, etc. Su avidez y su fragilidad son asombrosas. Avidez porque siempre quiere más, y fragilidad porque cuando pierde lo que tiene se cree morir. Esto deja claro que es también un gran generador de miedos y ansiedades, pero de todo esto hablaremos más adelante. 

Cuando descubrí que este impostor llevaba prácticamente toda mi vida haciéndose pasar por mí me indigné, pero cuando supe que justo detrás de él estaba yo, me alegré sobremanera de haberle descubierto. Ahora “sólo” tenía que deshacerme de él y la misión quedaría cumplida. Pero no fui tan ingenuo como para pensar que alguien que llevaba tanto tiempo ahí se iba a ir sólo pidiéndoselo por favor, y tampoco tenía nada que ofrecerle ni con qué amenazarle para que se marchara, así que antes de tomar ninguna medida decidí que lo mejor era conocerle mejor. Esta tarea de espionaje se la encargué, como no podía ser de otra manera, al detective.

- Jaipur (Rajastán) - India. 


lunes, 28 de septiembre de 2015

Mis experimentos con la psique V. El vacío, las olas y el océano.


El detective siguió haciendo su trabajo, y siguió haciéndolo bien. Normalmente los detectives no traen buenas noticias, precisamente porque cuando se les encomienda algún trabajo suele ser porque hay un problema, o porque se cree que puede haber algún problema, así que en el mejor de los casos no hay ningún problema salvo el de que uno cree que lo hay, lo cual es también un problema en sí. Pero como un requisito fundamental de esta investigación era no juzgarse, no me afligí por la información indeseable que me comunicó. Lo único que me interesaba era su adecuación con la realidad, es decir, su veracidad.

Como le pedí que obviara mi constitución física y mi identificación a través de meros datos como los que aparecían en mi pasaporte, el siguiente informe que me pasó se centró en mi patrimonio cultural, en cómo pensaba, en qué me gustaba y en qué había conseguido en la vida. Pensó, y pensó bien, que eso me haría sentir más identificado, no ya con datos, sino con algo más personal, conmigo mismo, con eso que quería descubrir. Me dijo, pues, que yo era ingeniero superior de telecomunicaciones. Recalcó eso de “superior” porque por lo visto siempre me había gustado distinguir entre ser ingeniero, sin más, y ser ingeniero superior. Más que gustarme distinguir, digamos que me ha disgustado que no se distinguiera, porque claro, uno que es superior es más que uno que no lo es. Eso de ser ingeniero, ¡ojo, superior!, era mucho ser , y eso era, por tanto, mucho yo. Esta curiosa forma de verme a mí mismo en términos comparativos, o más bien diría que competitivos, me hizo recordar algo parecido que viví en el instituto. Mis notas eran brillantes, pero como había otros que también tenían notas brillantes descubrí que la forma de diferenciarme de ellos era añadir que además yo tenía sobresaliente en gimnasia, cosa que raramente un empollón al uso llegaba a conseguir. Diferenciarme de esa manera me hacía sentir bien. Me hacía distinguirme, identificarme. Durante mi etapa laboral, cambiaron los términos de esa competición latente que siempre me había acompañado: fueron el dinero que ganaba y el puesto que ocupaba en la empresa lo que me identificaba, así como el coche que tenía, la moto que pilotaba y la casa que poseía. Este ya iba siendo yo, es decir, un alumno brillante en el instituto que además sacaba sobresaliente en gimnasia, un ingeniero superior no menos brillante que sacó la carrera año por año, un trabajador ejemplar y muy valorado en su empresa, poseedor de un coche deportivo, la moto más rápida y una casa en la playa. La definición de ganador, vamos, pero ¿la definición según quién?, ¿en función de qué parámetros?, ¿contra quién exactamente me estaba peleando para considerarme ganador?

Debo decir que esta especie de monstruito pretencioso que acabo de describir no me da ninguna vergüenza hoy en día. Contar estas intimidades de mi mente a la hora de considerar quién me he creído que he sido no responde más que a otro informe del detective, y dado que el detective soy yo encargado por mí mismo para poder entender quién soy, lo interpreto más bien como un ejercicio de honradez que como una reiteración del sobrecargado y competitivo orgullo que bullía dentro de mí.

En cualquier caso, todo esto me llevó a hacer la siguiente reflexión: Hoy no corro como cuando tenía dieciocho años, así que del sobresaliente en gimnasia de la época que tanto me identificaba me puedo olvidar, si me hacen un examen ahora mismo de eso que me hizo ingeniero no aprobaría ni una de las asignaturas de la carrera (esto no es una forma de hablar, es literalmente cierto), y para más inri no tengo coche, ni moto, ni casa, ni sueldo. ¿Quién soy entonces? ¿Es que ahora mismo no soy nadie?

