Mi foto
No tenía fuerzas para rendirme, así que decidí emprender activamente una búsqueda eidética, es decir, de lo esencial. Pensé que el cambio que afrontaba merecía un decorado literario, y de ahí el blog. En él reflejo pensamientos, reflexiones y emociones que he vivido durante mi estancia en Tanzania enseñando inglés y suajili a niños de preescolar en un colegio rural de la organización Born To Learn, en India como profesor de francés para la Professional School of Foreign Languages de la Fundación Vicente Ferrer, y actualmente en Malí cooperando con CONEMUND en proyectos de seguridad alimentaria y equidad de género. Mi objetivo cabe en una palabra: Compartir.

martes, 31 de marzo de 2015

Un ruso, una radiación y una sílaba

Fue allá por 1997 cuando Luis Mercader del Río me dio clase de Comunicaciones por Satélite en la Universidad Pública de Navarra. Por aquel entonces él tenía setenta y cinco años y yo sólo venticuatro. A mí me asombraba cada día que un hombre de su edad tuviera la cabeza suficiente como para domar e hipnotizar con sus charlas a unos doscientos estudiantes de quinto curso de ingeniería de telecomunicaciones. Asociaba su edad a la de un abuelo incapaz de comunicarse, o capaz de hacerlo sólo en el lenguaje de historias caducas de viejo trasnochado, pero su conocimiento era tan asombroso que aquel hombre de cara sonrosada, acento extraño y gafotas de pasta nos cautivaba a todos con sus discursos -que nada tenían que ver con el pasado- y con sus ecuaciones -que aún hoy siguen perteneciendo al futuro-.

Recuerdo muy bien las visitas que le hice a su despacho para preguntarle alguna duda. Me acercaba con mi hermano Rubén, con quien estudié toda la carrera en la misma habitación. Rubén y yo nos conocimos en Pamplona y compartimos durante más de un lustro aquella habitación en la que teníamos dos camas diminutas que sin embargo casi se montaban una encima de la otra debido al poco espacio del que disponíamos. Aparte de las camas, el resto del mobiliario consistía en un espejo que te devolvía una imagen de tu propio pasado, pues así de viejo era su marco, un armario apolillado en el que se mezclaba nuestra ropa con los recuerdos de vidas ajenas que desconocíamos, y una puerta puesta del revés con un par de andamios debajo que nos servía de mesa de estudio. Esa puerta real era también, sin duda, metafórica, pues atravesándola con nuestro constante y casi obsesivo estudio entramos en contacto con ideas y consideraciones que nos dejaron mareados para siempre. Hoy en día pienso que me costaría menos comerme esa puerta a mordiscos antes que volver a estudiar todo lo que estudié sobre ella.

Las visitas que hacíamos a Don Luis tenían un cariz especial. Por una parte queríamos resolver nuestras dudas técnicas, saber el porqué de alguna ecuación, descifrar el significado de algún coeficiente o interpretar correctamente el resultado de algún problema, pero por otra íbamos a sabiendas de que charlaríamos con alguien especial, como quien tiene cita con un prócer. Aparte de las preguntas propias de la asignatura nos gustaba tirarle de la lengua con alguna cuestión más trascendente -casi como niños que en vez de estar sentados en un despacho con un catedrático estuvieran acostados deseando que su sabio abuelo les contara un cuento de buenas noches- y le sacamos inolvidables comentarios, como cuando nos dijo que uno de los animales que más admiraba era el mosquito, porque albergaba en un espacio mínimo un controlador de vuelo extremadamente preciso, o como cuando, con la soberanía de un adivino y la entereza de alguien inmortal, nos dijo que el hombre llegaría a poner su pie en Marte, pero que para entonces él ya estaría podrido. 

Fue profesor durante cuarenta años en la Unión Soviética, donde se exilió tras la guerra civil española. Era un “niño de la guerra” y a aquellas alturas había recibido ya varios premios de investigación, pero lo mucho que sabía era insignificante comparado con la potencia de querer saber que irradiaba. “El ruso” era incansable. Estaba empecinado en aprenderlo todo, y su anciana imagen delante de un ordenador “peleándose” con el Windows -como él mismo nos decía cuando nos recibía en su modesto despacho- suponía para nosotros un anacronismo maravilloso, un estímulo superlativo para el estudio, la confirmación de que querer saber es una actitud ante la vida, no un arrebato pasajero inducido por un picorcillo de la curiosidad. Un año después de darnos clase dejó el mundo de lo tangible y se convirtió en onda electromagnética. No podía haber acabado de otra manera. 

