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No tenía fuerzas para rendirme, así que decidí emprender activamente una búsqueda eidética, es decir, de lo esencial. Pensé que el cambio que afrontaba merecía un decorado literario, y de ahí el blog. En él reflejo pensamientos, reflexiones y emociones que he vivido durante mi estancia en Tanzania enseñando inglés y suajili a niños de preescolar en un colegio rural de la organización Born To Learn, en India como profesor de francés para la Professional School of Foreign Languages de la Fundación Vicente Ferrer, y actualmente en Malí cooperando con CONEMUND en proyectos de seguridad alimentaria y equidad de género. Mi objetivo cabe en una palabra: Compartir.

viernes, 15 de septiembre de 2023

Miopía por niveles

 


La magnificación es la técnica de ampliación o aumento del tamaño de una imagen. Es interesante comprobar los diferentes puntos de vista que se obtienen cuando varían los niveles de magnificación. Podemos mirar algo con el microscopio y verlo de una determinada manera, podemos observarlo a simple vista y apreciarlo de otra manera, o incluso con un telescopio y manifestársenos de otra. Cabe entonces preguntarse: ¿qué nivel de magnificación es el correcto? Obviamente, todos son correctos; simplemente se trata de diferentes enfoques.  

Por ejemplo, podemos mirar la fotografía de un periódico con una lupa, y donde con el ojo desnudo veríamos una cara humana, con la lupa apreciaríamos una profusión de puntos desperdigados sin ningún sentido. Sin embargo a medida que uno se aleja de esos puntos, que se muestran separados y sin conexión aparente de ningún tipo entre ellos, paulatinamente, al ritmo de nuestro alejamiento, se van ordenando y se va distinguiendo un patrón. Finalmente vemos que todos esos puntos individuales tienen en su conjunto un cierto sentido que acaba dando lugar a la cara de la fotografía.

Cuando observamos el flujo de nuestra sangre con un microscopio vemos que hay una guerra terrible en ella; todo tipo de microorganismos están literalmente comiéndose unos a otros. Linfocitos, monocitos macrófagos, virus, hongos, microbios y bacterias, unas malas y otras no tanto, libran una batalla literalmente sangrienta. Viendo esto a través del microscopio no sería raro que sintiéramos la necesidad de decantarnos por alguna de las partes que luchan, estando a favor de unas y en contra de otras, lo cual resultaría fatal y puede que hasta letal porque la salud misma de nuestro organismo depende de la continuidad de esta batalla. En otras palabras, lo que es conflicto en un determinado nivel de magnificación es armonía en otro nivel superior. Podría ser por tanto que nosotros, con todos nuestros problemas, conflictos, neurosis, enfermedades, salvajadas políticas, guerras, torturas y todo lo que acaece en la vida humana, que a un cierto nivel representa un aparentemente insostenible estado de conflicto y violencia, pudiera ser visto desde otra perspectiva más amplia como una situación de armonía.

Algunos seres humanos se han abierto camino a través de esa consideración y se han deslizado dentro de un estado de consciencia desde donde ven la evidente desintegración y desorganización de nuestro día a día como el funcionamiento magnificado de la totalidad, que, a un nivel más alto es completamente armónica y eurítmica.

Quizás también nosotros, quienes en la inmensa mayoría de los casos tenemos una visión miope de nosotros mismos, tengamos un sentido global como lo tienen cada uno de los puntos aparentemente desordenados de la foto del periódico o los sangrientos leucocitos gladiadores y bacterias benefactoras de nuestras venas, aunque esta consideración no es ni mucho menos común en nuestra consciencia ordinaria.

Intentar entender el despliegue del universo y el porqué de todas las cosas de una forma racional sería como intentar entender un cuadro a partir de tocarlo con un dedo y de analizar la pintura que quedara en la punta del dedo. La pintura en nuestro dedo no tiene sentido, no aporta nada, es inservible para inferir de qué va el cuadro en su completitud. Nuestra naturaleza cognoscente nos exige una investigación, pero nuestra capacidad mental nos da una respuesta relativa, vaga, parcial, a la medida precisamente de nuestra pequeñez. Nuestra mente no lo ve, pero está claro que la pintura que ha quedado en nuestro dedo tiene un sentido. Ahora bien, lo tiene y se entiende sólo cuando está en el propio cuadro, formando parte de la totalidad que ayuda a representar. 