El hecho de que me haya descrito a mí mismo con tanta frivolidad no ha sido más que para crear más contraste entre lo que creo que soy y lo que soy, sea lo que fuere. Podría haber sido más generoso, pues también hay datos para pintarme mejor, pero eso no iba a cambiar esa sensación de vacío con la que me encontraría al preguntarse quién está detrás de mis obras y de mis ideas. También puedo identificarme con la persona que durante años cuidó, alimentó y educó innumerables perros de la protectora de animales de Linares, con el mwalimu (maestro, en suajili) que enseñó a leer y escribir a una veintena de niños pobres tanzanos durante el año pasado, o incluso con el profesor de francés que ahora soy en la fundación Vicente Ferrer en la India. Sin embargo, ya no cuido perros, tampoco vivo en Tanzania y no creo que vaya a estar en la India dando clases de francés toda mi vida. ¿Quién seré entonces cuando todo esto pase? El vacío aparece de nuevo, y es independiente de la vileza o nobleza de las ideas y acciones detrás de las cuales estoy y con las que me identifico.

Quizás la respuesta más lógica a esta vacuidad podría ser que todo lo descrito son diferentes facetas -unas honrosas y otras no tanto- de un mismo yo que reacciona de diferentes maneras en diferentes situaciones, que expresa diferentes aspectos de sí mismo en relación con otras personas y lugares. Alguien que, como respuesta a nuevas experiencias, circunstancias y condicionantes despliega un conjunto diferente de sentimientos y actitudes, y, por tanto, de acciones. Pero siendo esto así, y dadas estas diferencias, ¿puedo entonces afirmar que soy sólo uno?

Nuestros pensamientos, sensaciones, emociones y acciones son como olas en la superficie de un océano de infinitas posibilidades. El problema es que nos acostumbramos a ver sólo las olas y acabamos confundiéndolas con el océano. Sin embargo, cada vez que miramos las olas somos un poco más conscientes del océano, y de esta manera nuestro enfoque empieza a cambiar. Empezamos a identificarnos con el océano más que con las olas, y empezamos a ver cómo éstas suben y bajan sin afectar en lo más mínimo la naturaleza esencialmente grandiosa e inmutable del océano.

Pero esto ocurre sólo cuando miramos. Si queremos terminar con las limitaciones que tenemos impuestas sobre lo que nos rodea y sobre nosotros mismos, y si tenemos la ligera sospecha de que estamos confundiendo la etiqueta de la botella con su contenido, entonces es un buen momento para pararse a observar nuestros hábitos mentales. Hacer esto sin juzgarse es una forma de mirar, y normalmente cuando se mira, se empieza a ver y a entender. ¿Pero a ver y a entender qué? ¿Se puede explicar con palabras? Sigamos preguntándole al detective. 

- Jaisalmer (Jaipur) - India. 
  

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Mis experimentos con la psique III. Los primeros informes.


El primer informe que me pasó el detective fue decepcionante. No es que fuera inexacto. No era eso lo que me decepcionó. De hecho, diría que fue muy preciso, pero no satisfizo lo que yo andaba buscando y desde luego no sirvió para responder a ninguna de mis grandes cuestiones. Decía que yo -eso cuya naturaleza quería conocer- era un cuerpo con dos manos, dos pies, una nariz, dos ojos, una boca, etc. En fin, un conglomerado de cincuenta billones de células maravillosamente ordenadas que daban lugar a todos los órganos, extremidades y partes del cuerpo que conocemos. Me explicó además que tenía cinco sentidos con los que percibía todo lo que había a mi alrededor, y que con el cerebro interpretaba estos datos y controlaba el resto del organismo.

De acuerdo -le dije-. Todo eso es cierto, pero ya lo sabía. Lo que necesito es identificarme, saber quién soy, reconocerme. ¿Puedes traerme datos sobre eso? Y a continuación, sin mucho tardar, me trajo más datos, muchos más, pero igualmente decepcionantes. Me dijo mi nombre, mis apellidos, mi nacionalidad, la fecha de nacimiento, el número del pasaporte con su fecha de caducidad, el nombre de mis padres, de mi hermana, de mi cuñado, de mi sobrinos, el de mis amigos y hasta el de mis exnovias. Por darme datos, me dio hasta la declaración de la renta de los últimos años, mi historia de vida laboral, una impresión de mis huellas dactilares, y finalmente me dijo cuál era mi banco y cuándo dinero tenía en la cuenta, lo cual me dio mucha lástima, porque pensé que si eso era lo que yo era, bien poca cosa era.

