Mi foto
No tenía fuerzas para rendirme, así que decidí emprender activamente una búsqueda eidética, es decir, de lo esencial. Pensé que el cambio que afrontaba merecía un decorado literario, y de ahí el blog. En él reflejo pensamientos, reflexiones y emociones que he vivido durante mi estancia en Tanzania enseñando inglés y suajili a niños de preescolar en un colegio rural de la organización Born To Learn, en India como profesor de francés para la Professional School of Foreign Languages de la Fundación Vicente Ferrer, y actualmente en Malí cooperando con CONEMUND en proyectos de seguridad alimentaria y equidad de género. Mi objetivo cabe en una palabra: Compartir.

jueves, 27 de junio de 2013

Todopoderosa red, creo en ti, pero no te idolatro


Hay cosas que no se ven más que cuando uno se fija y compara. Por ejemplo, lo viejo que uno se va haciendo suele notarse cuando se ojea una foto antigua. Vernos en el espejo todos los días nos hace pensar que siempre hemos sido así, o sencillamente hace que no pensemos si en algún momento hemos sido de otra manera. Los cambios graduales paulatinos, pues, pasan inadvertidos hasta que se calibra el grado al que han llegado, pero no mientras van cambiando de grado

(Paradójicamente, lo viejos que nos vemos en el espejo es lo más nuevo de nosotros mismos, así que supongo que esto de la vejez depende de hacia dónde se mire, como casi todo).

Tampoco se suelen notar en el momento presente los cambios que producen novedades que en su día incurrieron en nuestra vida mutándola totalmente y haciendo de ella algo que en poco o nada se parece a lo que había antes de la incursión de esa novedad. Hay novedades que nos hacen vivir de manera totalmente diferente, y lo notamos tanto como nuestro envejecimiento paulatino, es decir, nada, si se nos insufla poco a poco y si no lo comparamos con una vivencia añeja.

De estos cambios creo que en última instancia cualquier vida va surtida, pero especialmente bombardeada está la de los que hemos vivido la última década del siglo pasado y esta primera del actual. Lo de poder hablar con cualquiera con un aparato sin cables desde cualquier sitio es algo que, ya por habitual, ha perdido la vitola de novedoso, pero conviene recordar que, al igual que saber sumar, no viene dado de serie y hay que aprenderlo, o, en este caso, inventarlo. Lo curioso es que el invento viene con premio y nos obliga a reinventarnos a nosotros mismos. 

Hoy en día es posible subir el Kilimanjaro y mandar una foto en tiempo real desde la cima para que alguien al otro lado del mundo se despierte con un politono avisando de nuestra pictórica gesta. Se puede estar en un pueblo perdido de un lugar sin nombre y desde allí buscar los nombres de todos los que saben algo que nadie más sabe. Se puede ver lo nunca visto con sólo mirar una pantalla, y aleteando de clic en clic podemos ir volando adonde nunca hemos estado, y puede que ni estaremos. Nos ha pasado sin darnos cuenta, pero todo esto no es ya una entelequia soñadora de una mente sin fronteras, es real, y está al alcance de cualquiera. Si miramos una foto del siglo pasado veremos cuán novedosa es nuestra existencia actual.

Algo tan poderoso está sujeto a las mismas consideraciones que Dios: es bueno, porque nos lo da todo, pero es malo porque todo se acaba reduciendo a su existencia y puede monopolizar nuestras ideas y vivencias, creando y engrandeciendo unas, y empobreciendo y aniquilando otras.

Creo en la existencia de Internet, pero soy agnóstico en cuanto a su mensaje de salvación. En esto (y en lo otro) cada uno es su propio mesías. 
   

miércoles, 19 de junio de 2013

Mareo temporal



Hace ya casi dos meses que vine aquí y tengo una sensación temporal confusa. Parece que el tiempo se hubiera mareado y está como ausente, y que su consulta no me transmitiera más que sinsentidos. Igual es que vine queriendo olvidar muchas cosas y se ha colado por ahí, escapándose por un deseo a modo de sumidero, haciendo que todo lo que me queda sea difícilmente ubicable temporalmente; o igual es que vine queriendo aprender muchas otras, y la sobredosis de las nuevas y el entretenimiento de su aprendizaje han hecho de alas para que aquél pase volando sobre una densa estela de nuevas experiencias que va dejando como herencia.

