Recapitulando sosegadamente, casi diría que asépticamente,
es decir, sin involucrarme demasiado en los recuerdos, sólo intentando
entenderlos, me doy cuenta de que las etapas más significativas de mi vida
tienen nombre de persona y sólo apellidos secundarios de lugar y circunstancia.
Por supuesto todo está relacionado, porque las personas que conocí eran como
eran por el lugar y las circunstancias en las que las conocí, pero el puntero que al final queda en mi mente, el verdaderamente poderoso y
determinante, señala a las personas.
Casi a la misma altura en cuanto a las fuentes de
aprendizaje situaría los libros leídos, pero eso al fin y al cabo es como
hablar de personas, ya que los lugares y las circunstancias no saben escribir y
las ideas no son ideas hasta que alguien las concibe y las comparte, ya sea
actuando, hablando o escribiendo.
De la enorme variedad de personalidades con las que he
tenido la oportunidad de compartir algo, y de la más o menos importante herencia
que haya podido tomar de ellas y ellas de mí, he llegado extraer algunas ideas
que bien podrían parecerse a conclusiones en cuanto a lo que me parece
importante a la hora de seguir creciendo y favorecer el crecimiento ajeno en
este juego sin instrucciones de duración indeterminada y finalidad velada que
es la vida.
A todos nos gusta el halago. Nos gusta incluso aunque venga
de alguien a quien no apreciamos en absoluto. Cuando se trata de una adulación,
las palabras que nos dedican entran en nuestro entendimiento bailando
dulcemente sobre una alfombra roja. De hecho cuando un imbécil me dedica un
halago, ya no me parece tan imbécil. Esto me deja muy claro que hablar bien de
los demás es una de las actividades más emocionalmente rentable e influyente que
se pueda considerar.
Por otra parte, a la mayoría nos hiere que hablen de
nosotros injustamente o con superficialidad, y en general decimos “a mí me da
igual lo que digan de mí” con la misma sinceridad con la que los dentistas
dicen “no te preocupes, que no te va a doler”.
Como en todas las actitudes, aparecen conceptos nuevos con
el abuso. Así por ejemplo, hablar siempre bondades ajenas convierte la
amabilidad en peloteo, y escuchar y considerar todo lo que dicen de nosotros transforma la atención en dependencia, pero hay un lugar en el pico de
una montaña de la cordillera de nuestro yo donde se puede sentir que la incandescencia de la censura calienta pero no quema y donde el viento del halago acaricia pero no marea. Ese pico se llama equilibrio y todos sabemos dónde
está, aunque sólo los más ágiles pueden ponerse de puntillas sobre él para
disfrutar las lisonjas sin ensoberbecerse, para dedicar amables palabras incluso a quien con justicia más merecería ásperas reprensiones, y para ignorar a quien por enfermedad -el pesimismo- sólo
habla de lo que falta.
En última instancia todo consiste en una escalada a esa cima, en un esfuerzo mental de
lucha entre contrarios: querer puede ser ignorar el odio, agradar puede ser sólo no desagradar, y ser sincero puede consistir simplemente en no hablar. De hecho, las más profundas verdades son inefables; por eso se dicen callando.
La fuerza callada me recuerda a las madres de todos
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