Pondicherry significa “ciudad nueva” en tamil. Es uno de los
establecimientos de la así llamada India francesa. Británicos y holandeses, así
como los franceses, controlaron esta zona a lo largo del siglo XVII. La resaca a
la que este afrancesamiento dio lugar se percibe en la ciudad de manera
asombrosa. Hay una línea no marcada en el suelo que divide la localidad con una
precisión euclidiana separando la parte india de la francesa. A un lado de esa
línea –la que yo doy en llamar frontera acústica- brama la cantinela ruidosa de la parte india en la
que los cláxones de coches, motos, rickshaws… son como gotas de agua en un
diluvio de caos sonoro. Se diría que hasta los cuervos tienen bocina y los perros hacen "moc". Todo
suena, todo vibra, todo se apelotona en el oído y nada deja de escucharse. Si
algo existe a ese lado de la frontera, entonces suena. Al otro lado, sin
embargo, el mar de Bengala se traga el ruido y lo devuelve en forma de música, la que
él le apetece ronronear cuando remolonea contra el paseo marítimo. Pasar de un
lugar a otro produce la sensación de sordera repentina. He llegado a
pensar que si uno se pusiera con un pie en cada zona tendría la sensación de
que lleva puestos unos auriculares uno de los cuales se ha vuelto loco y el
otro se ha estropeado. Es como si las ondas indias de presión sonora rebotaran
sobre una pantalla de insonorización que la historia hubiera desplegado allí. India,
ruido. Francia, silencio.
En Pondicherry he dormido en el suelo durante unos días,
pero me he sentido como en una nube. El suelo era el de la casa de algunos de
mis alumnos –ya exalumnos- a los que he ido a visitar, y la nube era la que
constituye ahora el cimiento emocional de sus vidas. Trabajan en una empresa
multinacional por la que han sido contratados gracias a sus méritos personales
y al hecho de hablar francés, el que han aprendido en la escuela profesional de
la fundación durante estos últimos meses. Orgullosos me cuentan el cuento de
sus cuentas y el dinero que ahora mandan a sus casas, donde lo reciben como el
campo recibe la lluvia. Atrás quedaron los ruidos de la miseria porque ahora su
frontera es el viento. Convivir con ellos ha sido un premio para mi alma que, por lo que he comprobado, se alegra manejando artesanalmente el barro para crear vasijas de las que se pueda beber esperanza.
Cuando les pregunté por qué no compraban muebles me
dijeron que eso lo harán cuando se casen. No poco nos reímos a cuento de eso de la ausencia de muebles hasta la boda y lo extraordinariamente sorprendente, por no decir absurdo, que a mí me resultaba, pero por mucha razón que
yo llevara o creyera llevar, lo cierto es que acabé tendido en el suelo como una alfombra, superando así otra frontera, en este caso cultural, que no me impidió dormir con comodidad. Hasta tal punto descansé que pasados los
días lo que se me hacía raro era caminar sobre la cama.
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