Si los dedos de mis manos pudieran pensar e intentaran dar una explicación racional a su existencia, se pasarían toda su vida haciendo lo que hacen ahora, pero además preguntándose por qué. Cogerían, soltarían, acariciarían, contundirían, señalarían, darían el alto y pedirían paso, todo como hasta ahora, pero con la condena de la interrogación en sus acciones.

Probablemente lo primero que se preguntarían sería cómo es Dios, y también probablemente llegarían a la conclusión de que Dios tendría forma de mano, y que el universo es una obra de artesanía de unas manos eternas que tienen infinitos dedos y que son al mismo tiempo puño y palma abierta.

Adorarían al número diez, y considerarían que el sistema métrico decimal es el que rige el funcionamiento del cosmos. No tardarían en plantearse dudas sobre si coger una cosa es bueno o malo, o si soltar otra debe hacerse en un momento o en otro, y se observarían reglas de comportamiento sobre el coger y el dejar de coger, el soltar y el cómo, el acariciar y a qué y cuándo, y el estrecharse y de qué manera. Crearían una religión hecha a mano, redactarían decenas de mandamientos e impondrían leyes de pulgar elevado. Se clasificarían a sí mismos por castas y condenarían al meñique a la más paria de las consideraciones digitales, mientras el pulgar -el rey de lo prensil- se envanecería sobre todos los demás creyéndose señalado por el índice divino. 

Cada dedo se sentiría plenipotenciario, una entidad independiente en sí que no necesita de los demás. Algunos empezarían a preocuparse de tener una uña decente en vez de colaborar en las tareas manuales, y otros –convencidos- afirmarían que las manos no existen. ¿Adónde va un dedo cuando muere? –se preguntarían-. ¿Por qué este yugo para mí? –se quejaría el anular-. ¿Por qué tengo yo que juzgarlo todo? –se lamentaría el índice.

Y así confundidos, pensando por sí mismos, olvidarían su esencial naturaleza: que forman parte de un todo, que son el extremo de una extremidad, que su pensamiento no es la globalidad, y que lo que ellos llaman libertad no es más que la ejecución inconsciente de una necesidad que transciende su entendible verdad. Se habrían olvidado de que no son sujetos agentes sino pacientes.

Al hombre occidental le resulta más fácil manejar el átomo que simplemente considerar la posibilidad de que todo lo que ve es él mismo. En este estado de desequilibrio metafísico selecciona con cobardía y con un criterio filosófica y espiritualmente pueril cuánta experiencia de la que tiene llama yo, limitándose normalmente a su cuerpo y haciendo pequeños viajes a la periferia de su prisión en lo que dice llamar actos voluntarios, a los que por otra parte no puede ni sabe definir con precisión porque no son más que cogitaciones de meñique. 

martes, 21 de marzo de 2023

Cerebro y ciencia

 


Se calcula que se hablan unas cinco mil lenguas en el mundo, pero no creo que todos los epítetos de todas ellas se basten juntos para calificar con justicia los méritos de nuestro cerebro y la maravilla evolutiva que representa este órgano extraordinario constituido por unos cien mil millones de neuronas que, por cierto, puestas en fila india podrían unir la Tierra con la Luna.

Ese órgano merece, pues, todos mis respetos. ¡Faltaría más! Sin embargo, con todas sus virtudes me ha cegado y no me ha dejado ver todo lo que había detrás. Me ha eclipsado, me ha ocultado otra realidad, ha asesinado mi espiritualidad, precisamente porque aunque maravilloso, no es todopoderoso, y algo en él, quizás su instinto o su comprensible necesidad de perpetuación, le ha llevado a escamotear mi esencial naturaleza inmaterial. El cerebro es un intermediario que no crea ideas, sino que las pesca, las roba, las trae de otro lugar y no gusta de contar de dónde para no desintegrarse en su papel secundario.

¿Qué rey se preciaría de decir que no gobierna él sino su mentor? Decir que un cerebro tiene ideas propias es como decir que un pescador crea peces o como decir que dentro de una radio hay enanitos que cantan.