En fin, que verdaderamente me trajo datos que me identificaban. Más claro no podía estar, y más completo el informe no podía ser, pero me seguía sintiendo igual de desconocido para mí mismo. Extraje de estos primeros informes, sin embargo, una novedosa conclusión que, aun disfrazada de evidencia, a veces nos suele pasar a todos inadvertida: Lo que somos en esencia no es nuestro cuerpo, ni nuestro cerebro, ni nuestro nombre, ni nuestra familia, ni nuestro pasado, y mucho menos nuestro dinero.

Pensé que, si bien los informes habían sido un saco de perogrulladas archiconocidas para mí, la sensación que tuve de no identificarme íntimamente con ninguno de esos datos me resultó valiosísima. Aunque todo lo que el detective me dijo me identificaba “hacia fuera”, no significaba nada “hacia dentro”. Yo era otra cosa.

Le dije que había hecho un gran trabajo compilativo, pero que era otra clase de información la que yo quería, así que le pedí que siguiera investigando. Cuando se fue, me quedé reflexionando sobre estos primeros informes, lo poco que me describían y la mucha importancia que en general les damos.

-Rishikesh (Terhi Garhawal) - India.

martes, 22 de septiembre de 2015

Mis experimentos con la psique II. El detective.


No conozco a nadie que no se haya encontrado a ratos bien y a ratos mal. Sobre esto no hay debate. Lo interesante sería saber por qué ocurre. Y si bien es fácil determinarlo en algunos casos -ya sea para bien porque por ejemplo ha ocurrido algo que nos beneficia o que deseábamos, o para mal por todo lo contrario- también es verdad que hay ocasiones en que uno está especialmente bien o mal sin motivo aparente. ¿Por qué ocurre esto?

Por otra parte, cuando estamos bien no acostumbramos a preguntarnos por qué. La sensación positiva nos lleva y nos suele atraer más la idea de disfrutar el momento que de interpretarlo. Sin embargo, cuando nos sentimos mal tenemos la necesidad de saber por qué, y eso, al menos en un primer momento, nos suele dar consuelo. Un ejemplo muy sencillo sería el siguiente: Nadie se preocupa por estar cansado físicamente cuando acaba de hacer deporte, ni de no tener apetito cuando acaba de terminar de comer, porque las causas de su cansancio y de su inapetencia son evidentes, pero otra cosa sería no tener apetito o estar cansado sin motivo aparente. Eso sí sería preocupante. Cuando la situación no está tan clara como en estos ejemplos, automáticamente nos ponemos a buscar el motivo porque creemos que si entendemos por qué, entonces el malestar se atenuará o incluso desaparecerá.

Pero es muy habitual que conocer la causa no sea el final de los problemas sino que además sea el principio de otros, ya que es posible que al conocerla no veamos la forma de eliminarla o que con la causa identifiquemos también a los responsables de que exista. De esta forma puede que pasemos, además, a culpar -y hasta a odiar- a otros. Por ejemplo, si deducimos que hemos perdido el apetito porque tenemos estrés laboral, quizás esta deducción nos lleve también a concluir que los responsables en última instancia son algunos de nuestros compañeros de trabajo. Ellos son los culpables de nuestro malestar, así que ahora es probable que, además de no tener apetito, sintamos también aversión hacia esas personas. El conocimiento de la causa, por tanto, tampoco elimina el mal. A veces lo aumenta. 

Entonces resulta que el resumen de la situación es el siguiente: Si no sé, estoy mal por desconocimiento, y si sé puedo estar peor. ¿Qué hay que hacer entonces?

En mi caso particular, y me consta que no soy el único, he comprobado -para más desconcierto, si cabe- que en diferentes momentos de mi vida he experimentado estados de ánimo radicalmente diferentes ante circunstancias parecidas o idénticas. Por ejemplo, delante de una exquisita comida he estado muy bien y muy mal; consiguiendo algo que me había propuesto he estado muy bien y muy mal; y con la misma persona o personas he estado muy bien y muy mal. Esto me ha llevado a pensar que la causa última no es externa, es decir, de las circunstancias en las que me encuentro o las personas con las que estoy, sino interna, o lo que es lo mismo, de quién soy. Parece como que hubiera alguien dentro de mí mismo que se comportara de forma aparentemente aleatoria y que eligiera “sin mi permiso” estar bien o mal. Pero, ¿quién es ese que aun siendo yo me es ajeno?, ¿por qué decide por su cuenta?, ¿quién le controla?, ¿para quién trabaja?

