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No tenía fuerzas para rendirme, así que decidí emprender activamente una búsqueda eidética, es decir, de lo esencial. Pensé que el cambio que afrontaba merecía un decorado literario, y de ahí el blog. En él reflejo pensamientos, reflexiones y emociones que he vivido durante mi estancia en Tanzania enseñando inglés y suajili a niños de preescolar en un colegio rural de la organización Born To Learn, en India como profesor de francés para la Professional School of Foreign Languages de la Fundación Vicente Ferrer, y actualmente en Malí cooperando con CONEMUND en proyectos de seguridad alimentaria y equidad de género. Mi objetivo cabe en una palabra: Compartir.

miércoles, 23 de marzo de 2016

¡Mala, mala y mala!


Imaginemos que nos duele algo porque nos hemos dado un golpe contra un objeto. Está claro que la causa del dolor ha sido el golpe, pero aunque se haya producido contra algo externo, el problema está en nuestro cuerpo, así que cuando se trata de paliar el malestar nos centramos en nuestro cuerpo y nos olvidamos de aquello contra lo que nos hemos golpeado. La causa, por tanto, es externa, pero la terapia se aplica sobre uno mismo. El agua oxigenada, si procediera, se aplicaría sobre la herida, no sobre aquello contra lo que nos hemos golpeado, y los cuidados, los que procedieran, se aplicarían también sobre la zona dañada, no sobre el elemento externo. 

Esto que parece de perogrullo y que de manera tan natural y lógica hacemos con el dolor físico, es justo lo opuesto de lo que solemos hacer cuando el dolor es emocional. Con el dolor emocional tenemos siempre la tendencia a centrarnos en la causa externa y a olvidarnos casi completamente de considerar que la solución puede estar -y de hecho siempre está- en cambiar ciertos patrones mentales internos. Le echamos la culpa a las circunstancias o a otras personas, y nos empecinamos en cambiar lo de fuera pero raramente nos centramos en cambiar nuestra interpretación de lo que ha pasado, cosa que por otra parte nos pilla mucho más a mano, es más fácil y siempre es posible. 

En general, esta actitud que tenemos con la gestión del dolor emocional me recuerda a esa ridícula escena que tantas veces hemos visto -al menos yo- en la que cuando un niño se golpea contra algo, pongamos una silla, por ejemplo, a continuación el padre y/o la madre se dirigen a la silla en cuestión y la abroncan y hasta la pegan diciendo aquello de '¡mala, mala y mala!', solazando así el malestar del niño con una especie de justicia universal según la cual la silla ha quedado castigada y condenada por haberse portado mal. Otro ejemplo menos habitual pero que va en la misma línea es uno que vi en 'la mili'. Aunque parezca increíble, había en el cuartel un banco en el que los soldados no nos podíamos sentar porque resulta que estaba arrestado. Se ve que un alto mando se había tropezado con él y se determinó que como escarmiento había que arrestar ¡al banco! No me voy a detener en este asunto, pero reconozco que actualmente todavía tengo la boca un poco abierta del asombro que me causó aquello. En fin, tonterías sin importancia pero que me vienen bien para explicar lo que pienso: lo que pienso es que si algo aflige, hay que reunirse con la aflicción, mirarla a la cara, dejarla que se exprese, contemplarla sin juzgarla y ser consciente de su presencia. Cuando se hace esto, que es un ejercicio eminentemente de interiorización, uno se desidentifica de la propia aflicción, que es el primer paso para quitársela de encima, y resulta además que la simple observación consciente de nuestros problemas mentales es un poderosísimo disolvente de dichos problemas. Es casi milagroso, pero para que esto surta efecto no hay que entenderlo, hay que hacerlo, y puede ser más o menos difícil, pero desde luego si nos empeñamos en pegar a una silla y decirle '¡mala, mala y mala!' vamos a estar haciendo el imbécil durante mucho tiempo y con toda seguridad nos va a seguir doliendo lo que sea que nos duele. 

El problema no es lo que nos pasa, sino la interpretación que hacemos de lo que nos pasa. Y el que quiera entender y probar, que entienda y pruebe. El que no, siempre puede pelearse con las sillas o incluso arrestarlas. 

domingo, 20 de marzo de 2016

Sobre estar muerto o no estarlo



Gran parte de las cosas que se me ocurre escribir son consecuencia de conversaciones que he mantenido o de ideas que he leído. Hace poco, hablando con una amiga, yo llegué a decir que a mí me da igual estar muerto que no estarlo. Ella me rebatió de una manera que aún me tiene asombrado: 'Todavía no te veo ahí' -me dijo-, lo cual me chocó por dos razones. La primera es que así dicho me dio la sensación de que tuviera una especie de superpoder para identificar a la gente a la que le da igual estar muerta y a la que no, y la segunda es que al decir 'todavía' interpreté que eso de que te dé igual estar muerto podría ser algo así como el final de una evolución personal, una especie de escalada, y que en concreto yo estaba aún lejos de llegar a la cima de ese proceso. 

