La magnificación es la técnica de ampliación o aumento del
tamaño de una imagen. Es interesante comprobar los diferentes puntos de vista
que se obtienen cuando varían los niveles de magnificación. Podemos
mirar algo con el microscopio y verlo de una determinada manera, podemos
observarlo a simple vista y apreciarlo de otra manera, o incluso con un
telescopio y manifestársenos de otra. Cabe entonces preguntarse: ¿qué nivel de
magnificación es el correcto? Obviamente, todos son correctos;
simplemente se trata de diferentes enfoques.
Por ejemplo, podemos mirar la fotografía de un periódico con
una lupa, y donde con el ojo desnudo veríamos una cara humana, con la lupa
apreciaríamos una profusión de puntos desperdigados sin ningún sentido. Sin
embargo a medida que uno se aleja de esos puntos, que se muestran separados y
sin conexión aparente de ningún tipo entre ellos, paulatinamente, al ritmo de
nuestro alejamiento, se van ordenando y se va distinguiendo un patrón.
Finalmente vemos que todos esos puntos individuales tienen en su conjunto un
cierto sentido que acaba dando lugar a la cara de la fotografía.
Cuando observamos el flujo de nuestra sangre con un
microscopio vemos que hay una guerra terrible en ella; todo tipo de
microorganismos están literalmente comiéndose unos a otros. Linfocitos,
monocitos macrófagos, virus, hongos, microbios y bacterias, unas malas y otras
no tanto, libran una batalla literalmente sangrienta. Viendo esto a través del microscopio no sería raro que sintiéramos la
necesidad de decantarnos por alguna de las partes que luchan, estando a favor
de unas y en contra de otras, lo cual resultaría fatal y puede que hasta letal
porque la salud misma de nuestro organismo depende de la continuidad de esta
batalla. En otras palabras, lo que es conflicto en un determinado nivel de
magnificación es armonía en otro nivel superior. Podría ser por tanto que
nosotros, con todos nuestros problemas, conflictos, neurosis, enfermedades,
salvajadas políticas, guerras, torturas y todo lo que acaece en la vida humana, que
a un cierto nivel representa un aparentemente insostenible estado de conflicto y
violencia, pudiera ser visto desde otra perspectiva más amplia como una
situación de armonía.
Algunos seres humanos se han abierto camino a través de esa
consideración y se han deslizado dentro de un estado de consciencia desde donde
ven la evidente desintegración y desorganización de nuestro día a día como el
funcionamiento magnificado de la
totalidad, que, a un nivel más alto es
completamente armónica y eurítmica.
Quizás también nosotros, quienes en la inmensa mayoría de
los casos tenemos una visión miope de nosotros mismos, tengamos un sentido
global como lo tienen cada uno de los puntos aparentemente
desordenados de la foto del periódico o los sangrientos leucocitos gladiadores
y bacterias benefactoras de nuestras venas, aunque esta consideración no es ni
mucho menos común en nuestra consciencia ordinaria.
Intentar entender el despliegue del universo y el porqué de
todas las cosas de una forma racional sería como intentar entender un cuadro a
partir de tocarlo con un dedo y de analizar la pintura que quedara en la punta
del dedo. La pintura en nuestro dedo no tiene sentido, no aporta nada, es
inservible para inferir de qué va el cuadro en su completitud. Nuestra
naturaleza cognoscente nos exige una investigación, pero nuestra capacidad
mental nos da una respuesta relativa, vaga, parcial, a la medida precisamente
de nuestra pequeñez. Nuestra mente no lo ve, pero está claro que la pintura que
ha quedado en nuestro dedo tiene un sentido. Ahora bien, lo tiene y se entiende
sólo cuando está en el propio cuadro, formando parte de la totalidad que ayuda
a representar.
Si los dedos de mis manos pudieran pensar e intentaran dar
una explicación racional a su existencia, se pasarían toda su vida haciendo lo
que hacen ahora, pero además preguntándose por qué. Cogerían, soltarían,
acariciarían, contundirían, señalarían, darían el alto y pedirían paso, todo
como hasta ahora, pero con la condena de la interrogación en sus acciones.
Probablemente lo primero que se preguntarían sería cómo es
Dios, y también probablemente llegarían a la conclusión de que Dios tendría
forma de mano, y que el universo es una obra de artesanía de unas manos eternas
que tienen infinitos dedos y que son al mismo tiempo puño y palma abierta.
Adorarían al número diez, y considerarían que el sistema
métrico decimal es el que rige el funcionamiento del cosmos. No tardarían
en plantearse dudas sobre si coger una cosa es bueno o malo, o si soltar otra
debe hacerse en un momento o en otro, y se observarían reglas de comportamiento
sobre el coger y el dejar de coger, el soltar y el cómo, el acariciar y a qué y
cuándo, y el estrecharse y de qué manera. Crearían una religión hecha a mano,
redactarían decenas de mandamientos e impondrían leyes de pulgar elevado. Se
clasificarían a sí mismos por castas y condenarían al meñique a la más paria de
las consideraciones digitales, mientras el pulgar -el rey de lo prensil- se
envanecería sobre todos los demás creyéndose señalado por el índice
divino.
Cada dedo se sentiría plenipotenciario, una entidad independiente en sí que no
necesita de los demás. Algunos empezarían a preocuparse de tener una uña
decente en vez de colaborar en las tareas manuales, y otros –convencidos-
afirmarían que las manos no existen. ¿Adónde va un dedo cuando muere? –se
preguntarían-. ¿Por qué este yugo para mí? –se quejaría el anular-. ¿Por qué
tengo yo que juzgarlo todo? –se lamentaría el índice.
Y así confundidos, pensando por sí mismos, olvidarían su
esencial naturaleza: que forman parte de un todo, que son el extremo de una
extremidad, que su pensamiento no es la globalidad, y que lo que ellos llaman
libertad no es más que la ejecución inconsciente de una necesidad que
transciende su entendible verdad. Se habrían olvidado de que no son sujetos agentes sino pacientes.
Al hombre occidental le resulta más fácil manejar el átomo que
simplemente considerar la posibilidad de que todo lo que ve es él mismo. En
este estado de desequilibrio metafísico selecciona con cobardía y con un
criterio filosófica y espiritualmente pueril cuánta experiencia de la que tiene
llama yo, limitándose normalmente a su cuerpo y haciendo pequeños viajes a la
periferia de su prisión en lo que dice llamar actos voluntarios, a los que por
otra parte no puede ni sabe definir con precisión porque no son más que cogitaciones de meñique.