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No tenía fuerzas para rendirme, así que decidí emprender activamente una búsqueda eidética, es decir, de lo esencial. Pensé que el cambio que afrontaba merecía un decorado literario, y de ahí el blog. En él reflejo pensamientos, reflexiones y emociones que he vivido durante mi estancia en Tanzania enseñando inglés y suajili a niños de preescolar en un colegio rural de la organización Born To Learn, en India como profesor de francés para la Professional School of Foreign Languages de la Fundación Vicente Ferrer, y actualmente en Malí cooperando con CONEMUND en proyectos de seguridad alimentaria y equidad de género. Mi objetivo cabe en una palabra: Compartir.

jueves, 30 de abril de 2015

Carné de inmortal


Voy a ser sincero conmigo mismo, y con vosotros, inmortales moralizados como yo: los momentos más felices de mi vida  no tienen nada que ver con la materia, ni con la jerarquía, ni con el cuerpo, y ni mucho menos con el dinero. Cuando me paseo por mis recuerdos buscando migas de felicidad me encuentro con escenas sorprendentes que más parecen pertenecer al mundo de lo onírico que del verdadero pasado. Ni siquiera encuentro orgasmos; de hecho, podría tener uno ahora mismo si lo decidiera, pero de eso no vive la felicidad del hombre. El sexo es la más sobrevalorada y traidora de todas nuestras apetencias, porque su tinta es transparente cuando dice “placer” pero indeleble cuando escribe “traición”. El sexo es un espejo convexo en el que las imágenes quedan deformadas, dando una sensación de cercanía que no existe en realidad. Hasta los vampiros se reflejarían en él. 

¿Sexo con amor, me preguntas? Quizás sólo sea sexo con apetencia. Encontrarás respuesta cuando ya no ames a esa persona: ¿qué tipo de amor era ese que no fue eterno? El Amor, el que empieza por “A” mayúscula, se ofende cuando le hablan de duración, igual que se ofendería el Papa si le preguntaran: “¡Santidad!, ¿va a visitar los prostíbulos de la ciudad?" Tanto si dijera sí como si dijera no, habría titular. La duración es capciosa para el Amor de verdad. Será eso, que el amor es eterno mientras dura. 

Lo que normalmente entendemos por amor es un impostor disfrazado de convencionalismo social, una apetencia extrema transitoria o una necesidad de expresión interna a través de alguien externo. En definitiva, un egoísmo arrojado a una cara ajena en forma de beso. “Pareja” –lo llamamos-, como queriendo meter el viento en una jaula. “Te necesito” –decimos-, ¿acaso no es la más egoísta de las frases de amor? Tu sola presencia debería bastarme, y tu ausencia me sería grata si lo fuera para ti. Pero no estamos acostumbrados a este tipo de heroicidades emocionales, precisamente porque nos hemos follado el amor. Lo que nos ha quedado se puede hasta describir, así de pequeño es. El amor, otra flor arrancada de nuestros días.

Lo que me encuentro cuando viajo por mis recuerdos buscando amor es a mi perra, el ser más incondicional que he conocido, el que menos explicaciones me ha pedido y a quien más salvaje y desinhibidamente he besado. ¿Vergüenza?, ¿desubicación?, ¿ilógica?, ¿incorrección?, ¿falta de higiene?, ¿locura?... no, idilio. Mi perra me ha señalado el paraíso del que fui expulsado. 

Cuando más feliz he sido ha sido cuando me he espiritualizado. Cuando me he convertido en opinión y he abrazado otra opinión en el plano de las ideas: eso ha sido felicidad intelectual. Cuando he sentido que alguien sonreía o aligeraba su dolor por mi culpa: eso ha sido felicidad emocional. Cuando me ha dado igual ganar que perder: eso ha sido ecuanimidad, la más exquisita de las poses del ánimo: un funambulista ciego que se pasea sobre un cable tendido entre dos galaxias. 

Cuerpo, te quiero y te respeto, pero no te venero ni te creo; todo lo que me has dado, me lo has cobrado. Mi reino -en el que soy dignísimo sirviente- no es de esta piel. ¡Quiero amar sin sujeto ni objeto, quiero ser Amor! ¡Que me devuelvan mi carné de inmortal! 

martes, 28 de abril de 2015

Playas y almenas


No es que en el universo haya vida, sino que el universo está vivo. Para concluir esto recurro a un razonamiento muy sencillo: yo estoy vivo y soy parte de él, así que él está vivo. Yo no soy verdaderamente yo, sino que soy él a través de mí. Esto quiere decir que no termino donde termina mi cuerpo. Como es lógico, ahí sólo termina mi cuerpo. Decir que yo soy mi cuerpo sería como decir que un río es su orilla, o que el mar es una playa.

Pero entonces, ¿qué soy?, o más bien, ¿qué represento? Soy una expresión transitoria de algo que no lo es. Lo que es eterno debe expresarse, y, aunque parezca paradójico, debe hacerlo a través de algo perecedero. Esta aparente contradicción es en realidad muy fácil de entender: si algo eterno no se manifestara a través de algo transitorio, entonces su eternidad sería inexistente, porque no sería inconmensurable con respecto a nada. Si dos eternidades se encontraran no se podrían reconocer. Las eternidades se comunican mediante transitoriedades a través de las cuales expresan su infinitud. Yo soy una sílaba de esa eternidad, pero no soy una sílaba que pretende pronunciarse, soy una sílaba pronunciada. El misterio de la existencia no está, pues, en interpretarse, sino en sentirse pronunciado. La grandeza del Quijote está en cada una de sus sílabas, y cada una de sus sílabas es a su vez el Quijote en sí. 

En el mundo de hoy en día, reflexiones de este tipo suelen considerarse como frivolidades de un intelecto desocupado, inútiles ascetismos caprichosos, desviaciones de la realidad, paranoias filosóficas… pero en mi opinión lo verdaderamente inútil, paranoico y frívolo son los valores que normalmente se manejan en nuestra sociedad actual. Todo lo que en este espejo cóncavo del "bienestar" hemos creado es ridículo con respecto al extraordinario y maravilloso fenómeno existencial que cada uno de nosotros representa. 