Muchas cosas he visto, mucha gente nueva he conocido -algunos de soslayo, y otros muy de cara-, muchas palabras nuevas he aprendido y utilizado, y en muchas situaciones en las que el silencio era mi única arma me he encontrado; muchas veces he esperado sin reloj, simplemente a que pasara lo que estaba esperando que pasara, cuando quisiera pasar; y muchas veces también he hecho cosas que quería hacer, sin pensar en cuánto iba a tardar o en si durante su ejecución dejaría de querer hacerlas, así que con todo eso el tiempo se me ha mareado, y al no tenerlo como referencia he sentido que no sólo no hace falta, sino que es conveniente, para saborear más las circunstancias, considerar que es parte de ellas, no una sustancia numerada que se añade después cuando ya hayan pasado. 

Resulta que ahora, con esta tara temporal, evoco recuerdos sin fecha, y ese archivo al que consulto lo siento como verdaderamente ordenado; antes, más que ordenado estaba simplemente cronometrado. 

Lo que pienso no tiene edad, lo que recuerdo es ahora, lo que deseo empieza ya, y los años que tengo son en realidad los que no tengo, porque ya han pasado, así que tendré que esperar para saber cuántos tengo de verdad. No importa, es sólo cuestión de tiempo; mientras, me entretendré, queriendo olvidar y queriendo aprender, como siempre. 





miércoles, 12 de junio de 2013

Viajeros plastificados



Hay gente que habla varios idiomas y sólo le sirve para decir tonterías de maneras diferentes. Hay estúpidos adulterados por el estudio que resultan mucho más incómodos que un tonto convencional, ya que este último, aunque peligroso por lo imprevisible -ya que de sobra es sabido que la inteligencia tiene límites pero la estupidez no- resulta fácilmente tratable porque su estulticia es una continua llamada de atención a la precaución; pero el tonto metido en un caparazón de cultura de consulta, leída pero no pensada, es lo más fatigante de tratar que uno pueda encontrarse por ahí, por ese "mundo afuera", como dice mi madre. 

Entremezcla sucedáneos de razonamiento erudito con imbecilidades de malcriado que acaban siendo auténticas flatulencias mentales que hacen pensar que la cultura debería racionalizarse, porque en manos de un sandio irreconciliable con la razón acaba siendo un desperdicio. 

Aquí en Moshi la gente se busca la vida de cualquier manera. Y si digo de cualquier manera hay que hacerse una idea literal. Se puede ver por la calle un hombre con unos cuantos chupa-chups clavados en un cartón yendo de un lado a otro, y eso es un kiosco de chupa-chups; ¿qué va a ser si no? Y quien tiene un paquete de tabaco y lo vende cigarrillo a cigarrillo pues tiene un estanco, así de sencillo. Un negocio que funciona muy bien es hacer chanclas con un pequeño arco de la circunferencia de un neumático. Un arco tamaño pie y un par de cuerdas para enganchar, y voilà, unas chanclas. Un transportista es un hombre con un carro atestado de plátanos y una mujer con un cubo en la cabeza es el servicio municipal de agua. 

Hay gente que ve este tipo de cosas y automáticamente juzga si están bien o mal, sin pararse siquiera a pensar por qué son así y no de otra manera. Para algunos los viajes son como el agua en el dorso del pato ("Like water off a duck´s back", como dice el refrán en inglés), es decir, que no permeabilizan. 

