Sin que yo mismo lo supiera o lo previera, aunque quizás sí
deseándolo inconscientemente, me he visto siempre atraído por la docencia. Puede que más por el uso de la palabra que por la docencia en sí, aunque pocas
posibilidades hay de no ejercer como docente cuando uno hace uso de aquella: para bien, por
elocuencia; para mal, por falta de ella; o para aburrir, por abuso locuaz o torpe de la
misma.
En cualquier caso, la palabra ha sido un vehículo que desde que conozco he pilotado con más o menos pericia pero sobre todo con mucho apego. Y de ahí a la
docencia, como digo, no hay mucho. Diría que sólo un cambio de marcha, aquel
que permite sistematizar lo que uno dice para formar un discurso que huela a
lección de algo.
Tengo un cofre dorado en mi mente en el que guardo el recuerdo de algunos profesores
del colegio, el instituto y la universidad por los que siento una admiración que para
algunos de ellos es ya póstuma. Dentro de ese cofre hay frases y conceptos que me
enseñaron de una manera que hoy siento tan evocadora que parecen un olor, y
tengo también en la memoria ideas que me regalaron que aún hoy en día utilizo y parafraseo incluso en conversaciones coloquiales habituales.
Creo que el docente es un
artista, un funambulista que se pasea por la más noble rama intelectual del
verbo compartir: la compartición del conocimiento. Además, no sólo para
transmitirlo sino también y sobre todo para inocular el veneno de la duda, el más poderoso machete
para desbrozar de prejuicios y medias verdades el cerebro de los estudiantes,
estudien lo que estudiaren y tengan la edad que tuvieren.
Aparte de esta entretenidísima actividad, que ya por
ser así considerada a mí me es enormemente grata, hay otras variables también
muy interesantes que antes de ejercer esta improvisada profesión desconocía. Entre ellas y sobre casi todas ellas está el bagaje que uno se lleva de sus alumnos. Los críos de África
convirtieron mi mente en una fiesta de pompas de jabón exigiéndome lo máximo
para enseñar lo mínimo: a leer, escribir, sumar y restar; y los chavales indios a los que ahora tengo
el privilegio de enseñar francés me están haciendo sentir la parte adulta más
emotiva del maravilloso ejercicio de la enseñanza. Son jóvenes pobres de las castas más bajas que de otra
manera no tendrían la oportunidad de estudiar y que aprenden un idioma
extranjero con la esperanza de ser contratados por alguna multinacional que les pague un sueldo digno con el que poder mantener a sus familias, normalmente numerosas.
La atención que me prestan, su actitud, y la viveza de sus preguntas y miradas me hacen sentir a veces que estuviera dando clase a un grupo de ardillas.
Calculo que la densidad emotiva de este proyecto es tan grande como la de la materia de un agujero negro, y la deferencia, agradecimiento y respeto que ellos me muestran -aun siendo enormes- son en realidad minúsculos comparados con la explosión de orgullo no presuntuoso que yo siento al formar parte de algo tan sano y puro como enseñar para formar y sostener.
La atención que me prestan, su actitud, y la viveza de sus preguntas y miradas me hacen sentir a veces que estuviera dando clase a un grupo de ardillas.
Calculo que la densidad emotiva de este proyecto es tan grande como la de la materia de un agujero negro, y la deferencia, agradecimiento y respeto que ellos me muestran -aun siendo enormes- son en realidad minúsculos comparados con la explosión de orgullo no presuntuoso que yo siento al formar parte de algo tan sano y puro como enseñar para formar y sostener.
La docencia es noble, su nobleza es docta, y enseñando es como más se
aprende; lección primera y última. Afirmo y confirmo.
- 5 de febrero de 2015-