Cada vez me despeinan menos conceptos como el dinero, la fama, el reconocimiento, la seguridad… ¿seguridad?, ¿en qué? La palabra seguridad es sin duda la más metafísica que conozco, y sin embargo nuestra sociedad la ha encapsulado en paquetitos encelofanados y la publicita y mercadea permanentemente. Hacer participaciones de la Catedral de Burgos y venderlas libremente, como quien vende un apartamento en multipropiedad, resultaría menos absurdo que vender seguridad.

Cuando se percibe la caída del párpado universal sobre la propia existencia terrenal y se descubre con clarividencia que esto es sólo un pestañeo de la eternidad, las duras rocas mundanas se convierten en arenosos detritos de pez loro que forman playas al borde de la perpetuidad y a los castillos en el aire se les caen los puentes levadizos y les nace en cada almena una princesa enamorada del mar.

lunes, 27 de abril de 2015

Surcos del azar


Acostumbramos a pensar que echar algo de menos es un síntoma de que nos hemos equivocado de camino, de que no debimos movernos de aquel lugar en el que tan bien estábamos y desde el que ahora nos llegan saetas de melancolía, o de que sencillamente nuestra vida ha empeorado. 

Pensamos que echar de menos es una infidelidad a nuestro presente, un ahora traicionado, como ocurre en las parejas de recién hartados. ¿Echar de menos es malo?, ¿acaso hay honra mayor para un pasado que ser añorado? Si algo no es susceptible de ser echado de menos es que estuvo de más. 

¿Es pena la pena de haber sentido, o es más bien orgullo de haber sido?, ¿qué puede añorar aquel que no tiene un glorioso pasado que evocar? Echar de menos es en realidad el más sobresaliente síntoma de haber vivido de verdad, es el alquímico arte de encapsular la vida en una lágrima que da gusto segregar. Lo único indeseable de echar de menos sería "echar de menos echar algo de menos". 

Pobre pasado, nula existencia, cardiógrafo plano, ¿qué tipo de arado eres que surcos no dejas, conato vital?, ¿es que nada de lo que has vivido añoras, bestia?, ¿a qué llamas tú vivir que nada te duele, piedra?

¡Echa de menos, humano, y llora si quieres, pero celébralo y hazlo para invocar, no para claudicar! “A los surcos del azar llamamos camino”, ¿de la suerte -esa borracha antojadiza- nos vamos a estas alturas a lamentar?

domingo, 26 de abril de 2015

¿Escritor? ¿Para quién?


¿Eres escritor? -me preguntó con curiosidad, como no esperándose un no después de haberme leído-. ¿Soy escritor? -me pregunté, como no creyéndome un sí-. Pero el diccionario me respondió: "Escritor: persona que escribe". Soy, pues, escritor, porque aparte de lo otro, también soy persona. 

- Deberías escribir para más gente. 
- ¿Para más gente? ¿Qué quieres decir?
- Quiero decir que deberías escribir más sencillo, más fácil de leer. Tengo que buscar muchas palabras en el diccionario. 
- Pero yo no escojo las palabras para dar gusto a los lectores, sino para construir un tobogán para las ideas. Si pienso en ellos, me olvidaría en parte de ellas. Soy escritor, no escribiente. 

Y Ortega que escuchaba concluyó: 

"Acostúmbrate, pues, a una audiencia escasa, muchacho. Un escritor logrará saturar la conciencia colectiva en la medida que el público sienta hacia él devoción. En cambio, sería falso decir que un individuo influye en la proporción de su talento o de su laboriosidad. La razón es clara: cuanto más hondo, sabio y agudo sea un escritor, mayor distancia habrá entre sus ideas y las del vulgo, y más difícil su asimilación por el público. Sólo cuando el lector vulgar tiene fe en el escritor y le reconoce una gran superioridad sobre sí mismo, pondrá el esfuerzo necesario para elevarse a su comprensión. En un país donde la masa es incapaz de humildad, entusiasmo y adoración a lo superior se dan todas las probabilidades para que los únicos escritores influyentes sean los más vulgares; es decir, los más fácilmente asimilables; es decir, los más rematadamente imbéciles."

- España invertebrada (José Ortega y Gasset) -

jueves, 23 de abril de 2015

Recuerdo, tentáculo temporal


Recuerdo, tentáculo pegajoso 
de calamar gigante sobre el tiempo. 
Anhelo de eternidad 
de lo que puede que una vez fuese, 
o no… ¿quién lo recuerda?,
¿por qué insistes en llamar?

Partitura borrosa 
de música enterrada, 
falseo de una falsa realidad, 
caña sin anzuelo, 
pez sin boca 
que al ánima se le antoja pescar, 
¿cómo se mide tu verdad, recuerdo, 
si sólo eres copia de una copia 
de una realidad sin compulsar?

Flecha sin punta, brújula sin imán, 
capricho de las neuronas,
dibujo oscuro de un sol 
que sólo sabe atardecer 
al final del mar, 
¿dónde dejaste el disfraz de presente 
que nunca más te has vuelto a enfundar?,
 ¿para qué has vuelto, recuerdo,
si ya no hay casa 
en la que te puedas quedar?

miércoles, 22 de abril de 2015

Disolución por engorde


Eso de que siempre puede haber alguien mejor que tú es cierto. Y lo es por necesidad, ya que lo de ser el mejor va a ratos -como las erecciones- y además caduca -como los yogures-. En un momento de flojera, en uno de mala suerte propia, en uno de buena ajena, o como consecuencia de un accidente del azar, ¡zas!, viene otro y lo hace mejor, lo que fuera que estemos considerando, doquiera que lo estemos contextualizando: en el trabajo, en algún deporte, expresando una idea, seduciendo, manejando una situación determinada… da igual, el caso es que de repente llega otro que nos da una coz y nos tira del pódium. 

¡Qué problemón! ¡A ver qué le decimos ahora al señorito ego que se va a echar a llorar y va a patalear y no va a querer dejar su triciclo a nadie porque es suyo y sólo suyo! Adoctrinados como estamos para ganar –aunque sigue sin quedar muy claro en qué consiste eso de ganar- seguimos siendo autodidactas cuando se trata de interpretar el fracaso –cuya definición es tan recóndita como la del propio éxito, pues se supone que uno es el hueco que deja el otro-. 

