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No tenía fuerzas para rendirme, así que decidí emprender activamente una búsqueda eidética, es decir, de lo esencial. Pensé que el cambio que afrontaba merecía un decorado literario, y de ahí el blog. En él reflejo pensamientos, reflexiones y emociones que he vivido durante mi estancia en Tanzania enseñando inglés y suajili a niños de preescolar en un colegio rural de la organización Born To Learn, en India como profesor de francés para la Professional School of Foreign Languages de la Fundación Vicente Ferrer, y actualmente en Malí cooperando con CONEMUND en proyectos de seguridad alimentaria y equidad de género. Mi objetivo cabe en una palabra: Compartir.

viernes, 4 de septiembre de 2015

La odisea del yo


Recuerdo que en el primer curso de la universidad, en la asignatura de física, nos pusieron un problema de un molinillo de café aparentemente inofensivo que mi compañero de estudios y yo tardamos nada menos que dos meses en resolver. El problema planteaba el giro del molinillo a una velocidad angular determinada, y como había varios rodillos fresados de diámetros diferentes dentro del molinillo, cada uno de los cuales hacía girar al siguiente, hallar la aceleración angular de uno de los puntos del perímetro de uno de los rodillos –que era en lo que consistía el problema- acabó siendo un auténtico arcano que no fuimos capaces de desvelar hasta pasados, como digo, dos meses de cogitaciones, suposiciones, pruebas, ecuaciones y acercamientos fallidos. Hasta que al fin, y con gran gusto por parte de ambos, un buen día dimos con la ecuación que explicaba perfectamente cuál era la aceleración buscada y por qué. Cuando esto ocurre, y más dado el arduo trabajo que nos costó, el cerebro se regocija de una manera que resulta difícil explicar con palabras. Supuso una verdadera conquista, y aunque han pasado ya más de veinte años desde aquello, aún hoy mis neuronas recuerdan el asunto y se hinchan pretenciosas cuando evoco aquel dichoso molinillo.

Si a esta anécdota del molinillo añadimos otras menos contables pero de la misma naturaleza, todas relacionadas con las matemáticas y la lógica, y si consideramos que el día a día de aquella etapa universitaria que duró seis años consistía básicamente en pelearse contra la realidad que nos rodea utilizando como única arma el cerebro, no cuesta imaginar que precisamente el cerebro y sus efluvios, es decir, las ideas y la mente, se erigieran por méritos propios en los auténticos dominadores de lo que yo consideraba brillante, y en el apoyo más claro y fiable para la interpretación de todo lo que me rodeaba, y no sólo en el aspecto físico sino en el puramente existencial. 

Empezó ahí mi etapa racionalista. Elegante, transparente, coherente, omnipotente y, en definitiva, científica. Cegado por su poder y su comodidad, mi personalidad adoptó esta tendencia como algo con lo que se identificaba. Podía aplicar este método a todo lo que constituía mi vida: cómo planear algo, cómo descubrir las causas de algo, cómo prever lo que iba a ocurrir, cómo explicar lo que pensaba… cómo ser. La razón se hizo con todos los estamentos de gestión de mi propio yo, y la dictadura de la mente comenzó de una manera dulce, seductora y sofisticada a controlar mi visión del mundo y a identificarse conmigo mismo. Pasé a ser mi mente, y todos los adjetivos que la adornaban pasaron por tanto a ser yo mismo. 

Las emociones también quedaron pacíficamente colonizadas, y de esta manera el amor, los deseos, los temores, el tiempo y hasta Dios, fueron definidos por la nueva, distinguida, noble y omnisciente dictadora. Todo se reducía al final a una sinapsis neuronal. La neuronas y sus conexiones lo explicaban todo. La situación era lógica y privilegiada, y además aplaudida externamente. Yo era mis ideas, mi mente, mi cerebro, un saco maravillosamente orquestado de sinapsis cuyos tentáculos lo alcanzaban todo.

Ahora que reflexiono sobre esto resulta asombroso que esta autocracia haya durado casi dos décadas, y que dentro de mí la única ley que haya existido durante todo este tiempo haya sido la que la razón dictaba. No es de extrañar que este gobierno haya colapsado, como colapsan al final todas las dictaduras, y que al final de la misma el país -en este caso yo- haya quedado grave y lamentablemente dañado en muchas de sus estructuras, entre otras la emocional y, sobre todo, la espiritual.

Se calcula que se hablan unas cinco mil lenguas en el mundo, pero no creo que todos los epítetos de todas ellas se basten juntos para calificar con justicia los méritos de nuestro cerebro y la maravilla evolutiva que representa este órgano extraordinario constituido de unos cien mil millones de neuronas, que, por cierto, puestas en fila india podrían unir la tierra con la luna. El cerebro merece, pues, todos mis respetos. Faltaría más.

Sin embargo, merece también toda mi ojeriza, porque con todas sus virtudes me ha cegado y no me ha dejado ver todo lo que había detrás. Me ha eclipsado, me ha ocultado otra realidad, ha asesinado mi espiritualidad, precisamente porque aunque maravilloso, no es todopoderoso y algo en él, quizás su instinto o su comprensible necesidad de perpetuación, le ha llevado a escamotear mi esencial naturaleza inmaterial. El cerebro es un intermediario que no crea ideas, sino que las pesca, las roba, las trae de otro lugar y no gusta de contar de dónde para no desintegrarse en su papel secundario. ¿Qué rey se preciaría de decir que no gobierna él sino su mentor?

Pero ahora, décadas después, le he visto el plumero, he detectado su compulsiva necesidad de actividad, su no saber parar, y en ello he reconocido claras sus limitaciones, su debilidad, su finitud, su dependencia, su falaz verdad. Cerebro brillante, órgano único, fenómeno magno, tu atroz dictadura llegó a su final. Cuando te has parado he visto cosas que ni siquiera tú entenderías, y ahora sé hasta dónde no puedes llegar. Volverás a funcionar, pero ya nunca serás soberano. A partir de ahora, en tu finita existencia, servirás a tu verdadero rey: mi eternidad. 

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