Llegados a este punto se me ocurrió una idea para responder a estas preguntas y a las anteriores. Hice lo que creo habría hecho cualquiera con sentido común práctico: Contraté a un detective privado. Nunca mejor dicho eso de "privado", porque le contraté yo para que me investiguara a mí, y encima era yo mismo. Le pedí (me pedí) lo que se pediría a cualquier detective: que fuese observador y extremadamente discreto, que me siguiera en todo momento, y que me trajera pruebas de lo que veía, pero sin juzgarlas. De eso, en caso extremo, ya se encargaría el juez. Pero juez de momento no hay, porque ya seríamos demasiados aquí dentro, y eso complicaría las cosas más de lo que ya están. Hasta ahora somos yo mismo -aquel cuya identidad quiero descubrir-, el detective que acabo de contratar para que me ayude, y el que esto escribe. 

Antes de continuar, y como reflexión sobre todo lo dicho, me parece muy curioso que en toda mi vida -aun habiendo tenido la suerte de recibir una educación en la que no me han faltado los mejores recursos, al menos materiales- nunca he recibido ninguna formación, ni en su expresión más ínfima, sobre cómo afrontar de manera práctica estas dudas. Parece que en esto de estar bien o mal el único método de gestión que existe es la resignación o el aprendizaje autodidacta. Dada esta falta de entrenamiento, que creo es generalizada, es normal que casi todos tratemos nuestros malestares de una manera que suele basarse en patrones recibidos a través de la familia, la sociedad y la educación, y que que casi siempre dan por supuestas unas limitaciones propias que en realidad no existen. Aunque no se vea, el sol está siempre detrás de las nubes, y hasta las nubes que no nos dejan ver el sol pueden ser vistas precisamente porque el sol está detrás de ellas. 

Veamos, pues, cómo actúa y qué nos cuenta este Sherlock Holmes inventado de la psique y de qué manera nos puede ayudar a despejar todos los interrogantes planteados hasta ahora.

- Rishikesh (Tehri Garhwal) - India.

domingo, 20 de septiembre de 2015

Mis experimentos con la psique I. Introducción.


Hace ya casi tres años que comencé esta aventura dentro de la aventura, es decir, este cambio en mi vida dentro de la propia vida, que me llevó a dejar mi país, vender mi casa, renunciar a mis talentos laborales tal y como hasta entonces estaban entendidos, y salir al mundo -el que hasta ese momento me era desconocido- a buscar lo que en su momento di en llamar “lo esencial”. Los motivos de aquel cambio aún me son desconocidos, y aunque creo que he podido identificar algunos, estoy seguro de que otros no se me han hecho patentes. Mirando hacia atrás, me parece como si algo externo a mí -quizás las circunstancias, quizás el azar, quizás algo que pudiera parecerse a una fuerza- hubiera tomado más decisiones por mí que yo mismo. Quiero decir que me da la sensación de que hubiera sido conducido, pero no sólo durante esta última etapa que comento ahora, sino en realidad durante toda mi vida. No tengo muy claro si soy protagonista o figurante, pero en cualquier caso desconocerlo no me impide a estas alturas del cuento poder echar un vistazo atrás para hacer un inventario, por así llamarlo, de los descubrimientos que hasta el momento presente creo haber hecho sobre eso que mentaba antes, “lo esencial”.

Recuerdo que en la terraza de un restaurante de Linares al que antaño solía ir a comer hay un árbol que para mí tiene algo muy especial. Está muy lejos de mostrar la belleza de los baobabs que he visto en Tanzania o la magia de los banianos que fecundan algunas partes de la India. En realidad, si lo que se considera es su tronco, sus hojas, su anchura o su altura se trata de un árbol muy vulgar. Lo que para mí le hace especial es su historia. Resulta que en su camino ascendente había un balconcito que le impedía continuar verticalmente, así que cuando llegó a esa altura se curvó noventa grados con el fin de sortear la superficie del balconcito, creció en horizontal durante unos años y a continuación continuó su camino hacia arriba. Esto dio lugar a un tronco sorprendentemente contorsionado que, como digo, me llamó mucho la atención. No me consta que los árboles tengan cerebro, así que lo que éste hizo para realizar tan inteligente maniobra no fue analizar la situación, sopesar pros y contras, urdir un plan de acción y ejecutarlo, porque todo eso entrañaría la necesidad de pensar, y por tanto de un cerebro. Creo que lo que hizo fue simplemente escuchar el dictado de la Naturaleza. Siendo esto así, yo me pregunto: Si está claro que hay una inteligencia -que en este caso he considerado llamar Naturaleza- que habla con los árboles, ¿por qué tendría que pensar que no habla conmigo, si también soy parte de Ella? Y llegados a este punto me pregunto además: Si está igualmente claro que para escuchar a la Naturaleza no hace falta pensar, ¿podría ser también cierto que pensar demasiado impidiera escucharla bien? 
La RAE define el término resiliencia como la capacidad humana de asumir con flexibilidad situaciones límite y sobreponerse a ellas. ¿Alguien podría explicarme por qué aquel árbol no queda incluido en esta definición, siendo como es un ejemplo soberbio de resiliencia? 