Fue, pues, el ruso, un viejo de setenta y cinco años de curiosidad recién nacida quien me explicó con su correspondiente postre matemático que el bombazo del Big Bang todavía hoy resuena en el universo, y que hay que tenerlo en cuenta para hacer correctamente las mediciones de las comunicaciones por satélite que tanto han cambiado el día a día de nuestras vidas. El eco de aquella explosión aún se escucha (no acústica sino electromagnéticamente): su frecuencia es de 160,2 GHz y su nombre Radiación de Fondo de Microondas. Este descubrimiento, por cierto casual (aunque en esto de los descubrimientos casuales me gusta añadir la apreciación de Picasso, que la inspiración te tiene que pillar trabajando) por parte de Penzias y Wilson les valió el Premio Nobel de Física de 1.978. La existencia de esta radiación es uno de los argumentos que con más solidez avala el modelo cosmológico del Big Bang o de la gran explosión que dio lugar a todo lo que hoy conocemos y desconocemos, y su identificación y medición nos han permitido tener las comodidades comunicativas de las que actualmente disfrutamos y también estimar la edad del universo (unos 13.700 millones de años).

Hay una sílaba en sánscrito, om, que en el hinduismo es considerada como la sílaba sagrada, la combinación de lo físico con lo espiritual, la forma sonora del Atman (alma), la vibración mística primordial o el sonido a través del cual Shiva crea y destruye el universo. A mí se me ocurre llamarlo el ronquido de Dios, el ruido divino o el soplido de la existencia, y me parece que, aparte del punto de vista -científico, religioso o poético- poco hay de diferente entre los 160,2 GHz de la Radiación de Fondo de Microondas que me contó el ruso, el om hinduista de los libros dhármicos o el ronquido divino.

Y en conclusión, asociando todas estas ideas, me sorprende comprobar que mientras en mitad de la plaza mayor del pueblo -a la vista de todos y a la mirada de casi ninguno- la religión y la ciencia hacen el amor y engendran a la poesía, en las tabernas del planeta hombres de poca fe y cerebros de poco alcance aseveran a puñetazos sobre la mesa que la una no tiene nada que ver con la otra y que nunca se entenderán porque son incompatibles. 

-Dedicado al ruso y a Rubén, por razones y emociones obvias-

jueves, 26 de marzo de 2015

Identidad: cualidad de idéntico


Resulta que si en una imaginaria reunión nos juntáramos Jesus de Nazaret, en adelante Jesucristo, Buda Gautama, en adelante Buda, Abu l-Qāsim Muhammad, en adelante simplemente Mahoma, y yo mismo, en adelante yo, podríamos fácilmente ponernos de acuerdo en que de entre todos nosotros el que más conocimientos tiene de telecomunicaciones, de matemáticas para ingeniería y de lengua española soy yo, y con amplia diferencia, porque de estas cosas ellos no tenían literalmente ni idea, por muy ungidos divinamente que estuviesen sus cerebros y por muy transcendentes que fueran sus mensajes. Esto así dicho parece una verdadera tontería -y probablemente lo sea- pero es también una tontería verdadera. 

Descubriríamos también que no hay nada que ellos hayan podido llegar a sentir que no haya sentido o sea capaz de sentir yo, porque a todos nos une nuestra naturaleza humana y porque nuestro origen, sea cual fuere, es común. Nos daríamos cuenta también de que cualquiera de nosotros moriría si le atropellara un tranvía y de que a ninguno le sentaría mal un trago de agua fresca cuando tuviera sez, y resolveríamos así mismo que si bien Jesucristo, Mahoma y Buda mostraron una elegancia divina a la hora de interpretar, ejecutar y transmitir sus ideas sobre el arte de vivir, todos ellos conocieron el desamparo de la existencia, las loas y las censuras, el amor y el desamor, las tormentas y la calma, las puñaladas de las dudas y el mordisco del miedo, y en todo esto -la esencial dualidad de la vida- tampoco se diferenciarían mucho de mí o de cualquiera de nosotros, pues yo en este artículo no soy más que el avatar literario de cualquiera. 

El quid está en qué actitud se adopta ante esas dificultadas, qué interpretación se hace de ellas, cómo se define el camino, y qué concepto se crea de lo que es el éxito y el fracaso: Jesucristo nos dejó el sermón del monte (las maravillosas bienaventuranzas), Mahoma la sura de la vaca y Buda las cuatro nobles verdades, pero ni ellos son más divinos que yo, ni yo más humano que ellos, y esto no es un ejercicio de presunción sino de unificación, que además los tres rubricarían, porque fueron precisamente ellos los que nos enseñaron que todos tenemos algo divino dentro que nos supera a nosotros mismos transcendiendo a un todo que nos iguala.

