Yo viví unos años en un valle labrado por un río hecho de
lágrimas de las que sólo se lloran cuando se es muy feliz. Viví allí porque me
enamoré de una preciosa rosa de la ribera, por cuyo amor me convertí en un
gracioso colibrí que adecuó su pico para polinizarla sólo a ella. El paisaje
era tan maravilloso, la rosa tan bella, y mi pico tan alambicado que la idea de
irse de allí resultaba tan lejana como imaginarse a la mismísima felicidad
suicidándose. Pero sucedió que un día apareció flotando por el río un objeto
extraño que se acercó hasta la rosa y se quedó enganchado en ella: era un
número.
¿Qué hacía un número allí? ¿Qué sentido tenía eso?
Tras el primero llegó otro, y luego otro, y así una plétora
de ellos que se enganchaban los unos en los otros hasta inundar al propio río,
que acabó secándose para convertirse en una estéril e ilegible ristra numérica.
Cuando el río se secó hubo un corrimiento de cifras que sepultó el valle
completamente y que terminó transformando el paisaje en una llanura elevada donde ya no
había río de lágrimas de las que sólo se lloran cuando se es muy feliz, ni rosa preciosa en la orilla, ni colibrí polinizador; sólo números apelotonados
que no significaban nada pero que lo ocupaban todo.
La rosa murió, y yo también, pero el amor que nos tuvimos
no, y aunque quedó enterrado, no hay avalancha, ni cofre, ni cifra alguna -aunque se mida en siglos- que pueda aniquilar lo que un día allí hubo, porque
el amor es radiactivo, y atraviesa la materia, y se ríe del tiempo, y
convertirá los números en un denso manto de tréboles de ocho y nueve hojas
sobre el que mi alma y la de la rosa se podrán tumbar para admirar lo bello que es el cielo lleno
de estrellas -a las que nunca podremos numerar- y para pensar en cuánto se
parecen los valles a los agujeros cuando se observan desde arriba.