Estamos acostumbrados a considerar que la ciencia es el aval definitivo sobre la veracidad, validez o fiabilidad de algo. «¡Eso no es fiable porque no tiene fundamento científico!», decimos, dando por hecho que no hay necesidad de más historias para descartar el enfoque que se trata, sea el que fuere. Y al revés, «¡No hay duda, está demostrado científicamente!», afirmamos con seguridad para dar el visto bueno a algo, como cuando de pequeños nos decían aquello de ¡porque lo digo yo!, y caso cerrado. Pero yo me pregunto, ¿quién es la ciencia para avalar nada?, ¿por qué tanta suficiencia en la ciencia?

He sido tradicionalmente alguien que pensaba que si algo no tenía una base científica entonces no era digno de ser creído, pero ahora sé —aunque no puedo demostrarlo científicamente— que la ciencia no es más que un pequeñito tentáculo, casi un meñique, de los recursos que tenemos para aprehender las cosas. Es un meñique muy especial, bello y útil, pero limitadísimo. Ahora veo la ciencia como un enjambre de abejas apelotonadas en torno a una botella de cristal cerrada que contiene miel.

Y no andan las limitaciones de la ciencia muy lejos de las del lenguaje y los sentidos mismos. ¿Acaso no es ridículo pretender dar una explicación a todo lo que está pasando con cinco sonidos vocálicos y unas cuantas formas de poner la lengua en la boca haciendo al mismo tiempo vibrar unas cuerdecitas? Y los sentidos… ¿con esas cinco sondas vamos a captar todo lo que ocurre fuera y dentro de nosotros? No tenemos otra cosa, pero es que ni siquiera lo que tenemos es de lo mejorcito. Muchísimos animales están mucho mejor dotados que nosotros sensorialmente y no se dan tanta importancia.

Dejando a un lado las palabras —que son ideas pintadas al carboncillo— y los sentidos —que son besitos en el talón de la realidad—, es que además la ciencia llega tarde, pues lo que nos cuenta la física cuántica, adalid del intelecto humano, ya lo postuló Buda hace 2.600 años sentadico bajo un árbol —sin lápiz, papel ni ecuación alguna— cuando habló de la interdependencia de todo lo que existe, de la impermanencia de las formas y de la vacuidad íntima de la materia y del yo. La física cuántica dice que todo está conectado formando un continuum, que todo está moviéndose y, por tanto, cambiando permanentemente —incluso lo que parece sólido y estático, ya que sus partículas subatómicas están en continuo trajín—, y que en su intimidad la materia es una ilusión de los sentidos, ya que en esencia todo es vacío vibrando. En fin, clavado pero tarde. Me imagino a la espiritualidad diciéndole pacientemente a la ciencia después de unos cuantos siglos esperando: «¿Dónde estabas?, ¿te has perdido?».

Así que ahora, décadas después, le he visto el plumero al cerebro, he detectado su compulsiva necesidad de actividad, su no saber parar, y en ello he reconocido claras sus limitaciones, su debilidad, su finitud, su dependencia, su falaz verdad. Cerebro brillante, órgano único, fenómeno magno, tu atroz dictadura llegó a su final. Cuando te has parado he visto cosas que ni siquiera tú entenderías, y ahora sé hasta dónde no puedes llegar. Volverás a funcionar, pero será siguiendo órdenes, no suplantando mi identidad.

Pensar demasiado, racionalizarlo todo, creer que sabemos lo que algo es porque tenemos un nombre para ello impide escuchar a la Naturaleza, nos desconecta de ella y obtura los conductos de la espontaneidad. De esta manera, lo que uno hace resulta poesía para androides, artificioso, sin magia. Los momentos en que más creativo he sido en mi vida han coincidido precisamente con ocasiones en las que me he abandonado, en las que simplemente me he fundido con lo que tenía que hacer o, mejor dicho, con lo que estaba pasando, y entonces las acciones han salido solas y yo solo he hecho de intermediario.

Esto ha sido, sin duda, un gran descubrimiento. De hecho, ahora, cuando tengo que tomar una decisión importante, lo que hago es precisamente quitarle toda la importancia, desentenderme de los conceptos y fundirme con la situación en sí. Actúo prácticamente sin pensar y el resultado (que curiosamente es lo que menos me preocupa) ha sido siempre óptimo. Así me convierto en taumaturgo a tiempo parcial y mi logro es milagro. Así acierto en todos mis errores.