Lo que hay que hacer con el señorito ego, dado que no hay forma de echarlo de la fiesta, es engordarlo. Sí, creo que hay que cebarlo, pero no para que reviente, sino para que acabe siendo tan grande que se trague a todos los demás. Tener un ego infinito sería como no tener ego, porque nada nos resultaría ajeno y todo nos dolería como propio. Para disolverlo hay que conseguir que se coma hasta su propia definición. Si lo engullera todo, todo estaría en él y como consecuencia todo sería yo. Matemáticamente: yo más todo sería igual a uno.

¡Es tu punto débil, piedra en el zapato, hipocentro de jerarquías, cancerbero de triciclos! Tanto te odio que te voy a amar para destruirte. Te voy a convertir en un gordinflón adorable: mis ojos van a ser tu estómago.

martes, 21 de abril de 2015

Parking de ideas


Un área dedicada al aparcamiento de coches cumplirá mucho mejor su función si se pintan y numeran las plazas aprovechando de manera coherente el espacio que si no se marca de ninguna manera. Marcando las plazas, por tanto, se maximiza la cantidad de coches que pueden almacenarse y se optimiza su flujo de entrada y salida, su circulación por el parking y su localización. Esto que acabo de reseñar es un buen ejemplo para describir en términos cognitivos lo que ocurre en la mente de un ingeniero: que tiene el cerebro estructurado de manera que las ideas se aparcan, entran, salen y se consultan de manera rápida, ordenada, numerada, localizada y optimizada. El resultado es magno y grato, y la propiocepción de este fenómeno invita a una sensación de plenipotencialidad que se acerca mucho a la presunción. 

Hay pocas cosas que tengan que ver con pensar de las que uno no se sienta capaz cuando tiene el parking así estructurado, y cualquier proyecto racional que se proponga se afronta con una suficiencia y una eficiencia que por lo general igualan o superan a las de los experimentados en la materia de que se trate. Una mente así, por tanto, nunca es nueva en nada, es una especie de "experto a priori" porque con lo nuevo utiliza el mismo método que con lo que ya ha solucionado antes, aunque en principio no tenga nada que ver.

Básicamente, el método en cuestión consiste en la división del gran problema, da igual del tipo que sea, en una suma de pequeños problemillas fácilmente resolubles. El ingeniero convierte el lienzo en un mosaico y opera sobre las teselas del mismo. Luego, tesela a tesela, pieza a pieza, resuelve el mosaico y responde al lienzo original. El ingeniero -como es lógico, por imperativo etimológico- utiliza el ingenio.

Pero resulta que no sólo de aparcar coches vive la mente del hombre, porque hay otra forma de aprovechar el espacio que nada tiene que ver con el orden, la numeración, la optimización y el raciocinio, y que normalmente es desconocida para el que sólo se ha dedicado a gestionar aparcamientos.

En vez de cuidar e idolatrar el vellocino de la lógica cerebral para ordenar ideas en un parking, también se puede jugar a pisar los charcos para salpicar traviesas sonrisas que asusten a los renacuajos, abandonar el cuidado de las aceras para que crezcan tréboles de número primo de hojas que bailen al ritmo de las pinceladas del viento, encestar metáforas en los nidos, hallar la raíz cuadrada de una sonrisa, acariciar tigres de Bengala acostados sobre unos párpados durmientes y navegar ideas adentro sobre una mirada procelosa deseando naufragar… pero todo esto es más cuestión de genio que de ingenio, tiene más que ver con escuchar ríos que con construir canales, y se parece más a desaparcarse a uno mismo que a gestionar de manera óptima unas plazas de garaje. ¡Ojo, pues, ingeniero, no te vaya tanto ingenio a alejar del genio! ¡Desapárcate y pluriempleate!

lunes, 20 de abril de 2015

Vocabulario de ideas


A veces pido a aquellos con los que estoy compartiendo una animada conversación que dibujen un tigre en mi libreta. Quizás sea una influencia heredada del Principito, cuando dice aquello de “dibújame un cordero, dibújame un cordero…” No sé por qué pido un tigre; quizás porque me parece un animal precioso y porque todos sabemos lo que es. Lo hago en primer lugar para reírme, porque la gente en general no tiene ni idea de dibujar y hace unos garabatos impresentables que dan mucha risa. ¡Hay dibujos de tigres de amigos míos que extinguirían la especie si salieran a la luz! Me hace gracia comprobar que todos tenemos una idea muy clara de lo que es un tigre, de sus rayas, sus colores, su preciosa y fiera cara, sus colmillos, su ojos… en fin, de todo él, pero a la hora de dibujarlo el resultado suele ser ridículo o irrisorio. ¡Algunos tengo hasta con las rayas en horizontal! 

En nuestro cerebro la idea de tigre es clara, pero nuestra capacidad de expresarla en un dibujo es deficiente. Me pregunto, al hilo de esto, cuántas ideas claras de conceptos abstractos tendremos en nuestra mente que expresamos inconveniente y puerilmente, no ya con nuestros dibujos, sino con nuestras palabras, reflexiones y actos. ¿Cómo "dibujamos" en nuestra vida, por ejemplo, las ideas de libertad, amor, solidaridad y religión?

Quizás, sepamos muy bien lo que es la libertad, pero nuestra escasez de vivencias libres y nuestra simplificación en las conversaciones nos puede llevar a pensar y decir que es tener un trabajo fijo o una pensión asegurada; eso es libertad vestida de harapos. Quizás sabemos muy bien lo que es el amor, pero al hablar de ello nos liamos y acabamos confundiendo amor con tener una pareja; eso es amor en una probeta. Probablemente no tengamos dudas internas sobre lo que es la solidaridad, pero cuando se trata de actuar solidariamente puede que sólo se nos ocurra dar una propina algún día a algún indigente; eso es altruismo encelofanado. Y quizás también tengamos una querencia natural a la religión, pero en nuestro día a día, o en nuestro domingo a domingo, eso puede acabar simplificado en unos garabatos que forman un borratajo llamado misa; eso es una espiritualidad metálica. 