No sé si interpreté bien o mal, pero como hace ya tres años que no me enfado ni discuto para tener la razón, porque ya no necesito la razón para nada -y esta efemérides es la única que de verdad celebro, ya que los cumpleaños y todas las fiestas de guardar siempre me han dado igual, y me lo siguen dando- y como además me parece que puede parecer insano defender vehementemente la postura de que me da igual estar muerto que no, no insistí en la conversación y cedí mansamente a la afirmación de mi interlocutora. La charla no dio para más en ese sentido, pero ahora que estoy solo y que las fronteras de mi teclado son de viento puedo extenderme en esta idea para dejármelo claro, al menos a mí mismo. 

¿Qué quiere decir que me da igual estar muerto que no estarlo? Para empezar quiere decir que tengo muy claro, de todas las formas que se puede tener claro algo, sin duda alguna, con certeza absoluta, que esto que llamamos vida y que ahora tengo dejaré de tenerlo algún día. Esto lo sabemos todos, aunque en realidad no todos lo aceptamos. En segundo lugar quiere decir que a esto que llamamos vida le concedo una importancia relativa, entre otras cosas porque todo lo que pasa en ella es relativo. Lo que califico como relativo es la historia de nuestra vida, es decir, las cosas que nos ocurren en ella, lo que hacemos, la gente con la que nos relacionamos, la familia, el trabajo… pero para mí eso no es la vida, eso es lo que pasa estando vivo. En realidad calificar la vida en sí es como escribir en el agua. La vida es incalificable, su atributo es su propio ser. Lo que nosotros decimos de ella es precisamente eso: lo que nosotros decimos de ella, no lo que ella es. 

Concretando: que acepto con naturalidad lo que me pasa estando vivo y aceptaría con la misma naturalidad que me dejara de pasar. Y esto, aunque parezca derrotista y paradójico, es lo más maravilloso que me ha pasado en la historia de mi vida, porque creo que todo lo que tengo y que me va viniendo viene de regalo, y al no estar apegado a ello ni necesitarlo puedo disfrutarlo con una pureza que transciende cualquier juicio y expectativa, y está por tanto libre de cualquier tipo de miedo al fracaso. Echando cuentas, por así decirlo, me he dado cuenta de que he visitado más lugares, leído más libros, aprendido más palabras, resuelto más ecuaciones, presenciado más espectáculos, hablado con más gente, probado más comidas, hecho el amor más veces, soñado más cosas y experimentado más emociones de las que mucha gente llegará a catar ni aunque viviera quinientas veces la historia de su vida. Hago esta comparación no por presunción, sino a modo de agradecimiento, es decir, para dejar bien claro que creo que se me ha servido -sin merecimiento alguno- un plato de historia de vida mucho más lleno y surtido que el de muchos otros invitados, y como no creo que su vida sea menos que la mía, tampoco creo que la mía vaya a ser más teniendo más de todo eso. 

Ahora me mantiene vivo lo que la vida es, no lo que en la vida se hace, porque sé que hacer ya he hecho más de lo que era necesario hacer, y sé además que no es necesario hacer nada porque la vida -la de verdad, no la de las historias- ya se encarga de que pase todo lo que tiene que pasar. No es que muera porque no muero -todavía no me veo ahí-, pero entiendo que mi papel en esta fiesta es tan secundario que no siento más que gratitud por estar vivo, así que me da igual no estar muerto que estarlo. Nunca un mensaje tan agradecido y positivo fue tan mal entendido, pero bueno, eso es otra de las cosas que pasan en la historia de la vida. A la vida, ni que decir tiene, todo esto le da bastante igual.

domingo, 6 de marzo de 2016

Peregrino de la verdad


¡Celebra los errores, peregrino del saber!
Guías, punteros, puertas, 
gritos de un acierto por socorrer,
llamadas de la verdad, 
la sirena que canta y que nunca está.

Cazador de certezas, 
eterno aprendiz,
abraza tus flaquezas, 
pues ellas son tu adalid.

¡Más temería yo a los aciertos!,
criaderos de dudas, 
padres de los trivios, 
vendedores de horizontes, 
mares movedizos,
chaquetas de lo veraz, 
¡esos sí que no son de fiar! 

Recuerda, peregrino, que no hay verdad, 
sólo pasos erróneos hacia un final 
que es en realidad otro comenzar.