No sé muy bien lo que me pasa ahora cuando veo documentales de pueblos
de África. Resulta que me quedo enredado entre los dientes de las sonrisas de
los individuos autóctonos y me caigo al abismo de los ojos de los niños que
miran la cámara con ese sereno e inocente poderío que sólo sus ojos negros de
fondo negro pueden llegar a tener. Me resbalo por los labios de sus mujeres,
que son toboganes de carne roja humedecida y redondeada como las rocas del
borde de una cascada, y me pongo a lacrimar recuerdos que me abducen a un
pasado que no quiero que deje nunca de ser reciente. Sólo hay una forma de que
un pasado sea siempre reciente, y es renovándolo constantemente.
Siento el placer de haber encontrado algo esencial, y el
cuerpo me lo dice emocionándose. La sensación es parecida a la que se tiene
cuando se realiza una gran conquista intelectual -una de esas conquistas que
sólo aparecen después de grandes travesías, una de esas conquistas que vienen
cargadas de trabajo previo, de inspiración y de un poco de suerte, una de esas
que algunos no verán en toda su vida porque no están pertrechados para
conquistar nada sino para ser conquistados- pero la diferencia del placer que
siento ahora radica en que primero me emociono y luego intento entenderlo,
mientras que hasta ahora el proceso era al revés, es decir, que primero
entendía algo y a continuación me emocionaba por haberlo conseguido.
Es más
puro lo de ahora, porque al final siempre está la emoción, pero ahora, además,
también está al principio. Es emoción sin tallar, y mi cuerpo me avisa convirtiéndose
en lágrima, pero estoy seguro de que si pudiera me avisaría convirtiéndome en
viento, o en caricia, o en abrazo. Tiene la pureza del amor a mi especie, a mi
naturaleza, a mi esencia humana, al hecho de estar vivo.
Eso es lo que hay
dentro de todos nosotros, lo que es común, y lo que yo he visto mirando los
navíos lejanos que hay dentro de los hipnotizantes ojos negros de los niños de
África.
PS: En la foto, Sharoni, especialista en abrazar con la mirada, y que se convertía en viento cada vez que me divisaba a lo lejos cuando visitaba a su familia en Boma, una aldea a las afueras de Moshi, en la que los relojes parados hablaban entre ellos preguntándose qué era eso del tiempo.
PS: En la foto, Sharoni, especialista en abrazar con la mirada, y que se convertía en viento cada vez que me divisaba a lo lejos cuando visitaba a su familia en Boma, una aldea a las afueras de Moshi, en la que los relojes parados hablaban entre ellos preguntándose qué era eso del tiempo.
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