Quizás sabemos, pero no sabemos expresarlo. Lo malo es que el círculo se cierra de manera que nuestra incapacidad de expresarnos se vuelve sobre nuestras ideas como un bumerán y aniquila la idea original, golpeándola e hiriéndola y, por tanto, deformándonos y deshumanizándonos. Si nos expresamos mal, con palabras y con actos, corromperemos las ideas puras originales que inspiran nuestras pobres palabras y vacuas actitudes. 

De tanto dibujar tigres ridículos en mi libreta puede que un día vea un tigre de verdad y tenga que preguntarme: ¿qué bicho es ese? De tanto tolerar el derecho de pernada del dinero y la vulgaridad sobre las ideas sublimes, puede que algún día seamos incapaces de reconocer a los verdaderos mahatmas de la humanidad (mahatma, del sánscrito “alma grande”, es decir, persona venerable), porque resulta que en realidad nunca habremos hablado de ellos, así que cuando los veamos confundiremos su virtud con una incómoda e ininteligible excentricidad, pasándonos inadvertida su magnificencia. Y todo por falta de vocabulario... de vocabulario de ideas.

domingo, 19 de abril de 2015

Cuerpo y cultivación


Llevar una buena vejez consiste en que a uno le vayan dejando de apetecer de hacer justo las cosas que va dejando de ser capaz de hacer. Pero esto es un proceso complejo que no consiste en plantearse desapetencias puntuales de repente, sino en que el propio cuerpo, o más bien la propia mente, en vista de las posibilidades del cuerpo, nos vaya pasando sibilina y dosificada pero contundentemente las órdenes de olvidar los proyectos que ya nos resultan inviables en términos físicos. Uno no se siente incapaz de hacer algo cuando no quiere hacerlo, sino cuando quiere hacerlo y no puede. Desconectando la apetencia se desconecta también la frustración de la incapacidad. Conviene, pues, cultivar una mente sabia que nos ayude en este proceso, porque una mente estúpida puede torturarnos con crónicas diarias de nuestra involución física pidiéndonos sádicamente un aspecto irrecuperable, un talento incultivable o una destreza inalcanzable. 

Yo, joven todavía para los que me doblan la edad, y maduro para los que me la dividen por dos o más, siento aún la lozanía y el poder de mi cuerpo, la extraordinaria precisión de su funcionamiento, su fuerza, su incorrupta capacidad de desear y satisfacer, y su infinita potencialidad. En nada tiene que trabajar mi mente para adecuarse a sus carencias, porque no las tiene. Siento la juventud en su grado máximo, en su cenit. Pero mi juventud está ya con los brazos en jarras, como quien acaba de llegar a la cima de la montaña, deleitándose con un atardecer inigualable, pletórico, exultante, diríase sin crepúsculo. 

Cada bocanada de aire que doy es capaz de hinchar globos aerostáticos, tumbar zepelines, avivar incendios que se lleven por delante el Amazonas y provocar mareas que conviertan el tiempo en una ciudad fantasma bajo los mares. El poder de mis pulmones -los físicos y los pensantes- es sublime, y precisamente por el premonitorio dictado de esa energía que ahora me inerva sé que probablemente algún día tendré que pelearme con leviatanes para alcanzar una silla, librar batallas infernales para acercarme una cuchara a una boca sin perlas y espirar aire prestado de la providencia para apagar una miserable vela. Pero no seré yo quien sople entonces, sino mi mente. Mi jubilación -la de mi cuerpo- es mi cultivación -la de mi mente-, por eso hoy no me preocupo de sentar la cabeza, sino de llenarla.

Trabajo desde mi cenit para tener un digno descenso al nadir, para que cuando mi cuerpo -ese titán- esté exhausto, pueda disfrutar -en el templo de mi mente, atendido delicadamente por ideas-ninfa- del merecido descanso del gran guerrero que ahora es y que hasta que mis ojos se cierren será. 

viernes, 17 de abril de 2015

Los virtuosos (Nietzsche)


Nietzsche odiaba las ideas "flojas", como por ejemplo la de que el acto virtuoso es el que se hace desinteresadamente, sin buscar recompensa alguna. Al él le parecía una especie de desagradecimiento con la existencia eso de negarse a autoafirmarse en la propia grandeza. Para él alguien magnífico debía mostrar su magnificencia sin complejos ante los demás. Esto supone un punto de vista antagónico con respecto a los principios hinduistas. Supongo que si Ghandi y Nietzsche hubieran compartido sobremesa, la rueca del primero habría hilado lunguis y saris para toda la población india, y el bigote del segundo habría crecido hasta dar la vuelta al mundo unas cuantas veces antes de que ambos hubiesen llegado a un principio de acuerdo sobre sus filosofías, pero a mí eso no me impide disfrutar de las ideas de los dos, y no necesito renegar de la verdad de uno para advertirla también en el otro. 

En mi opinión, si el hombre fuera un árbol, las ideas hinduistas le pedirían que fortaleciera sus raíces y que se hiciera grande hacia dentro, mientras que Nietzsche le pediría que tocara las nubes con sus ramas. Al fin y al cabo, ambos hablan del mismo árbol. 

A continuación, un extracto de Así habló Zaratustra sobre la virtud:

"Los actos virtuosos son semejantes a la estrella que se extingue: su luz continúa siempre en camino y sigue su marcha; ¿y cuándo dejará de hacerlo? También la luz de vuestra virtud sigue su marcha, aunque la obra esté ya realizada. Cuando esté ya muerta y olvidada, los rayos de su luz proseguirán su marcha. ¡Que vuestra virtud sea vuestro sí mismo, y no algo que os sea ajeno, una epidermis, un manto! 

Pero hay también algunos para quienes la virtud es un retorcerse bajo un látigo. Supongo que muchas veces habréis oído sus gritos. Otros se consideran virtuosos porque les da pereza tener vicios. Hay otros que llevan tanto peso que rechinan como carros cuesta abajo, cargados de pedruscos: hablan mucho de dignidad y de virtud, pero es a sus frenos a lo que llaman virtud. Otros son como relojes a los que hay que dar cuerda a diario; producen su tic-tac mecánicamente y pretenden que a ese tic-tac se le llame virtud. Otros se jactan de tener la justicia en el puño, y en su nombre cometen crímenes contra todo lo que les rodea, hasta el punto de que el mundo se ahoga en su injusticia. Me dan náuseas cuando les oigo hablar de “virtud”; y cuando dicen: “soy justo”, suena como si dijeran: “¡estoy vengado!”. 