En mi caso, fuese una fuerza, fuese yo mismo de verdad, o fuesen las circunstancias, lo que tengo bastante claro es que mi cambio no fue un giro consecuencia de la valentía que algunos me atribuyen cuando se refieren a mi historia. Quizás lo dicen por aquello de irme a vivir a África o a Asia dejando la supuesta comodidad de Europa, pero yo no veo valentía por ningún lado. Fue claramente algo que me tenía que pasar, una vivencia o un cambio que inevitablemente tenía que ocurrir y que yo ejecuté con los mismos recursos que el arbolico, es decir, escuchando y dejándome llevar.

El cuento que estaba escrito para mí no era el que estaba protagonizando, y la vida me lo dio a entender hartándome de casi todo. Pero no fue un hartazgo al uso, es decir, no fue un callejón sin salida que condujera a la nada, sino una mezcla de pérdida de ganas de vivir -literalmente- con una sobredosis de ganas de volver a nacer -también literalmente-. Y más o menos algo así me pasó, que me morí y que nací al mismo tiempo. En realidad, no recuerdo antes en toda mi vida haber tenido tantas ganas de descubrir y de investigar como entonces. Lo que ocurre, como casi todo en este mundo, es que las muchas ganas de una cosa casi siempre entrañan las poquísimas de otra. 

Lo más significativo para mí después de aquella decisión es que he mantenido un comportamiento que durante mi día a día ha estado caracterizado por una inusitada atención en mí mismo: En lo que pienso, lo que digo, lo que hago, cuándo lo pienso, lo digo o lo hago, cuáles son los patrones que se repiten, cuáles son o podrían ser las causas -superficiales o profundas- de todo esto, etc., y he aplicado este análisis a mi historia pasada y a lo que vivo en cada momento, en puro presente. El porqué de esta actitud tampoco me queda claro, pero creo que se vuelve a parecer a la historia del árbol que hacía gimnasia entre las ventanas: Alguien le dictó a él que tenía que crecer de aquella extraña manera y algo me susurró a mí que convenía que investigara con quién dormía cuando dormía solo. 

De este trabajo de introspección analítica que he realizado, que dista mucho de ser pretencioso, pues no persigue una exaltación de mí mismo, sino un descubrimiento, creo tener ya un bagaje lo suficientemente significativo como para poder contarlo, y siguiendo la noble máxima de compartir, me dispongo a hacerlo con esta serie de capítulos que tengo previsto escribir y que intercalaré con los artículos habituales que hasta ahora he venido subiendo al blog. No creo que me sea posible expresar todo esto si no es en primera persona, y a su vez no creo que sea posible utilizar la primera persona sin causar en algún momento la sensación de presunción, orgullo o ego reivindicativo por mi parte. Declaro, pues, desde ahora, que mi intención es puramente descriptiva y que no pretendo en ningún modo resaltar mis méritos, apenar con mis fracasos, ni poner en modo alguno en valor mi propia persona, entre otras cosas porque, como se irá viendo a medida que esto se lea, determinar exactamente quién es uno mismo es una ardua y para mí aún inacabada tarea, así que difícilmente podría presumir de mí mismo cuando ni siquiera sé quién soy. 

Releyendo lo que he venido escribiendo durante estos años, he notado que en los artículos se reflejan -a modo de espejo literario- cambios que se han producido en mí mismo. Puedo advertir en los textos las diferentes ideas, emociones y creencias que me he ido encontrando en cada período, y en ese cambio veo el mío, y en ello identifico, por tanto, mi propia evolución. Por razones que se harán obvias a lo largo de su lectura, el título que he elegido para este proyecto ha sido “Mis experimentos con la psique”. Es fácil intuir que la idea ha sido tan sencilla como tomarme a mí mismo como cobaya y, como decía antes, observarme. Los métodos y conclusiones de esta empresa personal constituyen precisamente el temario de lo que quiero contar. 

