Se calcula que se hablan unas cinco mil lenguas en el mundo,
pero no creo que todos los epítetos de todas ellas se basten juntos para
calificar con justicia los méritos de nuestro cerebro y la maravilla evolutiva
que representa este órgano extraordinario constituido por unos cien mil
millones de neuronas que, por cierto, puestas en fila india podrían unir la
Tierra con la Luna.
Ese órgano merece, pues, todos mis respetos. ¡Faltaría más!
Sin embargo, con todas sus virtudes me ha cegado y no me ha dejado ver todo lo
que había detrás. Me ha eclipsado, me ha ocultado otra realidad, ha asesinado
mi espiritualidad, precisamente porque aunque maravilloso, no es todopoderoso,
y algo en él, quizás su instinto o su comprensible necesidad de perpetuación,
le ha llevado a escamotear mi esencial naturaleza inmaterial. El cerebro es un
intermediario que no crea ideas, sino que las pesca, las roba, las trae de otro
lugar y no gusta de contar de dónde para no desintegrarse en su papel
secundario.
¿Qué rey se preciaría de decir que no gobierna él sino su
mentor? Decir que un cerebro tiene ideas propias es como decir que un
pescador crea peces o como decir que dentro de una radio hay enanitos que
cantan.
Estamos acostumbrados a considerar que la ciencia es el aval
definitivo sobre la veracidad, validez o fiabilidad de algo. «¡Eso no es fiable
porque no tiene fundamento científico!», decimos, dando por hecho que no hay
necesidad de más historias para descartar el enfoque que se trata, sea el que
fuere. Y al revés, «¡No hay duda, está demostrado científicamente!», afirmamos
con seguridad para dar el visto bueno a algo, como cuando de pequeños nos
decían aquello de ¡porque lo digo yo!, y caso cerrado. Pero yo me
pregunto, ¿quién es la ciencia para avalar nada?, ¿por qué tanta
suficiencia en la ciencia?
He sido tradicionalmente alguien que pensaba que si algo no
tenía una base científica entonces no era digno de ser creído, pero ahora sé
—aunque no puedo demostrarlo científicamente— que la ciencia no es más que un
pequeñito tentáculo, casi un meñique, de los recursos que tenemos para
aprehender las cosas. Es un meñique muy especial, bello y útil, pero
limitadísimo. Ahora veo la ciencia como un enjambre de abejas
apelotonadas en torno a una botella de cristal cerrada que contiene miel.
Y no andan las limitaciones de la ciencia muy lejos de las
del lenguaje y los sentidos mismos. ¿Acaso no es ridículo pretender dar
una explicación a todo lo que está pasando con cinco sonidos vocálicos y unas
cuantas formas de poner la lengua en la boca haciendo al mismo tiempo vibrar
unas cuerdecitas? Y los sentidos… ¿con esas cinco sondas vamos a
captar todo lo que ocurre fuera y dentro de nosotros? No tenemos otra cosa,
pero es que ni siquiera lo que tenemos es de lo mejorcito. Muchísimos animales
están mucho mejor dotados que nosotros sensorialmente y no se dan tanta
importancia.
Dejando a un lado las palabras —que son ideas pintadas al
carboncillo— y los sentidos —que son besitos en el talón de la realidad—, es
que además la ciencia llega tarde, pues lo que nos cuenta la física cuántica,
adalid del intelecto humano, ya lo postuló Buda hace 2.600 años sentadico bajo
un árbol —sin lápiz, papel ni ecuación alguna— cuando habló de la
interdependencia de todo lo que existe, de la impermanencia de las formas y de
la vacuidad íntima de la materia y del yo. La física cuántica dice que todo
está conectado formando un continuum, que todo está moviéndose y,
por tanto, cambiando permanentemente —incluso lo que parece sólido y estático,
ya que sus partículas subatómicas están en continuo trajín—, y que en su
intimidad la materia es una ilusión de los sentidos, ya que en esencia todo es
vacío vibrando. En fin, clavado pero tarde. Me imagino a la espiritualidad
diciéndole pacientemente a la ciencia después de unos cuantos siglos esperando:
«¿Dónde estabas?, ¿te has perdido?».
Así que ahora, décadas después, le he visto el plumero al
cerebro, he detectado su compulsiva necesidad de actividad, su no saber parar,
y en ello he reconocido claras sus limitaciones, su debilidad, su finitud, su
dependencia, su falaz verdad. Cerebro brillante, órgano único, fenómeno magno,
tu atroz dictadura llegó a su final. Cuando te has parado he visto cosas que ni
siquiera tú entenderías, y ahora sé hasta dónde no puedes llegar. Volverás a
funcionar, pero será siguiendo órdenes, no suplantando mi identidad.
Pensar demasiado, racionalizarlo todo, creer que sabemos
lo que algo es porque tenemos un nombre para ello impide escuchar a la
Naturaleza, nos desconecta de ella y obtura los conductos de la espontaneidad.
De esta manera, lo que uno hace resulta poesía para androides,
artificioso, sin magia. Los momentos en que más creativo he sido en mi vida han
coincidido precisamente con ocasiones en las que me he abandonado, en las que
simplemente me he fundido con lo que tenía que hacer o, mejor dicho, con lo que
estaba pasando, y entonces las acciones han salido solas y yo solo he hecho de
intermediario.
Esto ha sido, sin duda, un gran descubrimiento. De hecho,
ahora, cuando tengo que tomar una decisión importante, lo que hago es
precisamente quitarle toda la importancia, desentenderme de los conceptos y
fundirme con la situación en sí. Actúo prácticamente sin pensar y el resultado
(que curiosamente es lo que menos me preocupa) ha sido siempre óptimo. Así
me convierto en taumaturgo a tiempo parcial y mi logro es milagro. Así acierto
en todos mis errores.
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