¡Que en vuestra acción esté vuestro sí mismo, como está la madre en el hijo!"

- Los virtuosos (Así habló Zaratustra). -Friedrich Nietzsche- 

jueves, 16 de abril de 2015

Por sus efectos la conoceréis


"Ausencia de necesidad de obrar". Quizás sea la definición más austera de libertad. Diría incluso que la más escuálida. Si en vez de definición habláramos de identificación, podría decirse que con esa definición tenemos una libertad que sale fea en la foto de su DNI, como pasiva o somnolienta. Se presta, sin duda, a más bellas empresas -literarias, políticas y filosóficas- pero si de definirla se trata, hay que tener en cuenta que un concepto así es imposible de atrapar con palabras. Si se describiera con las matemáticas sería una serie divergente, y si fuera simplemente un número sería al mismo tiempo el cero y el infinito, una superposición de ambos: cero exigencias, infinitas posibilidades. 

Intentar definirla directamente es, por tanto, una temeridad intelectual, así que creo que para saber algo más sobre su naturaleza hay que discurrir un poco sobre cómo afrontar su análisis. Más que intentar atrapar su esencial composición sin atajos, podemos intentar acercarnos a ella dando un rodeo: observando sus efectos 

Cuando escuchamos que se ha descubierto un agujero negro en el espacio no quiere decir que se haya visto directamente ese agujero. Lo que se ha visto son los efectos gravitarorios que provoca sobre lo que tiene cerca, por ejemplo que los astros describan a su alrededor órbitas extrañas, o que la luz se curve en sus proximidades. Se sabe que está ahí por las consecuencias de su presencia, no porque se vea directamente. Otro ejemplo, quizás más sencillo, es el siguiente: si uno quiere saber si una zona es buena para pescar, no mira al agua para ver si hay peces, sino al cielo para ver si hay pájaros. 

Con la libertad pasa algo parecido: no se sabe con precisión lo que es ni se puede definir con exactitud, como los agujeros negros, pero se puede saber si está o no analizando los efectos que provoca a su alrededor. Se comprueba, por ejemplo, que el miedo se acurruca acobardado en las esquinas cuando la libertad está cerca, que el hombre que la posee crece por segundos a los ojos de quien le mira -como ocurre con las pirámides de Egipto o con los metros de caída de las cataratas Victoria de Zambia-, que la ignorancia en su presencia no provoca inseguridad sino curiosidad y señala la senda del aprendizaje -y por tanto del saber- como un perro cazador marca la presa, que las marionetas se menean sin hilos y son ellas las que mueven manos, que los noes se pasean en viceversa -como insinuando que en cualquier momento pueden dejar de serlo- y que los síes guiñan impúdicamente medio desnudos, rendidos de antemano a nuestro deseo, esperando a que les invitemos a algo. La libertad, esa que está libre hasta de sinónimos, no entiende de sí misma, y sólo se expresa con síntomas y por reseñas: razón en portería, el corazón del hombre libre. 

martes, 14 de abril de 2015

Consultorio de élite


- Soy celoso, ¿qué puedo hacer? 

Pues depende: si te gusta ser celoso, intenta serlo más; si no te gusta, intenta dejar de serlo. Todos tenemos celos porque todos tenemos ego. La diferencia entre el celoso y el no celoso no es que el primero tenga celos y el segundo no, sino que el primero convive con sus celos en un espacio pequeño y resulta, por tanto, más probable que se encuentre con ellos, mientras que el no celoso vive en una enorme mansión, tan grande que es muy difícil que se tope con sus propios celos. La amplitud del espacio en el que se convive con los celos depende de la apertura mental y de la capacidad de disolver el ego de cada uno. Si quieres ampliar ese espacio, trabaja, echa abajo esos tabiques que hay dentro de ti, quítate importancia, expándete estirando tus ideas, trivializa el sexo, magnifica el amor. Hay un paisaje luminoso al otro lado de la pared de esa lúgubre estancia, y para verlo no hay que extirparse nada, sólo hay que exagerarse.

- No tengo ideas originales, ¿cómo puedo arreglarlo?

Si de verdad crees que esa cándida carencia merece ser considerada un desarreglo y quieres tomarte la pastilla creadora, deberías estar informado de que la originalidad y la creatividad tienen mérito, y eso quiere decir que a veces duelen. Dicho esto, para tener ideas originales puedes hacer lo siguiente: coge un par de pares de extremos, por ejemplo, Dios y la mierda, el abrazo de una madre a su hijo recién nacido y la violación de un bebé, Hitler y Ghandi, una flor y una bala, y mételos en tu mente aislándolos de todo. A continuación, despéjate, pierde el miedo y deja que todos esos conceptos ocupen posiciones libres de toda jerarquía. Cuando todos estén al mismo nivel, liberados de cualquier clasificación de bien y mal, léelos. Verás que la idea resultante es original aunque quizás no puedas digerirla. Pediste originalidad, pero no exigiste belleza.

- Quiero seguir mi instinto, pero no sé si lo tengo.

Desde luego que lo tienes, eso es seguro. Lo que no es tan seguro es que quieras seguirlo, porque puede que cuando te atrevas a escucharlo tengas que tacharte a ti mismo. Tienes dudas sobre si lo tienes o no porque tu razón lo ha esclavizado. Si te fijas bien, te darás cuenta de que está encadenado en un sótano de ti mismo y ya sólo trabaja para ti impidiendo que te cagues encima. Si lo liberaras, te convertirías en un ser extraordinario que miraría con asombro y pavor a todo lo que hoy le da paz a tu tirana razón. Quizás sea mejor que sigas tu instinto racional -ese de plástico- y que te ajustes la corbata, no vaya a ser que tu instinto real -ese rey encadenado- te desnude y cojas frío.