No es mi propósito seguir un orden que tenga que ver con el tiempo o con cuándo viví lo que viví, así que haré referencia aleatoriamente a episodios de mi vida que lo mismo tendrán que ver con mi infancia, mi adolescencia, con mi pasado reciente o con mi más rabioso ahora. Las claves que he descubierto me permiten leer mi pasado con una clarividencia que hasta ahora no tenía, y por eso evocarlo me parece provechoso, aunque ya digo que no será de una manera ordenada cronológicamente. No creo, sin embargo, que esto merezca llamarse biografía, entre otras cosas porque aún estoy vivo y por tanto la biografía de verdad no la escribo escribiendo sino viviendo. En todo caso, podría hablarse de “autopsicografía”, y tanto el momento en el que haya descubierto una cosa u otra de las que hable, como la importancia que se le quiera conceder son tan relativos como el tiempo mismo. Aunque no tengo un objetivo marcado sobre el efecto que esta documentación provoque en los demás -precisamente porque eso de marcarme objetivos y apegar mi emotividad a su consecución es algo de lo que ya me he quitado- sí celebraría que a alguien le ayudara a entender mejor quién es y cómo gestionarse para ser feliz, que al fin y al cabo es en lo que consiste el juego.

- Rishikesh (Tehri Garhwal) - India.

viernes, 18 de septiembre de 2015

La escritura de los pájaros



Y un buen día, cuando mi mente dormía, empecé a ver cómo aquellas bandadas de pájaros se me acercaban flotando como ligeras plumas, columpiándose delicadamente en el aire, acariciando el espacio que nos separaba hasta consumirlo y posarse en la rama más cercana. Pude apreciar entonces, con la claridad de lo inevitable, la simpática fisionomía del colibrí y su compulsivo aleteo, así como el delicado y amoroso trato que dispensaba a sus flores; la majestuosa pose del águila, su pico de pulchinela y su taimada mirada; la orgullosa disposición del pavo real, con sus seductores mensajes de belleza encriptados en su fascinante cola; la injusta mala fama del grandioso buitre y la hermosura que mora tras su formal fealdad; la longevidad del cóndor; la poderosa zancada de la timorata avestruz y hasta la ingenuidad de la gallina aselada. Todas se posaron y posaron para mí, y entre todas -volaran o no- me permitieron leer, sobre la tierra firme de mis peatonales entendederas, cuál era el texto que había escrito en las nubes y que hasta entonces sólo veía como manchas lejanas de vuelos ajenos. Se me asentaron dentro todos los pájaros del mundo exterior, y así, los que hasta entonces tenía en la cabeza emigraron resignados a un planeta sin cielo en el que ahora sólo aletean recuerdos vagos de una inmadurez que cada vez me va siendo más ajena a medida que se acerca mi vejez. La verdad, ahora lo sé, está escrita en las bandadas de pájaros que vuelan lejos dibujando un pez. Fíjate, ¿es que no lo ves?

- Mcleod Ganj (Himachal Pradesh) - India.

jueves, 10 de septiembre de 2015

El eje de la ruleta


Imagina una ruleta. Todos sabemos cómo es. El mecanismo consiste en un eje fijo en torno al cual se mueve un plato giratorio. Sobre el eje hay un puntero, es decir, un marcador, una flecha que apunta hacia fuera. Durante el giro, el puntero va señalando sucesivamente diferentes puntos del plato. Si dividimos el plato en áreas a las que la flecha se dirige y asociamos a cada una de esas áreas una circunstancia, ya sea algo entendido como bueno, malo o regular, tenemos una ruleta de la fortuna. 

Imagina ahora que como posibles estados de la ruleta consideramos todos los aspectos de una vida, los importantes y los fútiles: ganar mucho dinero, perderlo, enamorarse, desenamorarse, encontrar un buen trabajo, ser despedido, tener mucha cultura, no tener ninguna, conocer a alguien interesante, aborrecer a alguien que conocemos, ganar un premio, no ganarlo, viajar, no moverse, tener coche, no tenerlo, enfermar, sanar, ser gordo, flaco, llevar gafas, no llevarlas, ser inteligente, estúpido, talentoso, torpe, vegetariano, carnívoro, dormir bien, velar...

Si hacemos girar la ruleta y apuntamos todo lo que va saliendo, voilà, tenemos una vida. Los resultados que han ido apareciendo hasta que uno muere constituyen, simplemente yuxtapuestos, una biografía.

Supón que hablamos de ti. Ya tenemos tu biografía, lo que posees, lo que sabes y hasta lo que piensas, pero... ¿quién eres tú en todo este juego? ¿Eres las casillas que han ido saliendo, es decir, eres la historia de tu vida o eres otra cosa? Lo que la ruleta de tu fortuna señala son las circunstancias de tu existencia, las cosas que te pasan, la suerte que te ha tocado, lo que va a servir para escribir tu biografía, pero eso no eres tú. ¿Acaso un jugador es las cartas que le tocan? 

La realidad es que eres algo en lo que probablemente ni siquiera te has fijado. Tú no eres otra cosa que el eje de giro, el que no se ha movido del sitio en todo el juego, el que no ha cambiado, el único elemento que no ha dependido de dónde se ha parado el plato giratorio. Lo que has vivido son ilusiones cambiantes, tránsitos, nonadas de tu existencia, manifestaciones externas de tu propio yo, tu historia personal. Tú, tu tú de ti, el de verdad, es independiente del giro de la ruleta, eterno, fijo, inmutable y divino. 

