Bajo el arquetipo de la sombra, Carl. G. Jung ubicaba
aquella parte de la personalidad que rechaza incluirse en cualquiera de los
moldes que le propone la conciencia e incorporarse productiva y felizmente a
los formatos con los que se presenta el mundo exterior, la realidad de ahí fuera, lo
que la vida nos ofrece.
Esa sombra crece cuando no encontramos para
nuestra intimidad la adecuada vía de acceso a ese mundo exterior, cegando así el
cauce por el que la vida discurre. Y cuando esto ocurre, cuando el hombre no
logra trascender de sí mismo a través de una tarea que llevar a cabo en el
mundo, esa fuerza íntima que era depositaria de verdad -de nuestra intimísima verdad- se vuelve venenosa; como si fuera agua entre las piedras que, sometida al frío de la parálisis psíquica, se hace hielo y destroza la estructura en la que se encuentra. Sus
efectos son devastadores, y lo son en dos direcciones: contra el mundo y contra
uno mismo.
Ahora bien, no lejos de donde hay sombra es que hay luz. El mismo
Jung decía que “la sombra no sólo consiste en tendencias moralmente
desechables, sino que muestra también una serie de cualidades maravillosas, a
saber, instintos de empatía, reacciones adecuadas, percepciones atinadísimas y
brillantes de la realidad, impulsos creadores, etc.". Es decir, que esa parte sombría de nuestra personalidad que atrapada en
lo interior alimenta tanto nuestros comportamientos antisociales como los
autoagresivos, si conseguimos encauzarla convenientemente hacia el mundo
exterior, puede llevar a galvanizar lo más talentoso y excelso de nosotros
mismos.
Hay un efecto muelle en la personalidad cuando uno se
encuentra con su sombra y a partir de ella busca la luz que la produce. Llegar
a lo más hondo del pozo de uno mismo puede no ser más que el primer paso para
construir una lanzadera desde la que dispararse con la fuerza de un meteorito a la conquista de la estratosfera.
Y esto no lo dice Carl Gustav Jung; lo digo yo, y sé de lo que
hablo.
Eres un Julio Verne del soglo XXI, en lugar del viajar al centro de la Tierra nos propones a un viaje al centro de uno mismo, pero en el camino no hay ni centro, ni corteza ya que los laberintos que nos llevan a nuestra íntima esencia son dinamicamente misteriosos e inescrutables...Bon voyage!
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