No hay humanidad sin humanos y tampoco hay humano sin humanidad. Esa es nuestra identidad, la cualidad de lo idéntico. Un hombre grande está capacitado para dar un servicio superior, pero no debe tener un estatus superior, en primer lugar porque él mismo lo rechazaría, y además porque en primera y última instancias todos somos la misma cosa. Todos por des-igual

martes, 24 de marzo de 2015

Aburrida inteligibilidad


Me seduce que la realidad sea ininteligible. Hasta tal punto es así que cuando entiendo algo me acaba pareciendo sospechoso: pienso que si yo lo puedo comprender es que está demasiado simplificado; estoy seguro de que la realidad de ahí afuera es mucho más compleja que mi capacidad de entender complejidades. 

Pensando de esta manera se acaba disfrutando mucho de no entender, precisamente porque lo que no se entiende supone un reto y porque, si se trata de algo científico o filosófico, está fuera de toda sospecha de haber sido demasiado simplificado o adulterado. Es, por tanto, más puro, se encuentra más cerca de su realidad propia, en su hábitat natural, no encerrado en la pequeña y prejuiciosa jaula de mi cerebro. 

Un león desgarrando salvajemente los tejidos de un búfalo en el Serengueti sin que nadie lo vea es más león que uno que esté en un zoo al que se pueda mirar con tanto detenimiento como para poder distinguir en sus ojos las legañas de su propia irrealidad. El león del zoo es visible, escudriñable, grabable, estudiable, entendible… pero falso. El otro, el libre, no se ve, está fuera de nuestro alcance, quizás incluso pueda estar cazando ahora mismo sin que lo sepamos, pero es el león real, el de verdad. El Serengueti es la realidad, el zoo es mi cerebro. 

Cuando no entiendo algo siento que de verdad estoy tocando su áspera realidad, siento que estoy engrandeciéndome, transcendiendo mi propia capacidad. Me imagino entonces que soy la garra ensangrentada de un león que caza salvaje y libremente más allá de la cordillera de mis entendederas. Entender no me vale de nada, precisamente por eso, porque ya lo he entendido. Lo inteligible aburre. 

Esta forma de pensar y sentir se llama “aprehensión de la realidad a través del desentendimiento”, y ya que me acabo de inventar el nombre, voy a inventarme también la definición: se trata de una corriente intelectual que se apoya en la ignorancia como combustible de una ignición cognitiva, y tiene también una variante actitudinal que sirve para demostrarle a las dificultades que cuanto más irresolubles se presentan, más atractivas resultan. Es cianuro contra el miedo, y si nos educamos convenientemente podemos conseguir que lo genere el propio cuerpo, gratis. 

Las dificultades en la vida no vienen para destruirte sino para mostrarte tu potencial escondido y tu poder. Demuestra a las dificultades que tú también eres difícil.

-A.P.J. Abdul Kalam (Ingeniero Aeroespacial y ex presidente de la India)-

domingo, 22 de marzo de 2015

El secreto es uno


No es por casualidad que el verbo aprender tenga la acepción tanto de adquirir el conocimiento como de transmitirlo. Es cierto que la segunda acepción es antigua y poco utilizada coloquialmente en castellano, pero existir existe, al menos según la RAE, así que quien dice “yo aprendo” está diciendo “yo adquiero el conocimiento” o también, según el contexto y la situación, “yo enseño el conocimiento”. Esta utilización del verbo aprender como entrada y salida del conocimiento es, por ejemplo, más habitual en francés, lengua en la que con normalidad se dice “j´apprends” para significar indistintamente “yo aprendo” y “yo enseño”. La idea resulta incluso graciosa en suajili, idioma en el que esencialmente tampoco hay diferencia entre enseñar y aprender: enseñar se dice kufundisha, y aprender kujifunza, que traducido literamente sería algo así como enseñar hacia uno mismo. Bonito, ¿que no?

Digo que no es por casualidad que aprender tenga ambas acepciones porque no creo que sea muy lógico eso de aprender si no es para luego enseñárselo a alguien, de la misma manera que no tiene mucho sentido existir si no es para relacionarse, o tener la innata capacidad del lenguaje si no es para comunicarse, o hasta vivir si no es para compartir. El concepto de secreto es en mi opinión uno de los más antinaturales que sin embargo con más naturalidad manejamos, una forma de arrastrar por los pelos a la verdad para confinarla en una celda que abrimos y cerramos a nuestro antojo, como si se pudiera poner un candado a las nubes para que no lloviera, o como si fuera plausible que una mano se guardara un aplauso para sentirse más mano que su hermana. 

