A mí la muerte no me da ningún miedo por varias sinrazones. La primera es que no hay 'yo', así que nada puede ocurrirme 'a mí'. No hay nada que pueda darme miedo porque no hay yo en el que ese miedo pueda habitar. La segunda es que ya he deseado estar muerto en varias ocasiones -unas por la curiosidad de saber lo que se siente y lo que se deja de sentir, y otras por algún empacho de los que da el sinvivir-, así que pienso en la muerte con la misma naturalidad con la que pienso en un río desembocando o en el sol ocultándose.
La muerte es una farsante que 'vive' de las rentas de los que confunden un cambio con el final. Además, no se representa a sí misma, sino que representa a la Vida, ya que morirse es el acto más vital que existe.
Sé que moriré, y lo digo ahora, vestido de salud, pletórico mentalmente, adecuado estéticamente, espontáneo como el salto de un cigarrón y sabio como una biblioteca atestada. Lo digo ahora para que después lloréis vuestro apego a mí, no mi pérdida, porque aunque me vaya de viaje eterno, no me voy a perder nunca. Al revés, el viaje sin tiempo ni espacio es el del verdadero encuentro.
Yo -eso que no existe- quiero hacerme viejo sintiendo cómo la vejez se posa sobre mí, pudrirme estéticamente, olvidarme de lo que sé, relativizarlo absolutamente todo, ser miserablemente pobre y reconocerme física y mentalmente descompuesto en el reflejo de un charco. No me voy a llevar nada de aquí: ni un euro, ni una posesión, ni una idea, ni un recuerdo, ni siquiera un sólo átomo de mi cuerpo. ¿A qué viene entonces tanta ansia por acumular, tanto apego a vivir, tantas ganas de seguir, tanto miedo a dejar de vivir si seremos expoliados -y lo sabemos- antes de morir?
Yo -que no soy tronco, ni agua, ni cauce- como corriente os digo: ¿acaso no muere el río en cada segundo y no es precisamente esta sucesión de muertes lo que hace que lo sintamos fresco y vivo?
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