Pensando pensando y sintiendo sintiendo he llegado a
sentipensar que el ego no es malo, es simplemente alguien que no sabe irse. Es
como una de esas personas majas pero pesadas de las que ya te has despedido y
con las que sin embargo y de repente, por un azar mal calculado, te vuelves a
encontrar en el asiento de al lado de un autobús que te lleva muy lejos en un
viaje muy largo. ¡No, otra vez este aquí, y sin huida
posible! El viaje es la vida, el diálogo con él es un recreo de presunciones, y la huida
sería la libertad, o, más bien, la liberación.
En mi opinión, la infancia, la juventud y los umbrales de la
adultez -eso que para algunos es siempre un horizonte- sirven para que descubramos
qué se nos da bien, cuáles son nuestros talentos, en qué somos buenos. Estos
talentos normalmente los descubrimos a través de las loas ajenas. Detectamos
que somos brillantes en algo porque cuando lo hacemos los demás nos cubren de alabanzas
y nos hacen un traje de halagos. El plan de la lógica sería que después,
durante la madurez –ese país de nunca jamás para otros muchos- utilizáramos eso
en lo que somos buenos al servicio de los demás, es decir, de todo lo que hay de
nosotros mismos fuera de nosotros mismos.
Pero no se ha fotografiado nunca al ego con los brazos
abiertos. Aparece siempre recogido y encogido, y su risa es siempre hacia
dentro. Cocinamos el pastel con fuego ajeno pero luego lo queremos para
nosotros solos, porque está muy rico, porque es nuestro, y porque si lo damos
nos quedamos sin él. Luchamos por un empacho a solas y nos perdemos una comida con los amigos.
No es que el ego sea malo, simplemente es tonto. Es como una liebre que se emocionara y se olvidara de que sólo está para imponer un ritmo a las virtudes, no para ganar la carrera. Alguien que ignora que el verbo ganar es inconjugable sin que al mismo tiempo se conjugue perder, y sobre todo que no entiende que vaciarse no es quedarse sin nada, sino llenarse de acogida.
- 22 de mayo de 2015-