Tan liberador es el saber como limitante es el no saber, y esto bien lo saben los que gustan de ver el mundo como una amalgama de diferentes y no como un gran plasma de iguales. Apreciar la diferencia, experimentar la variedad, distinguir las esencias y detectar los matices es un ejercicio intelectual noble y elevado, pero no es el más alto. Por encima de él está el de ver sólo uno en la variedad, percibir la unicidad en la diferencia, mojarse con la tierra y caminar sobre el mar, concluir que el único número que existe es el uno, y "clariver" que todo lo demás son sueños matemáticos que se deslizan sobre el todo como una gota sobre una hoja, un soplido sobre una espalda, una caricia sobre un párpado o una idea sobre una esfera. Cuando se ve el uno desaparecen las jerarquías, los antes y los después, los enemigos, los porqués, las dudas y también las soluciones, porque así mismo se desvanecen las preguntas. 

El camino que lleva al uno -no al primero, sino al único- no está señalado con carteles al uso. Se llega a él a través de un bosque en el que todas las indicaciones apuntan hacia abajo, o sea, hacia dentro, y para emprender este viaje no basta con partir, hay que huir. Los que gustan de ver el mundo como una amalgama de desiguales bien lo desconocen, porque sus ganas de jerarquizar para dominar hacen que olviden el secreto que debería serlo con chirimías: que todas las sumas por hacer están hechas ya, que las matemáticas son pasado, que clasificar es un verbo que ha sido desclasificado, que los puntos de vista son en realidad vistas de un punto y que todo esto está para ser aprendido, o enseñado; lo mismo da porque lo mismo es.  


*Nota: el verbo "clariver" no está en la RAE, pero debería.

sábado, 21 de marzo de 2015

Una frase

Una frase, una sola, me manda hacer mi interna e imaginaria Violante para emular la prosa proustiana que en oraciones interminables abunda, tanto explicativas como especificativas, adversativas, copulativas, concesivas y hasta inventivas, en atención a lo cual me lanzo buscando desde las alturas de la nada estrellarme en un punto final que ponga broche a un viaje de sintaxis loca y semántica de generación espontánea que al estilo de Lope con su autoexplicativo soneto encuentre paradigma en este conato retorcido y esperpéntico de coordinación gramatical múltiple con presencia de casi todo y de casi nada ausencia, incluyendo, por supuesto, yuxtaposiciones, y causativas y caprichosas copulativas, y por los pelos traída una concesiva, aunque no se aconseje ni se exija, sólo por dar lustre a mi funambulista causa, que busca gestarse y autoparirse como vástago espurio de las letras juguetonas y hermafroditas, que, al uso existencialista, presuponen la esencia como secundaria, o, por decirlo de manera debidamente contextualizada en el proyecto que me ocupa, subordinada en su rol a su propia existencia, principal y primigenia a la hora de determinar su porqué, originado en este caso en una suerte de juego de apnea sintáctica que ansía empero el punto y final que dé respiro a la ya casi exhausta palabrería que a estas alturas de la oración tiene más visos de idiotismo, si es que no lo es ya, que de responder a una verdadera necesidad de continuación de locuacidad, enemiga mortal de la elocuencia, mendicante por piedad de un remate en buena lógica deseado, porque larga la frase es, e inflada va, y porque estoy desde que empecé sin respirar soñando con ese punto y ese final que... ¡ea!, aquí están ya.
¡Frasecitas a mí, a mí frasecitas, Violante imaginaria, como esta, tan larga, por favor no me pidas más! 

jueves, 19 de marzo de 2015

Delirios de alcantarilla


Como la rueda que gira tan rápido que parece que no se mueve, así son las mentes de muchas personas, que pasan por torpes en algunas tareas, precisamente porque están en otras más elevadas. No es raro que los filósofos caigan por los agujeros de las alcantarillas por estar mirando al cielo intentando entender qué significa eso de que la luz que se ve de una estrella es el pasado de dicha estrella. ¿Cómo va a ser su pasado si la estoy viendo ahora?

-¿Es la luz el porteador del tiempo?- se preguntaba el pensador, justo antes de abocinar y perder los dientes contra el suelo. Excelsas reflexiones suelen ir acompañadas de ruines aterrizajes, y es que además, si se vuela alto o si se bucea profundo, no sobran los acompañantes pero abundan los vituperios. La gaviotas inconformistas saben bien que la virtud siempre ha sido más perseguida que alabada, y casi nadie desconoce que sólo la muerte del virtuoso abre de par en par las puertas de las loas, que aparecen como los escorpiones, a la oscuridad de la celosía. ¿Quién va a hablar bien de quién cuando se descubra que también se pueden tener celos de un muerto?