Y ahora que lo sabes, ahora que conoces tu verdadera condición, ¿crees que debería importarte hacia dónde apunta la flecha? Cualquier cosa que le ocurra a una persona puede ser transcendida y llegar a ser irrelevante cuando se identifica el verdadero yo, porque a partir de ese momento se descubre que la identidad de uno mismo no tiene nada que ver con lo que ocurre ahí fuera. Llegar a entender, sentir y practicar esto es la definición de autorrealización. 

miércoles, 9 de septiembre de 2015

Ser o pensar


Mira a un perro a los ojos, ¿te sientes juzgado?
Huele una flor, ¿percibes necesidad?
Abraza un árbol, ¿te sientes rechazado?
Admira un paisaje, ¿te atreves a insultarlo?
Observa el cielo, ¿detectas errores?
Báñate en el mar, ¿sientes dolor?

Ahora piensa... verás cómo se tuerce todo:

¿Me morderá el perro?
¿Se marchitará la flor?
¿Habrá termitas?
¿Lloverá?
¿Hará frío en la montaña?
¿Me ahogaré?

Vivir o temer, aceptar o juzgar. 
Tú decides: Ser o pensar.

viernes, 4 de septiembre de 2015

La odisea del yo


Recuerdo que en el primer curso de la universidad, en la asignatura de física, nos pusieron un problema de un molinillo de café aparentemente inofensivo que mi compañero de estudios y yo tardamos nada menos que dos meses en resolver. El problema planteaba el giro del molinillo a una velocidad angular determinada, y como había varios rodillos fresados de diámetros diferentes dentro del molinillo, cada uno de los cuales hacía girar al siguiente, hallar la aceleración angular de uno de los puntos del perímetro de uno de los rodillos –que era en lo que consistía el problema- acabó siendo un auténtico arcano que no fuimos capaces de desvelar hasta pasados, como digo, dos meses de cogitaciones, suposiciones, pruebas, ecuaciones y acercamientos fallidos. Hasta que al fin, y con gran gusto por parte de ambos, un buen día dimos con la ecuación que explicaba perfectamente cuál era la aceleración buscada y por qué. Cuando esto ocurre, y más dado el arduo trabajo que nos costó, el cerebro se regocija de una manera que resulta difícil explicar con palabras. Supuso una verdadera conquista, y aunque han pasado ya más de veinte años desde aquello, aún hoy mis neuronas recuerdan el asunto y se hinchan pretenciosas cuando evoco aquel dichoso molinillo.

Si a esta anécdota del molinillo añadimos otras menos contables pero de la misma naturaleza, todas relacionadas con las matemáticas y la lógica, y si consideramos que el día a día de aquella etapa universitaria que duró seis años consistía básicamente en pelearse contra la realidad que nos rodea utilizando como única arma el cerebro, no cuesta imaginar que precisamente el cerebro y sus efluvios, es decir, las ideas y la mente, se erigieran por méritos propios en los auténticos dominadores de lo que yo consideraba brillante, y en el apoyo más claro y fiable para la interpretación de todo lo que me rodeaba, y no sólo en el aspecto físico sino en el puramente existencial. 

Empezó ahí mi etapa racionalista. Elegante, transparente, coherente, omnipotente y, en definitiva, científica. Cegado por su poder y su comodidad, mi personalidad adoptó esta tendencia como algo con lo que se identificaba. Podía aplicar este método a todo lo que constituía mi vida: cómo planear algo, cómo descubrir las causas de algo, cómo prever lo que iba a ocurrir, cómo explicar lo que pensaba… cómo ser. La razón se hizo con todos los estamentos de gestión de mi propio yo, y la dictadura de la mente comenzó de una manera dulce, seductora y sofisticada a controlar mi visión del mundo y a identificarse conmigo mismo. Pasé a ser mi mente, y todos los adjetivos que la adornaban pasaron por tanto a ser yo mismo. 

Las emociones también quedaron pacíficamente colonizadas, y de esta manera el amor, los deseos, los temores, el tiempo y hasta Dios, fueron definidos por la nueva, distinguida, noble y omnisciente dictadora. Todo se reducía al final a una sinapsis neuronal. La neuronas y sus conexiones lo explicaban todo. La situación era lógica y privilegiada, y además aplaudida externamente. Yo era mis ideas, mi mente, mi cerebro, un saco maravillosamente orquestado de sinapsis cuyos tentáculos lo alcanzaban todo.

