La vista molesta, trastorna, deforma, interrumpe, se
interpone – se lamentó el alma con cuerpo-. Por eso cerramos los ojos cuando
queremos escuchar un murmullo o un ruido casi imperceptible. Necesitamos dejar
de ver para sentir las caricias del sonido y nos escondemos en la ceguera para
agarrar la realidad sin forma. La imagen es un sucedáneo, una foto inexistente,
un engaño mercadeable, una cobarde mentira de lo sublime, un recuerdo de algo
que nunca fue.
Así veía sus emociones el alma del hombre visionario, y por por eso
empezó a odiarse. No soportaba la pequeñez de su cuerpo. Su espíritu contorsionista
no aguantaba más allí dentro, confinado en una vulgaridad corpórea. El futuro era
sólo un montón de recuerdos dolorosos por llegar, nada esperanzador. Todos
traían imágenes, o colores, o luces. Hasta la oscuridad perdió su condición de
nada, pues no era más que la hija secreta del deslumbramiento. Todo lo imaginable
era imagen, hasta los recuerdos evocados a través de un aroma, una tela rugosa
o un regusto sin precedentes. Todos sus sentidos le conducían a una cárcel de
imágenes, a una condena visual. Necesitó inexplicablemente dejar de ver para liberarse, sellar los párpados de toda su percepción visual para sentir la paz y el éxtasis sosegado
de la quietud absoluta, saltar por el barranco infinito de su propio cuerpo al
otro lado de lo sensible, desnudar el universo, despojarle de todo lo
descriptible, avergonzarle, sentir sin sentidos, reconocerse en el espejo de
las almas, vengarse de sí mismo para encontrarse de verdad, así que, sintiendo
cada detalle de la macabra ceremonia que urdía por necesidad, se saco los ojos
y se los comió escuchando su propio masticar.
Todos sus sentidos se reconciliaron. No hubo ningún sonido
después de haber oído mascullar su propia vista, sus manos no pudieron sentir
otra cosa, su olfato se desmayó y el tiempo vomitó pasados hacia el futuro. Por
fin había conseguido identificarse: Los sentidos, esos alborotadores, no son
ventanas, sino tabiques hacia el no ser.
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