En la Antigua Grecia se escribían en piezas de alfarería los nombres de las personas que por una razón u otra eran
indeseables para la armonía de la comunidad. A veces se utilizaban también conchas de ostra, y por eso estas piezas se acabaron llamando ostracon. De ahí derivó el término de ostracismo con la acepción de destierro que hoy
en día manejamos.
Las decisiones de ostracismo se votaban a mano alzada en una
asamblea. Yo voy a convertir mi mente en Atenas, y a continuación, por
individual unanimidad, declaro el ostracismo de los siguientes términos de mi
entendimiento:
- Obligatorio- Por adulterar mi realidad pintándola de gris
y por hacer que todos los libros que se leen por obligación sólo lleven incómodas
mayúsculas. ¿Quién es quién para hacerle agujeros a mi cometa de la libertad?
-Urgente- ¿De qué cuenta atrás me hablas? Sólo desconozco
una.
- Importante- ¿Para qué? ¿Para quién? Al ostracismo por
ambiguo, por egoísta y por falsificador.
-Necesario- Demasiada presunción. Seguramente todo funcione
sin ti.
-Imperdonable- Sólo no perdonar es imperdonable. Fuera de mi
reino también.
-Irrecuperable- Las emociones no siguen la ley de la
entropía. En su universo todas las reacciones son reversibles. Se pasa la frontera
del amor al odio y viceversa con una sospechosa facilidad, como si ambos fueran
el mismo país.
-Imposible- ¿Qué es eso de llamar a las cosas por su
antónimo? ¿Quién anda por ahí confundiendo y desanimando? ¡Fuera, por encenagar
mis caminos!
-Siempre- ¡Qué concepto más vago! Decir siempre es como
decir todo. O sea, como no decir nada. ¡No te entiendo ni te quiero; no eres más que un olor fugaz que se hace pasar por estatua de bronce, y me estás llenando la alfombra de nuncas!
¡Vete y vuelve sólo cuando hayas entendido que no existes!
¡Vete y vuelve sólo cuando hayas entendido que no existes!