- No sé si estoy haciendo lo correcto, ¿cómo puedo saberlo?

¿Lo correcto para qué? Depende del resultado de tus acciones. Por ejemplo, si lo que pretendes es matar a alguien, entonces si haces algo y después de hacerlo ese alguien está muerto, puedes concluir que lo que hiciste era lo correcto para conseguir ese fin. Por otra parte, si con correcto te refieres a bueno, entonces la respuesta es más fácil: nunca lo sabrás, ni siquiera cuando creas estar seguro de que lo que has hecho es bueno. Esto ocurre porque el bien y el mal no existen. Están más cerca de existir los Reyes Magos y los unicornios que el bien y el mal, y decir que las cosas son buenas o malas es como decir que el tocino que se aplica a la rueda del carruaje es la velocidad misma con la que ese carruaje se mueve. La realidad no entiende de bondad y la velocidad no tiene por qué conocer al tocino. Eso de bueno o malo no es más que una humana escala para medir a palmos un gas.

El hijo de Stalin y la mierda


A continuación, un extracto de la obra de Milan Kundera, "La insoportable levedad del ser", que he leído ávidamente hace unos días. Extraordinaria novela de la que, entre otras muchísimas cosas, me ha llamado la atención este curioso, gracioso, histórico, escatológico y concluyente capítulo: 

"Fue en 1980 cuando pudimos leer por primera vez, en el «Sunday Times», cómo murió Lakov, el hijo de Stalin. Preso en un campo de concentración alemán durante la segunda guerra mundial, compartía su alojamiento con oficiales británicos. Tenían el retrete en común. El hijo de Stalin lo dejaba sucio. A los ingleses no les gustaba ver el retrete embadurnado de mierda, aunque fuera mierda del hijo de quien entonces era el hombre más poderoso del mundo. Se lo echaron en cara. Se ofendió. Volvieron a reprochárselo una y otra vez, le obligaron a que limpiase el retrete. Se enfadó, discutió con ellos, se puso a pelear. Finalmente solicitó una audiencia al comandante del campo. Quería que hiciese de juez. Pero aquel engreído alemán se negó a hablar de mierda. El hijo de Stalin fue incapaz de soportar la humillación. Clamando al cielo terribles insultos rusos, echó a correr hacia las alambradas electrificadas que rodeaban el campo. Cayó sobre ellas. Su cuerpo, que ya nunca ensuciaría el retrete de los ingleses, quedó colgando de las alambradas.

El hijo de Stalin no tenía una vida fácil. Su padre lo había concebido con una mujer a la que, después, según todos los indicios, asesinó. El joven Stalin era por tanto hijo de Dios (porque su padre era venerado como un Dios) y, al mismo tiempo, réprobo. La gente lo temía por partida doble: podía hacerles daño con su poder (al fin y al cabo era hijo de Stalin)» y con su favor (el padre podía castigar a sus amigos en lugar de hacerlo con el hijo reprobado).

La reprobación y el privilegio, la felicidad y la infelicidad, nadie sintió de un modo más concreto hasta qué punto estos contrarios son intercambiables y hasta qué punto no hay más que un paso desde un polo de la existencia humana hasta el otro. Nada más empezar la guerra lo capturaron los alemanes, y otros prisioneros, que pertenecían a una nación que siempre le había sido profundamente antipática por su incomprensible introversión, lo acusaron de ser sucio. ¿El, que debía soportar el peso del mayor drama imaginable (ser al mismo tiempo hijo de Dios y ángel reprobado), debía ser ahora sometido a juicio, no por cuestiones elevadas (referidas a Dios y a los ángeles), sino por asuntos de mierda? ¿Está entonces el más elevado drama tan vertiginosamente próximo al más bajo?

¿Vertiginosamente próximo? ¿Es que la proximidad puede producir vértigo? Puede. Cuando el polo norte se aproxima al polo sur hasta llegar a tocarlo, la tierra desaparece y el hombre se encuentra en un vacío que hace que la cabeza le dé vueltas y se sienta atraído por la caída. Si la reprobación y el privilegio son lo mismo, si no hay diferencia entre la elevación y la bajeza, si el hijo de Dios puede ser juzgado por cuestiones de mierda, la existencia humana pierde sus dimensiones y se vuelve insoportablemente leve. En ese momento el hijo de Stalin echa a correr hacia los alambres electrificados para lanzar sobre ellos su cuerpo como sobre el platillo de una balanza que cuelga lamentablemente en lo alto, elevado por la infinita levedad de un mundo que ha perdido sus dimensiones.

El hijo de Stalin dio su vida por la mierda. Pero morir por la mierda no es una muerte sin sentido. Los alemanes, que sacrificaban su vida para extender el territorio de su imperio hacia oriente, los rusos, que morían para que el poder de su patria llegase más lejos hacia occidente, esos sí, esos morían por una tontería y su muerte carece de sentido y de validez general. Por el contrario, la muerte del hijo de Stalin fue, en medio de la estupidez generalizada de la guerra, la única muerte metafísica."

domingo, 12 de abril de 2015

La princesa-sapo y los cuatro ladrones

La vista molesta, trastorna, deforma, interrumpe, se interpone. Por eso cerramos los ojos cuando escuchamos un suave murmullo, cuando paladeamos un manjar o cuando hacemos el amor. Necesitamos dejar de ver para sentir las caricias del sonido, los aromas de nuestro deleite y la visita a otro cuerpo. Nos cubrimos de ceguera en los momentos culminantes para poder agarrar la realidad sin forma. La imagen es un sucedáneo grosero, una foto de la irrealidad, un engaño mercadeable en el rastrillo de lo mundano, una cobarde mentira de lo sublime que lo sublime no soporta. La vista, la reina de los sentidos, es una impostora, una pricesa-sapo besada por la negación, una ventana con vistas a un muro. Ella es falsa, y su corte de sentidos una horda de barriobajeros ladrones de la verdad. El cuerpo es un sucio almacén de ruines futuros, y cada futuro es sólo un recuerdo aburrido en una sala de espera circular. El tiempo que percibimos es pura vulgaridad. Esto que llamamos vida es en realidad estar muerto, porque la vida de verdad no es una casa pobre con cinco ventanucos que dan a un seco pedregal, sino un soberbio y atemporal Tac Mahal de cristal que flota como un nenúfar en medio del mar. Para vivir hay que insensibilizarse, hay que mudarse al universo de lo no perceptible, hay que dejar de ser, superar las dicotomías de lo comparable, recordar el porvenir y vomitar el sentir. Para vivir de verdad, hay que morir. 

sábado, 11 de abril de 2015

¡Hay que!