Un prejuicio es un juicio que se ha cagado encima y que encima se queja del mal olor. Las chozas de los pastores pueden albergar eruditos, y los sillones de los académicos pueden acomodar borregos. Buscar dentro de la idea despersonalizándola, desbrozar el bosque de la cantidad y encaminarse por la vía de la calidad son formas de convertir los malolientes prejuicios en juicios de provecho para acercarse a la verdad, esa que a pesar de todo siempre es y no sabe no ser. Esa que no se ensoberbece ni se apesadumbra, y que tampoco se reivindica porque sabe vivir sola. Aborrezco el mundo de las verdades que lo son por repetición. No puede haber nada más falso. ¡Decidid vosotros, demócratas de subsuelo, y haced con mi cuerpo lo que queráis. No me interesa vuestra fiesta de aves subterráneas en la que no se escuchan los susurros!

Estoy ocupado en buscar una ecuación matemática que demuestre que el universo está vivo y que cuando se desgarra sangra luz. Y cada día me dan más miedo las alcantarillas: sólo saben ponerlas en el suelo. 

martes, 17 de marzo de 2015

Bhagavad Gita


El Bhagavad Gita es una obra de setecientos versos originalmente escrita en sánscrito que se estima fue compuesta hace unos tres mil quinientos años. Es uno de los documentos escritos más antiguos que se conoce –al lado del cual la Biblia podría ser considerado casi como un e-book– y forma parte de una obra mayor, el Mahabharata, una epopeya alegórica de la civilización aria, que ocupó la India hace unos cuatro mil años. 

Se trata de uno de los clásicos religiosos más importantes de la historia. Ghandi decía de él que era su diccionario ético al que recurría para solazarse y también para guiarse cuando tenía dudas y dificultades. Yo acabo de descubrirlo y de leerlo, así que por una parte siento la vergüenza torera del ignorante que aprende tarde, pero que al menos aprende, y la menos torera de constatar que haber tenido una asignatura que se llama religión durante varios años me sirvió para santiguarme correctamente. Amén.

Sin embargo, la lectura del Guita me ha reconciliado con el concepto de religión que tan podrido tenía dentro de mí mismo desde la primera vez que tuve complejo de culpabilidad por comerme un delicioso y melifluo postre recién hecho que encontré posado encima de la mesa de mi cuerpo. Esa reconciliación me ha servido, por ejemplo, para sentirme muy atraído por leer la Biblia con la serenidad del que ya apostató y con la madurez del que se acerca de nuevo a ella sin sentirse juzgado. Ahora puedo disfrutar con imparcialidad de los maravillosos mensajes que encierran los libros sagrados. 

Dadas las fechas de su composición, no sería de extrañar que las corrientes éticas que se desarrollaron a continuación en la historia de la humanidad tuvieran en el Guita una ubre de la que mamaran ideas sobre la naturaleza humana y el sentido de la vida, y podría ser que de ahí derivaran las coincidencias tan llamativas en se aprecian en el núcleo de todas las religiones, aunque por otra parte pienso que cuando se trata de asuntos de este calibre es de esperar que las conclusiones a las que se llegue sean siempre parecidas, aunque las sociedades que las provengan estén muy distantes física y culturalmente. Digamos que todos nos perdemos en el mismo sitio. Encontrar, lo que se dice encontrar, sólo encontramos a otros que también se han perdido.

Por el mismo azar ordenado que rige el vuelo de los pájaros en bandada, he leído simultáneamente el Bhagavad Guita y Letters from a Stoic, de Séneca, y debo confesar que, de no ser porque el primero era en verso y el segundo en prosa, en más de una ocasión habría tenido dificultades para distinguir cuándo leía uno y cuándo otro:
- “¡Séneca copió!” -he exclamado varias veces-.
¿Pagará la ética derechos de autor? -me he preguntado otras tantas-.

La acción altruista desinteresada, el desapego de todo lo sensible que alimenta el ego, la no-violencia (el arma de construcción masiva más poderosa de todo el universo), el amor a todos -incluso y principalmente a los enemigos- y la idea de unidad, es decir, la evidencia de que en cada hombre están todos los hombres y que se puede ver a los demás en uno mismo y a uno mismo en los demás, son ideales comunes de purificación y engrandecimiento que constituyen el tapizado ideológico con el que se forran todos los libros sagrados y los grandes tratados de ética. 

Es asombroso que habiendo coincidencias tan poderosas en todas las religiones hayamos sido a lo largo de nuestra triste y repetitiva historia capaces de utilizar las insignificantes diferencias para destrozarnos y despreciarnos tan sanguinaria y despiadadamente. Está claro que hay una neurona oscura que nos guía hacia el desencuentro y que es capaz de hacernos pensar que una sencilla línea recta es un inextricable laberinto. 