Se viaja para aprender que si se hubiera nacido en otro lugar en otras circunstancias uno sería lo que ve que los demás son, y no para aseverar con la gratuidad de alguien que nunca deja de ser un extranjero. Para empezar, lo de estar bien o mal es la más vaga de las consideraciones que se puede hacer, pues esos dos conceptos son, en mi opinión, los más difíciles de determinar, si es que es realmente posible hacerlo, y además juzgar realidades colectivas e históricas en función del entendimiento individual y experiencia particular de cada uno es un error de bulto que nos puede llevar a hacer sentir que somos más listos que un país entero. 

Hay viajeros plastificados que andan por todas partes sin llegar a estar de verdad en ninguna. Dicen que han viajado, visto y vivido sólo porque hacen un par de miles de fotos con las que adulterar alguna sobremesa y juzgan -con la autoridad que les da un billete de avión y la solemnidad del que habla viniendo de lejos- lo que está bien y lo que no, nada menos, como que fueran depositarios de un conocimiento excelso y su papel fuera poner las cosas en su sitio sin hacer ni saber nada, pero hablando de todo lapidariamente como el profesor liendre, que de todo sabe y de nada entiende

Esta entrada va por todos esos, para que se queden en sus casas y viajen por youtube, que van a aprender lo mismo y les va a salir más barato. 

lunes, 10 de junio de 2013

Mamba negra



Hoy he amanecido con una mamba negra. No ha sido su deslizamiento sobre mi cuerpo lo que me ha hecho despertar, sino el balido de una cabra que fuera de la cabaña, atada a una piedra, rezongaba por un pasto escaso y su falta de libertad para buscar otro terreno. El gallo lo había intentado antes, pero se mezcló con mi cansancio y no lo había conseguido. La mamba seguía dormida, y en su sueño africano he descubierto que yo estaba viviendo otro; no uno deseado o buscado, sino sencillamente una experiencia onírica. No estaba dibujada en mi mente realista una pared tan desvencijada, ni un reloj que sobre ella sólo acertara un par de veces al día y sin embargo se mostrase orgulloso con sus agujas doradas, marcando las 10 y 10, con una sonrisa atemporal de ser lo que es aunque no sirviera para lo que debería servir, dejando al libre albedrío de la gravedad un descolgado segundero que parecía también seguir dormido, o algo aún más pacífico. 

La radio, que llevaba sonando como un acusma toda la noche, seguía diciendo cosas ininteligibles en swahili y apagándose tras los balidos de la cabra, que, gregaria también en esto, era acompañada por otra no más libre ni lejana que se unió a mi toma de consciencia matinal. Ahora me rodeaba un decorado inimaginado en el que el reloj presidía, la mosquitera coloreaba, las grietas de la pared y el techo de chapa hacían de mapa de mi ubicación, África, y sobre una mesita - que parecía haber vuelto de un largo viaje por un montón de vidas- el móvil me decía sin agujas lo que el reloj ya se había cansado de hacer hace mucho tiempo. Era una redundancia, pues la luz empezaba a colarse por entre las coloridas cortinas, que parecían un kanga de presumida ventana, y eso sólo podía querer decir que amanecía, y que por tanto eran las 7 para un occidental y la 1 para un tanzano. La proximidad del ecuador de estas tierras hace que el amanecer y el atardecer se produzcan todos los días a la misma hora, las 7 de la mañana y las 7 de la tarde, y los swahilis cuentan las horas en función de la lógica más aplastantemente lúcida: las 7, cuando amanece, son la 1. 

La mamba despertó, siseó los buenos días en swahili y se deslizó por el agujero de la cabaña con un trapío de reptil de sangre caliente que me dejó todo el tiempo del mundo, el que se le había perdido al reloj de pared, para disfrutar de las vistas de interior -tan reales como surrealistas- que ahora describo. 

