Lewis
Carroll es conocido sobre todo por ser el autor de la novela Alicia
en el país de las maravillas. Además, también escribió un
libro titulado A través del espejo, en el que la
protagonista es la misma Alicia. Esta última historia gira en torno
al ajedrez, y entre otros muchos personajes hay uno muy curioso que
es el Rey Rojo. En un momento de la historia, Alicia se encuentra con
el Rey Rojo, y éste está profundamente dormido. Alicia quiere
hablar con él, y por eso piensa en despertarlo, pero los gemelos
Tararí y Tarará le advierten de que tanto ella como el resto
de los personajes de la historia forman parte del sueño del Rey
Rojo. ¿Qué pasaría entonces si se despertara? Pues que todos
desaparecerían, se apagarían, ¡zas!, como una vela.
Personalmente
interpreto las ganas de Alicia de despertar al Rey Rojo como la
tendencia que tiene la mente a entender racionalmente todo lo que nos
rodea, y creo que esa tendencia resulta necesaria para que podamos
movernos en este mundo, es decir, en la partida de ajedrez de nuestra
vida. La razón nos es útil para entender el día y la noche, para
compartir ideas, para fabricar ordenadores, vehículos, teléfonos...
para prever el verano y el invierno, para cosechar la tierra que nos
da de comer y para un millón de millones de cosas más. Cuando la
razón se siente sola aparece el lenguaje, y con él los idiomas y la
literatura, y cuando se viste de fiesta para una cena de gala surge
la ciencia, que es la forma más elegante en la que puede
presentarse. El collar de perlas que la razón luce cuando va tan
elegantemente vestida son las matemáticas, y la física, la
medicina, la genética y todas las disciplinas científicas bien
podrían ser cada una de ellas una puntada de su preciosa ropa
interior de encaje.
Hay
un par de palabras que mucha gente suele confundir: elocuente y
locuaz. Sin entrar en detalles etimológicos, la diferencia es que
elocuente es el que habla bien y locuaz el que habla mucho. Pues
bien, la razón ha pasado de la elocuencia a la locuacidad, de hablar bien a mucho hablar, y tanto se
ha gustado y tanto ha querido seguir gustándose que ha pensado
-entre otras cosas porque no sabe hacer otra cosa- que puede saberlo
todo, y tanta ha sido su ansia de saber y su sensación de todo poder
que ha despertado al Rey Rojo para preguntarle quién es y... ¡zas!,
ha quedado aniquilada, apagada como una vela.
Cuando
uno intenta explicar la esencia de las cosas con la razón pierde
automáticamente la posibilidad de conocerlas. La razón vale para
manejar las cosas, pero no para conocerlas. Así por ejemplo, el
hombre puede incluso llegar a manejar el átomo -lo cual resulta
asombroso- pero sigue sin tener ni idea de lo que un átomo es. Saber
que la lavanda también se llama alhucema, espliego o cantueso, que
su nombre técnico es lavandula, que tiene tallos de sección
cuadrangular con brácteas diferentes de las hojas y que su cáliz
está formado por cinco dientes triangulares no es saber lo que la
lavanda es. Sin embargo sentir su olor al ritmo del baile de los
campos color lila acariciados por el viento suave de una brisa marina
que se ha perdido en las laderas de una montaña sí es saber lo que la lavanda es. Lo
otro son sólo etiquetas. De hecho, si mientras hueles su aroma
piensas en todos los tecnicismos anteriores, la pierdes. Conocer no
es el producto de un razonamiento, es una experiencia, y conocerse
-que es el más excelso de los conocimientos- también es algo que se
experimenta, no algo que se deduce.
La
razón es asimismo la espada del ego, y el ego es lego cuando se
pelea con la esencia de las cosas. Para saber quién eres tienes que
transcender la razón, así que conocerse es literalmente una
sinrazón. Si lo piensas, ¡zas!, lo matas. Si te piensas, ¡zas!, te
pierdes. Si te quieres conocer de verdad, vete pensando en no
pensar.
-6 de marzo de 2016-
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