De la eterna batalla entre el bien y el mal que se libra dentro de cada uno de nosotros trata el Gita, y a nuestro papel en ella se refiere Krishna -avatar divino- cuando se dirige al guerrero Arjuna diciéndole: "Tómalas como una sola cosa: la victoria y la derrota, la alegría y la tristeza, la ganancia y la pérdida. No te preocupes por ellas. No te rindas a la flaqueza. Sé activo y dinámico y no busques recompensa alguna. ¡Pelea!"

sábado, 7 de marzo de 2015

Cocina casera


Cuando quiero elaborar ideas nuevas sé cómo hacerlo. Tengo un método para ello que se parece mucho a cocinar: preparo los ingredientes, los meto en un caldero, pongo en marcha la cocina, espero, y luego cato y sirvo.

Normalmente lo hago de la siguiente manera: en primer lugar me documento sobre un tema cualquiera, el que se me ocurra al azar o uno que me apetezca por alguna razón en particular. Da igual que sea leyendo un artículo científico, un pasaje de una novela, viendo un vídeo, repasando las notas de mi libreta o intentando entender una poesía que sólo se puede sentir. El caso es adquirir algo nuevo. Luego me quedo un rato pensando reposadamente, no intentando procesar la información sino sólo dejando que mi mente y los conceptos que le acabo de presentar se reconozcan, permitiendo que eso que acabo de aprender se mueva libremente dentro de mí en un estado de consciencia pasiva. A continuación -y esta es la parte más importante- me echo una siesta. 

Lo que supongo que ocurre durante el sueño es que mi cabeza se convierte en una gran marmita en la que se guisan a fuego onírico los últimos conceptos que le acabo de añadir, los que más recientemente han estado en contacto con mi consciencia. La siesta abduce las ideas nuevas aprendidas, se las lleva al mundo de los sueños y allí las viste de imposible posibilidad, las mezcla con otras ideas que se habían quedado pegadas en la olla en ocasiones anteriores, las abofetea retóricamente, las acepta y las descarta, las mete en un volcán y las pasa por la nieve, y al cabo de una hora externa y media eternidad interna me las devuelve gratinadas al dente filosófico con un toque de olvido.

Cuando me despierto, percibo en forma de emoción si el potaje resultante es comestible, y si me gusta su olor me siento a escribir sin miedo al ridículo de la grandilocuencia ni de la simpleza. Después releo, corrijo, transcribo... et voilá

Hay otras formas de cocinar, pero a mí el estofado de siesta me encanta y además todo el mundo puede intentarlo en su casa. El papel en blanco no me intimida si puedo dormirme encima.

jueves, 5 de marzo de 2015

El manuscrito del revés


Quizás la felicidad sea un estado tan difícil de lograr porque no tiene camino directo y porque no se está quieta, o quizás es que no hay que tomar ningún camino y ella es la quietud misma. Interpretamos la felicidad como algo que está escondido y que hay que buscar, y consideramos casi automáticamente que buscar es actuar, moverse uno mismo y remover lo que hay alrededor para identificar y aprehender eso que se persigue. Pero, ¿y si cambiamos el enfoque e interpretamos buscar como algo apaciguado, o sea, como un sosegado esperar encontrar? 

A la hora de plantearnos cómo buscar la felicidad y qué punto de vista tomar, conviene tener en cuenta que nuestra mente está continuamente en movimiento, incluso cuando no necesitamos que actúe. Se va al pasado donde nada puede cambiar, se lanza al futuro donde no hay nada que tocar, juega con la fórmula “si hubiera o hubiese…” fantasea, se ilusiona y crea sin descansar un mundo de ectoplasmas que no existen pero que nos afectan como si existieran. Muchas veces me he preguntado dónde habrá ido a parar la energía que he gastado a lo largo de mi vida en preocuparme de cosas que luego no han ocurrido. Si me la devolvieran toda de golpe creo que podría darme un paseo por la vía láctea haciendo cabriolas de planeta en cometa.

Por otra parte, todas las religiones coinciden en atribuir al ser humano una naturaleza medio animal, medio divina. Cuerpo y alma es la más burda y aceptada de las escisiones que se hacen del hombre. Parece lógico entonces pensar que contactar, ver, sentir, tocar conscientemente nuestra propia alma tenga algo que ver con acercarse a lo divino que hay en nosotros, al todo, a Dios, a la absoluta felicidad. Pero sólo cuando las olas se calman se puede ver el fondo del océano, y por eso la frenética e incesante actividad de nuestra mente nos impide ver nuestra naturaleza divina y pasar de lo individual a lo universal que nos constituye. 