Al levantarme y lavarme la cara con el sol comprobé que el tiempo se había esparcido por entre los campos de café, las grietas de los ladrillos de adobe y las sonrisas desdentadas de unas mujeres que lavaban la ropa dobladas como alcayatas. El día comenzaba y estaba todo por hacer, pero no había tiempo en el que ubicarlo. Era lunes por la mañana en una Tanzania rural en la que no conseguí escuchar -por más que mi hábito lo evocó- ruidos de motor, pitidos de prisa o desencanto, ni voces sujetando órdenes. Sentí que los relojes que dan la hora son estúpidos, y que la risa del de la pared no era de presunción sino de liberación. 

Sólo el siseo de la mamba negra y su mordisco salvaje me hicieron comprender que había pasado algo que tendría día y hora señalados; entonces sonreí como el reloj, marcando la hora de mi libertad. 





lunes, 3 de junio de 2013

Faena con un escarabajo


Los críos del colegio al que voy a dar clase aquí son especiales con respecto a los españoles a la hora de jugar, no porque se diviertan más o menos, ni porque el juego les sea más ajeno, sino sencillamente porque a unos los juguetes les entran por la chimenea envueltos en papel de regalo, y otros tienen que abrir la puerta para salir a crearlos.

Supongo que es fácil imaginarse que la falta de recursos despabila también el ingenio del ocio, y en esto estarán de acuerdo los que en su día jugaban a las tabas, a la comba, al pañuelo, a la peonza, a las chapas, a los cromos o a cualquier cosa que no hiciera falta conectar a un enchufe para que empezara la fiesta.

Aquí he asistido a apasionantes partidos de fútbol en los que las porterías son una rama quebrada con escuadras astilladas, los jugadores palos hincados en la tierra y el balón un garbanzo al que se chuta tirando el palo hacia atrás y esperando que el garbanzo vuele, vete tú a saber hacia dónde. También he visto piscinas improvisadas por la lluvia en acequias en las que, a modo de sopa de fideos humanos estos intrépidos a la fuerza nadadores se meten dando por hecho que si algo tiene agua y uno cabe -o no-  automáticamente es una piscina, y punto, porque la naturaleza lo dicta así.  

Pero de todo lo visto me quedo con lo que hoy en clase traía uno atado de un hilo. Como de picardía no andan escasos, un tal Clemens, risueño como la risa y listo como el cándido ingenio, andaba bromeando con una compañera voluntaria con el fin de asustarle con un escarabajo. Y lo ha conseguido, porque cuando se lo ha echado en la mano, sin decirle qué era, como si se tratara de un caramelo, ella lo ha cogido, y al verlo lo ha sacudido asustada al descubrir un bicho tan desagradable. “Es de plástico, ¿no?”, me ha preguntado buscando consuelo a su susto, pero enseguida me ha parecido que la pregunta era como cuestionarse si las cocinas de aquí son de vitrocerámica, si la gente que viaja en los contenedores de los camiones tiene ticket, si los baches de la carretera los van a arreglar mañana, o si el Kilimanjaro lo ha puesto ahí el Gobierno de Tanzania. 

Evidentemente era un escarabajo de verdad, y muy colorido, y bonito para el que hasta este punto de sensibilidad pueda llegar. El insecto llevaba una pata atada a un hilo, y la gracia del juguete no está en que con él puedes asustar a cualquiera que tenga asco a estos bichos, sino que cuando lo zarandeas intenta volar y el hilo se yergue y toma vida, literalmente la que invierte su extremo en querer escapar. Al vuelo atrapado de uno le acompaña la risa del otro, y con la suya la mía, y con la nuestra la fiesta del juego.

Supongo que el bicho tendrá algo que decir a todo esto, y no será precisamente la gracia que le hace, pero ya que él no puede hablar, le homenajeo yo desde aquí: ¡Va por el bravo escarabajo, al que sin duda hay que indultar, porque ha hecho una faena de altos vuelos y risas! ¡Y bien podrían ir dos alas y una pata para el torero entomólogo que con tanta naturalidad se divierte y asusta a los blancos fóbicos y prejuiciosos que tienen miedo de un juguete!