Ahora que reflexiono sobre esto resulta asombroso que esta autocracia haya durado casi dos décadas, y que dentro de mí la única ley que haya existido durante todo este tiempo haya sido la que la razón dictaba. No es de extrañar que este gobierno haya colapsado, como colapsan al final todas las dictaduras, y que al final de la misma el país -en este caso yo- haya quedado grave y lamentablemente dañado en muchas de sus estructuras, entre otras la emocional y, sobre todo, la espiritual.

Se calcula que se hablan unas cinco mil lenguas en el mundo, pero no creo que todos los epítetos de todas ellas se basten juntos para calificar con justicia los méritos de nuestro cerebro y la maravilla evolutiva que representa este órgano extraordinario constituido de unos cien mil millones de neuronas, que, por cierto, puestas en fila india podrían unir la tierra con la luna. El cerebro merece, pues, todos mis respetos. Faltaría más.

Sin embargo, merece también toda mi ojeriza, porque con todas sus virtudes me ha cegado y no me ha dejado ver todo lo que había detrás. Me ha eclipsado, me ha ocultado otra realidad, ha asesinado mi espiritualidad, precisamente porque aunque maravilloso, no es todopoderoso y algo en él, quizás su instinto o su comprensible necesidad de perpetuación, le ha llevado a escamotear mi esencial naturaleza inmaterial. El cerebro es un intermediario que no crea ideas, sino que las pesca, las roba, las trae de otro lugar y no gusta de contar de dónde para no desintegrarse en su papel secundario. ¿Qué rey se preciaría de decir que no gobierna él sino su mentor?

Pero ahora, décadas después, le he visto el plumero, he detectado su compulsiva necesidad de actividad, su no saber parar, y en ello he reconocido claras sus limitaciones, su debilidad, su finitud, su dependencia, su falaz verdad. Cerebro brillante, órgano único, fenómeno magno, tu atroz dictadura llegó a su final. Cuando te has parado he visto cosas que ni siquiera tú entenderías, y ahora sé hasta dónde no puedes llegar. Volverás a funcionar, pero ya nunca serás soberano. A partir de ahora, en tu finita existencia, servirás a tu verdadero rey: mi eternidad. 

miércoles, 2 de septiembre de 2015

¿Y por qué pasa?


Pasa porque todavía no se ha podido encarcelar al que inventó la tontería de la media naranja. Aquel poeta, quizás con la mejor intención, concibió la más envenenada e inconveniente de las metáforas, y con ella condujo al amor a un callejón cuya única salida es el dolor.

Es imposible no sentir incompletitud creyéndose la mitad de algo, y es por tanto imposible no buscar la parte que falta porque la parcialidad es un estado claramente inestable, como lo es una bola encima de otra bola, o un impetuoso torrente de agua al borde de un barranco, o un niño en lo alto de un tobogán. Si uno se convence de que tiene una carencia, se convence automáticamente de que tiene que satisfacer esa carencia y emprende entonces una búsqueda, consciente o inconscientemente, para completarse. La pareja es la solución, la otra persona es la pieza que falta, ella (o él) es lo que necesito.

De esta manera tan habitual y aparentemente inofensiva, sembramos la semilla de la necesidad en lo que damos en llamar amor, pero la necesidad es la lanzadera preferida de las exigencias, así que de nuestro apasionado paroxismo inicial no es raro que germine un árbol maldito que tienda sus ramas para ahogarnos al final. 

Contractualizamos verbal o documentalmente nuestras carencias, exigimos fidelidad eterna a un proyecto egoísta y encomendamos nuestra estabilidad a una hoja que cae en un tornado, como si el Amor conociera el tiempo, pensara en algo que no sea Todo y pudiera meterse en una cajita construída con claúsulas.

Pero llegarán las lluvias del otoño y nuestro precioso corazón de acuarela sentirá cada gota como una puñalada, y se disolverá, y dejará de fondo un lienzo impuro de insatisfacción con un autor, un culpable, un odiado: el amado.

Si atisbas necesidad en ti, no estás preparado para amar. Sólo serás capaz de crear polaridades de amor-odio a las que incluso puede que te vuelvas adicto, ya que en ellas, aunque dolientes, encontrarás lo que crees es tu identidad. El ego adora los contrastes, los quebrados y las quejas.

Sin embargo, el Amor, el de la “A” mayúscula, no tiene antónimos ni nace de la necesidad, no juega con la posesión, no es un parche para tapar miedos, no conoce el resentimiento, los celos, las exigencias, la manipulación, la acusación, el juicio, las críticas, la ira, la venganza ni la dependencia. El Amor de verdad es el olor de una flor de azahar, y de eso, poeta asesino, no hay doble ni mitad.