Quizás no hay que buscar nada nuevo, sino que todo está ya ahí. Quizás sólo hay que quitar las nubes para que el sol se manifieste. Quizás sólo hay que girar el manuscrito que sostenemos del revés. Las olas que ciegan el fondo y las nubes que tapan el sol son los pensamientos inútiles, y casi todos ellos llevan la misma vitola: el apego, la adicción, la necesidad. No teniendo apego a las cosas y no esperando premio por el resultado de nuestras acciones evitaremos la frustración que tanto agita nuestro mar y que tantos velos tiende entre lo que somos capaces de ver y nuestro verdadero y esencial ser. No se trata de no disfrutar sino de no depender, es decir, de no pender de nada. Se trata de volar. Es una llamada a la universalización de nuestro verdadero yo, ese ser real que está detrás de nuestras vestimentas de transitoriedad.

El propio cuerpo -ese médium, ese maravilloso continente- tiene grabados en las cortezas de sus árboles, en el lenguaje de los instintos y de la química, curiosos mensajes que hablan del gran secreto: la ecuanimidad, el mar de aceite que no conoce las olas ni la tempestad. Igual por eso -buscando esa paz- lloramos de alegría cuando ésta es extrema, y puede que también por eso las lágrimas emocionales son diferentes de las basales –que lubrican- y de las reflejas –que lavan-. Las lágrimas psíquicas, esas que apaciguan el ánimo incluso cuando el exceso es la risa, son químicamente diferentes porque tienen más leucina encefáliza, un analgésico natural. 

Por supuesto, no seré yo quien se atreva a ser tan rancio como para condenar la risa, pero como creo que mi cuerpo es mucho más listo que yo, he intentado reflexionar sobre qué quiere decirme con esta curiosa y especial composición de las lágrimas de la emotividad con respecto a las de la cebolla o las del simple lubricar: ¿Por qué ese analgésico extra? 

Así que ejerciendo de metafísico-poético exégeta de lágrimas he deducido que quizás la respuesta tenga que ver con que los huracanes de emotividad -da igual hacia donde soplen- provocan mareas en la mente que nos ocultan la desconocida fauna que habita el fondo de nuestro propio piélago personal, ese en el que vive un calamar gigante raramente visto de nombre felicidad. 

martes, 3 de marzo de 2015

La orgía de la materia


A pocos se les escapa que la materia está formada por átomos y que los átomos constan de un núcleo central con electrones girando en torno a él. No es que esto sea exactamente de esta manera, tal y como lo sugieren las palabras; sólo significa que un modelo así descrito y avalado por las matemáticas nos sirve para entender cómo se comporta la materia en determinadas situaciones. La esencial realidad, lo que de verdad es la cosa es en sí -el noúmeno- nos es indigerible; diría que no podemos ni siquiera hincarle el diente. 

Algo perfectamente definido tampoco es lo que la definición dice de ello. Una definición sólo nos señala hacia dónde hay que mirar para ver algo, pero no es lo que vemos cuando miramos hacia donde nos indica. Parece una esquizofrenia conceptual, pero en el fondo es fácil de entender: una definición no es lo que describe; es sólo una descripción de lo que define. Yo creo que está bien claro, ¿no?

Hecha esta salvedad sobre hasta dónde podemos llegar –lo cual vendría a presuponer que el partido del saber está perdido antes de empezar- resulta sin embargo entretenido jugar a comprobar cómo incluso en las afueras del entendimiento, en las favelas del conocer, en la chabola de nuestra menguada capacidad, se apunta una dirección hacia la que mirar para disfrutar de una apasionante fiesta de ideas en torno al alma de la verdad primera de todo lo pensable, y en concreto de la materia.

El cuento de la materia, por supuesto, no termina con el núcleo y los electrones –más bien es ahí donde empieza- porque el núcleo consta de protones y neutrones, y éstos están formados a su vez por otras partículas llamadas quarks. También están apuntados a este festín los los leptones, gluones, fermiones, bossones, hadrones, mesones, bariones, y hasta los antiquarks. Se distinguen unos de otros por su vestimenta, tamaño, capacidad de relacionarse con los demás, por cómo bailan y cantan, qué beben, y hasta por sus ganas de hacer o deshacer cosas, o sea, por su energía y de qué manera la utilizan, con quién la comparten y en qué la transforman. El bacanal cuántico -pues ese apellido toma la fiesta cuando se trata de lo más íntimo del mundo físico- es una epilepsia constante que se mofa de nuestra concepción habitual de las cosas. Izquierda y derecha, arriba y abajo, y hasta estar y no estar son deícticos que quedan desintegrados, de manera que las cosas no están o dejan de estar, sino que pueden estar y no estar al mismo tiempo, y hasta estar en varios lugares a la vez, así que lo más atinado que podemos llegar a saber sobre qué está pasando en la materia es una función de probabilidad, nunca de certeza.