Se supone que debería haber estado haciéndolo desde los dieciocho años cada vez que me llamaran a ello, pero no lo he hecho nunca. Esto ha propiciado que me haya encontrado durante toda mi vida de adulto envuelto en conversaciones de diversa índole en las que a menudo me he tenido que tragar variadas y curiosas reprimendas, juicios sumarísimos, opiniones-verdad y penitencias dialécticas por el hecho de no hacer algo que hay que hacer. Eso que no he hecho nunca y que hay que hacer es votar.

Cuando me encuentro en algún foro en el que, por ejemplo, se habla de las siguientes elecciones, de algún partido político, de alguna ideología, de lo zoquete que es o de lo preparado que está algún político en concreto… en fin, cuando surgen conversaciones políticas de andar por casa, aparte de dar mi opinión suelo comentar con toda naturalidad –pues no creo que esto merezca ninguna solemnindad- que no he votado nunca. Y es entonces cuando se rasga de arriba abajo el velo del templo, cuando rompen los truenos, cuando comienza el juicio final. De repente, justo cuando digo que no voto, me convierto -como por arte de intolerancia- en un opinador transparente y en una papelera de regañinas paternalistas. Los comentarios que casi siempre escucho son:  
-¡¿Cómo que no votas?! ¡Hay que votar!
-Si no te convence nadie, vota en blanco, ¡pero vota! ¡Hay que votar!
-No votar es una falta de responsabilidad. ¡Hay que votar!
-¿No eres demócrata?, ¿qué propones entonces? ¡Vamos hombre, hay que votar!

Uno que no falla nunca, que sin duda es sustancioso, puesto que por la contundencia con la que se expresa diríase que encierra la quintaesencia del voto, es el siguente: 
-Pues si no votas, entonces no tienes derecho a quejarte.

Que se parece mucho a este otro, también manido y aún más tajante y excluyente:
-Pues si no has querido votar antes, ¿por qué opinas ahora?

Lo interesante de todo esto no es por qué yo no voto -y sé que no resulta interesante porque ninguno de los que me adoctrina con este tipo de comentarios me lo pregunta-. Lo llamativo, al menos desde mi punto de vista, es que cuando uno dice que no vota se convierte de improviso en un paria dentro de la conversación, en un don nadie o don indeseable, en alguien cuyas ideas -por brillantes y elocuentes que fueran (si lo fuesen)- ya no merecen tenerse en cuenta, en un inmaduro social, en una especie de desagradecido con la vida. ¡Y todo por no votar!

¿Qué fibra fundamentalista toca en la mente de la mayoría de la gente esto de que alguien decida no votar? Me pregunto si sería posible cultivar la misma intransigencia para otros asuntos como por ejemplo no leer, no viajar, no ayudar, no escuchar, no tolerar, no comprender… 

Creo que tiene sentido decirle a alguien que es un irresponsable cuando no ayuda, pero no cuando no vota; y pienso que es justo pedir que no se queje al que no aporta nada a la sociedad y sólo parasita por gusto; y hasta negar ciertos derechos al que por pura vagancia no colabora en nada me parece razonable, pero… ¿condenar al que no vota a no poder quejarse? ¡A no poder quejarse! ¡A ver si es que ahora, sólo por no votar, voy a tener que pedir permiso por escrito (¿al gobierno?) para poder llorar las miserias de la política de nuestros días! ¿Por qué ese radical desate de la censura y el ninguneo? ¿No es acaso lo importante mostrar una actitud individual continua que fomente una verdadera aptitud comunitaria? ¿No es más provechoso regar diaria y discretamente una planta antes que echarle sólo un ostentoso y sonoro chorrete disuelto en engañifa cada cuatro años? ¿Por qué nos creemos con tanta facilidad la impostura de estas olimpiadas de la mentira y defenestramos al que, quizás sencillamente por higiene, prefiere no jugar? ¿Es que resulta éticamente inadmisible descojonarse por dentro cuando se escucha eso de "la fiesta de la democracia"?

Por cierto, explicaré por qué no voto, aunque a nadie de los que me desautoriza parece interesarle, puesto que, como he dicho, censuran pero no preguntan. Es muy sencillo: no voto porque no me da la gana. Y hay muchas cosas que me quitan las ganas, pero eso es ya otra historia, tan personal como el voto mismo. 

jueves, 9 de abril de 2015

Pensamienticos

-Había que ver las risotadas de las lenguas 
cuando escucharon a la cuchara hablar de sabores-

-Los sentidos, esos alborotadores-

-Placeres mundanos, sed serios, no me pidáis eternidad-

-Aquí huele a rancio… como a incondicionalidad-

-Camino recto, no me fío de ti. No llevas donde yo quiero ir-

-Valiente de auditorio, ¡enhorabuena! ¿Y en soledad qué?-

-Éxito, del latín exĭtus, salida. A ti te pregunto: 
¿Y si lo que quiero es entrar?, ¿es que no me vas a hablar?-

martes, 7 de abril de 2015

Creo


De un tiempo acá, como consecuencia de mis arrastradas inquietudes, de mis apasionadas lecturas y del mucho tiempo que dedico a darle vueltas y volteretas a esto del vivir y todo lo contrario, creo haberme convencido –es decir, que siento que estoy a punto de convencerme- sin la susceptibilidad del que necesita algo, sino libremente, de que esto que llamamos vida no es sino un estado pasajero que sí transciende a otro estado cuando nos morimos y que, aunque evidentemente ese nuevo estatus no es comparable al que tenemos mientras vivimos, ser es.

