Imaginemos que nos duele algo porque nos hemos dado un golpe contra un objeto. Está
claro que la causa del dolor ha sido el golpe, pero aunque se haya producido contra algo externo, el
problema está en nuestro cuerpo, así que cuando se trata de paliar
el malestar nos centramos en nuestro cuerpo y nos olvidamos de
aquello contra lo que nos hemos golpeado. La causa, por tanto, es
externa, pero la terapia se aplica sobre uno mismo. El agua
oxigenada, si procediera, se aplicaría sobre la herida, no sobre
aquello contra lo que nos hemos golpeado, y los cuidados, los que
procedieran, se aplicarían también sobre la zona dañada, no sobre el
elemento externo.
Esto que parece de perogrullo y que de manera tan natural y lógica
hacemos con el dolor físico, es justo lo opuesto de lo que solemos hacer cuando el dolor es emocional. Con el dolor emocional tenemos siempre
la tendencia a centrarnos en la causa externa y a olvidarnos casi
completamente de considerar que la solución puede estar -y de hecho
siempre está- en cambiar ciertos patrones mentales internos. Le
echamos la culpa a las circunstancias o a otras personas, y nos
empecinamos en cambiar lo de fuera pero raramente nos centramos en cambiar nuestra
interpretación de lo que ha pasado, cosa que por otra parte nos pilla mucho más a
mano, es más fácil y siempre es posible.
En general, esta actitud
que tenemos con la gestión del dolor emocional me recuerda a esa
ridícula escena que tantas veces hemos visto -al menos yo- en
la que cuando un niño se golpea contra algo, pongamos una silla, por ejemplo, a
continuación el padre y/o la madre se dirigen a la silla en
cuestión y la abroncan y hasta la
pegan diciendo aquello de '¡mala, mala y mala!', solazando así el
malestar del niño con una especie de justicia universal según la
cual la silla ha quedado castigada y condenada por haberse portado
mal. Otro ejemplo menos habitual pero que va en la misma línea es uno que vi en 'la mili'. Aunque parezca increíble, había en el cuartel un banco en el que los soldados no nos podíamos sentar porque resulta que estaba arrestado. Se ve que un alto mando se había tropezado con él y se determinó que como escarmiento había que arrestar ¡al banco! No me voy a detener en este asunto, pero reconozco que actualmente todavía tengo la boca un poco abierta del asombro que me causó aquello. En fin, tonterías sin importancia pero que me vienen bien
para explicar lo que pienso: lo que pienso es que si algo aflige, hay que
reunirse con la aflicción, mirarla a la cara, dejarla que se
exprese, contemplarla sin juzgarla y ser consciente de su presencia.
Cuando se hace esto, que es un ejercicio eminentemente de interiorización, uno se desidentifica de la propia aflicción,
que es el primer paso para quitársela de encima, y resulta además que la simple
observación consciente de nuestros problemas mentales es un
poderosísimo disolvente de dichos problemas. Es casi milagroso, pero para que esto surta
efecto no hay que entenderlo, hay que hacerlo, y puede ser más o
menos difícil, pero desde luego si nos empeñamos en pegar a una
silla y decirle '¡mala, mala y mala!' vamos a estar haciendo el
imbécil durante mucho tiempo y con toda seguridad nos va a seguir
doliendo lo que sea que nos duele.
El problema no es lo que nos pasa, sino la interpretación que hacemos de lo que nos pasa. Y el que quiera entender y probar, que entienda y pruebe. El que no, siempre puede pelearse con las sillas o incluso arrestarlas.
El problema no es lo que nos pasa, sino la interpretación que hacemos de lo que nos pasa. Y el que quiera entender y probar, que entienda y pruebe. El que no, siempre puede pelearse con las sillas o incluso arrestarlas.