De hecho, si preguntamos al señor electrón qué tal lo está pasando en la fiesta, sabremos que nos escucha pero no nos responderá; y si le preguntamos dónde está, nos desvelará el lugar pero cuando lleguemos él se habrá ido ya. El sardónico electrón se comunica con nosotros a través del principio de incertidumbre, como queriendo bromear con nuestra colapsada inteligencia, tomándonos el pelo, vacilándonos como lo haría un listo faltón con un tontito curioso.

A la vista de estas imposibilidades cognitivas, la reflexión filosóficamente más provechosa radica no en que no haya orden ni concierto o en que la fiesta sea puro disturbio, sino en que la concertación que la rige es un dictado que no está al alcance de nuestras entendederas porque es el mismísimo demiurgo quien habla. Él organiza la orgía, paga las copas, pone la casa y trae a las putas. La fiesta empezó antes de que existiera el tiempo y se celebra justo en la curva de la línea de la vida de la mano de Dios, ese que no juega a los dados... ¿o sí juega?

En los tuétanos de la materia pasa algo ininteligible que controla y explica todo lo que existe. Las cosas son como son, o como nos gusta que sean -entendibles- sólo vistas desde fuera, es decir, desde la miseria de nuestra barraca de periferia, en nuestro mundo de burda lógica de lo visible donde izquierda es eso que hay al otro lado de la mano con la que nos santiguamos y donde arriba es el lugar hacia el que podemos saltar, pero hay en la realidad que nos compone y rodea -señor macroscópico sabelanada- una boda gitana cuántica microscópica de infinitas dimensiones a la que sólo se puede acceder degollando neuronas y con carné de magnicida de prejuicios. Si eres capaz de entrar empezarás a conocer la verdad desconociéndola y pagarás con una resaca sempiterna que dejará tu lógica babeando en un sofá haciéndoselo todo encima. ¿Osas?

lunes, 2 de marzo de 2015

Soneto de la rana de pozo

Ayer escribí unas cuantas rimas locas sacadas de lo más onírico de mi intuición poética y las ordené como me pidió el cuerpo, o más bien como el cuerpo me las despidió. Lo titulé "Rana de pozo"

Hoy, queriendo formalizar la idea, y con el único y noble fin de entretenerme, he adecuado el contenido a las estrofas de una métrica predefinida, y he elegido para ello la del soneto, que consiste en catorce versos endecasílabos, dos cuartetos y dos tercetos, con rima (ABBA:ABBA) (CDE: DCE). 

Esta -para mi escaso ingenio- rigidez estructural del soneto me ha obligado a cambiar de sitio algunas palabras, a omitir otras, a recurrir a vocablos nuevos (creo que algunos traídos por los pelos) y puede incluso que de manera indeseada a limar en exceso el mensaje tan sabio que la inundación del pozo de la rana listonta transmite, pero como es mi primer soneto no le voy a buscar las taras sino todo lo contrario. Que se las busque Violante, si quiere y puede. 

En cualquier caso, tampoco creo que la poesía tenga por qué estar estructurada para ser tal, ni que tenga que decir algo decible, ni que porque lo esté y/o lo diga sea más y/o mejor. Más bien al revés: loada sea la que de manera indecible dice algo inefable.

He aquí, pues, la versión soneto "con carné" de la rana de pozo de ayer: 

La rana de pozo dijo sin dudar:
El mundo es tubular, bien segura estoy.
Por esta gran verdad un anca mía doy.
Esa claridad lo puede demostrar.

Mundo de encaje, yo lo puedo dictar.
Lo creo y lo repito como un choroy.
Estoy yo sola, no necesito acroy.
Sólo respuestas, nada que apelar.

Hasta que la lluvia un día se cansó
y quiso descartar algo tan mendaz
así que el pozo inundó y le hizo ver.  

Rana tonta que jibarizas verdad,
menos mal que la nube alta te ayudó
a entender que tu ciencia era un no poder. 

domingo, 1 de marzo de 2015

Rana de pozo


La rana de pozo dijo sin dudar: 
Yo lo sé, el universo es tubular.
No hay razón para desconfiar, 
la claridad lo puede demostrar.

Mundo liso, encaje caprichoso:
Bueno y bello si cabe en el pozo.
Sin preguntas, ¿para qué pensar?
Sólo respuestas, nada que apelar.

Hasta que un día la lluvia 
al engreído anuro adoctrinó: 
El pozo colmó y a la rana sabia
de su ruin universo arrojó.

La estética se amplió, 
la ética se arrepintió, 
la respuesta se dudó 
y la claridad cegó.  

Rana de pozo de mundo mendaz
que al gusto jibarizas la verdad,
las nubes altas te harán saber
que tu ciencia es un no poder. 

La versión soneto de este texto se puede leer aquí.