Para llegar a esta conclusión no hace falta pensar demasiado. De hecho, pensar es un retardante. Se llega antes si no se piensa nada porque hay en el mercadillo de lo ignoto mucho sabihondo, y en esto de las explicaciones trascendentales sobre la vida y su amiga inseparable el mercado está colmado de explicaciones precocinadas que alimentan satisfactoriamente y con rapidez a los que no son muy exigentes con su dieta intelectual. Estas revelaciones se sirven con digestivos de inteligibilidad de manera que cualquiera, aficionado a pensar o no, pueda creer sin necesidad de entender ni preguntarse nada. Pero no es lo mismo llegar a la cumbre de una montaña en helicóptero que después de una abnegada escalada.

A mí en este sentido la comida precocinada me sienta mal. Mi cerebro se atraganta y mi mente vomita, pero por fin he conseguido aderezar mis preguntas para preparar un bálsamo potable que le aproveche a mi intimidad. Siento la religión como algo perteneciente a una zona reservada dentro de mí, como una introspección que apunta hacia dentro para irradiar hacia fuera, como una sumisión a todo en general y a nadie en concreto. Y siento claramente su lógica como siento y entiendo que la gravedad es un abrazo de la materia o que un imán es una piedra que besa.

No sé qué parte de mí han tocado las lecturas, mis experiencias o mis pensamientos, mis virtudes o mis carencias, mis satisfacciones o mis necesidades, pero con alguna tecla clarividente me he debido tropezar en mis paseos de ciego dentro de mí mismo ya que de repente, como un San Pablo que se cae sus galopantes ideas, creo que creo.

Y repito y subrayo que sin necesidad, condicionante ni emotividad exacerbada, porque hasta ahora no he perdido a un ser querido ni me ha sobrevenido ninguna desgracia arrolladora que me haya hecho flaquear para venderme barato. No me mueve ninguna necesidad inmediata e innegociable de creer en algo. Ha sido el propio entendimiento el que ha tocado hueso, como Truman en su Show cuando llegó al final del decorado de su falseada vida y entendió entonces que sin duda había algo más allá. Es apasionante, por fin, llegar al principio. 

No temo a lo necesario, y pienso que morirse –el gran punto de inflexión de nuestra existencia del que nacen todas las religiones- es en realidad un regalo para viajar por el universo -por los prados de lo no pensable- para luego volver, como vuelve la nieve a la montaña, vestida de hermosos fractales que nadie sabe dónde ni cómo ha podido tejer. De alguna manera se me ha cerrado la herida de la existencia, y aunque sigo teniendo dudas, y afortunadamente cada vez más, ahora tengo también claro que esto es parte de un bucle que se cierra, y que al cerrarse recomienza. Lo sé porque mis ideas han criado piel y ahora pueden tocar lo que no ven. 

Por fin disfruto de depender activamente de algo superior, de formar parte de un todo en el que poder guardar mi heroísmo y mis miserias, de rezar admirando y de ofrecer pensando y actuando. Por fin creo que creo. Eso sí, es para consumo propio, no vendo. Hay cosas que tiene que hacer uno mismo y que nadie puede hacer en nuestro lugar, entre otras esta de creer, excelsa y elevada, y esa otra... por todos conocida y necesitada pero menos sublime y más acuclillada.

sábado, 4 de abril de 2015

Ser o dejar de ser


Aquí es donde acaba el río –pió el pajarico-.
Aquí desemboca, y aquí deja de ser.
¿Aquí deja de ser? –dijo el salmón-.
¿No será aquí donde de verdad empieza a ser?
Desde luego, río ya no es –respondió el pajarico-
¿Y quién dijo que ser es ser lo que se es 
y no lo que se tiene que ser?
Ah, no sé, yo sólo sé que río ya no es.
Ahora es mar, pajarico pío-pío –dijo el salmón- 
y eso es lo que de verdad ser es. 
El río es sólo un ser para ser, un pre-ser.
Entonces, ¿qué es ser y qué dejar de ser?
Y la nube que escuchaba, para responder, 
una pregunta comenzó a llover: 
¿Qué más da río que mar que gota al caer,
si se habla de agua, y todo lo mismo es?

jueves, 2 de abril de 2015

Entre crepúsculos


Un día es lo que pasa entre dos crepúsculos, y un crepúsculo es la claridad que precede al día y que sigue al atardecer. Un día es, pues, algo que ocurre entre paréntesis. Podría decirse en términos gramaticales que es una frase aclaratoria entre claridades crepusculares. Es algo que a todos se presenta por igual pero a cada uno afecta de manera diferente. El Sol no se pregunta quién le espera ni quién le desea ver, ni se preocupa de a quién ilumina o a quién quema. Simplemente se asoma al balcón porque es lo que cree que tiene que hacer, observa, pestañea a través de las nubes y se retira a meditar. 

Yo creo que es la figura más fácil de deificar que existe. Quizás también el agua, pero este elemento es más tangible, “más humano”, más cercano. Sin embargo el Sol es “más divino”, sensible por sus efectos pero intocable en su esencia, inalcanzable, eterno e innegociable. El Sol no es bueno ni malo, simplemente es. Su naturaleza transciende nuestra maniquea interpretación de la realidad.

Y aún así, a pesar de tanta grandeza, en términos objetivos es sólo una estrella, y, a tenor de lo que nos dice la ciencia, una estrella común. No especialmente brillante, ni grande, ni potente, ni sabia por vieja, y ni mucho menos eterna, porque llegará un día en que se apagará. Cualquier estrella puede ser como el Sol. No es más que un alma vulgar que se ha divinizado por su actitud impertérrita ante los efectos que provoca y que se ha hecho eterna porque no teme morir. 

No tiene celos de nada, está siempre satisfecho, libre del dolor, de la exultación, del miedo y de la depresión, renuncia a los frutos de sus efectos, trata por igual a buenos y malos, no se engríe con las alabanzas ni se apesadumbra con las censuras, y no se ensoberbece con las loas ni se entristece con los vituperios. 

Siendo prácticamente nada, una estrella vulgar, el Sol lo es todo. Por eso constituye una guía para la iluminación humana, una imperfección a seguir, una escalera actitudinal hacia el verdadero yo. Una aclaración diaria entre paréntesis crepusculares: La eternidad es una actitud, no una infinita durabilidad.