Resulta que John Kennedy Toole escribió una obra titulada “La
conjura de los necios” pero jamás la vio publicada. La envió a varias
editoriales con la esperanza de que la publicaran pero todas la rechazaron. No
sé si por esta falta de reconocimiento, pero poco tiempo después se quitó la
vida. Y resulta también que su madre, al encontrar el manuscrito años después,
lo llevó a varias editoriales con la misma intención, pero volvieron a
rechazarla en numerosas ocasiones. Empeñada en su publicación y convencida de
la calidad de la misma, insistió en intentar darle salida y se puso
en contacto con un tal Walker Percy para que la leyera y posibilitara su edición. Según escribió Percy en el prólogo del libro, al principio receló
de leerla pero cuando aceptó hacerlo quedó maravillado: no le parecía posible
que la novela fuera tan buena. Y resultó al final que la obra, hasta entonces ignorada por todas las
editoriales por las que había pasado, recibió el premio Pulitzer y fue uno de
los libros más vendidos en muchos países. De todo esto, el bueno de John
Kennedy Toole ni se enteró porque estaba ya bastante muerto, claro.
Esta historia me hace pensar acerca de lo que se me
pasa por la cabeza cuando tengo una buena idea nueva –al menos buena y nueva para mí-. Me
pregunto qué es lo que más me gusta de ello y considero varias opciones: las ventajas competitivas que me
pueda aportar para medrar con respecto a los demás, compartirla para que
medremos todos pero disfrutando del reconocimiento ajeno de que la idea es mía
y no de otro, o sencillamente que se conozca y se aproveche por todos,
independientemente de que se sepa o no que yo soy el autor o –literalmente-
ideólogo.
Debo reconocer que en primera instancia lo que más me
estimula es la segunda opción, es decir, la de que la disfrutemos todos pero
cobrándome un reconocimiento en forma de estima hacia mí por parte de los
demás. Creo que ya he superado la etapa de quedarme con la idea para utilizarla
sólo en mi beneficio -eso lo tengo bastante claro- pero me queda aún el lastre
psicológico de “necesitar” (y lo pongo entre comillas porque lo estoy dejando)
un reconocimiento, aunque sea una leve palmadita en la espalda por lo que
aporto a la comunidad. ¡Qué listo eres!, ¡hay que ver qué cosas más
interesantes piensas!, ¡sólo a alguien como tú podría ocurrírsele algo así, tan
bueno!... y caricias de ese tipo son las que me hacen sentirme pagado. Pero
resulta que me parece demasiada dependencia esa de “necesitar”, aunque sea con
comillas (“), ese parabién ajeno. Quiero conformarme sólo con dar. Y quiero hacerlo porque creo que es como más cómodo se tiene que estar. Además, dar sin esperar nada a cambio es matarratas contra las afrentas.
Tirando un poco del hilo, la cuestión se puede simplificar
hasta las siguientes sencillas preguntas: ¿Quiero trascender para alimentar mi
ego o simplemente quiero que trascienda lo que llevo dentro? ¿Quiero siquiera
trascender de alguna manera?
Imagino, por ejemplo, que se me da el don de escribir el libro de los libros, el
Quijote de los Quijotes, la gran obra literaria que conjugue todas las
ecuaciones prosaicas y poéticas y que haga palabra todo lo expresado y
expresable, que apunte a todas las grandes verdades conocidas y por conocer, y
que provoque un éxtasis intelectual y emotivo en cualquiera que lo lea, pero con la condición de que no se conozca mi nombre sino sólo la obra. Imaginando
esto, que es mucho imaginar -pero que lo hago porque es gratis- me pregunto: ¿Aceptaría?
¿Lo haría gustoso? ¿Soportaría el anonimato ante tanta gloria perdida?
Son muchos los grandes autores -y me refiero a autores de vidas, no sólo de libros- que han muerto asesinados, arruinados o censurados o, en el mejor de
los casos, ignorados y no suficientemente valorados, pero que luego, de forma
póstuma son loados y hasta idolatrados (¡hay que ver el lustre que da
morirse!). ¿Firmaría ser uno de ellos?
No sé por qué me da por pensar en estas cosas. Igual es porque no trabajo en una oficina, o porque no me deshumanizo atascado en la carretera para ir al trabajo, o porque no tengo novia, ni hijos (que yo sepa), ni hipoteca, o quizás porque no tengo futuro, o sencillamente porque no paso hambre, ¡qué sé yo!; el caso es que a falta de todas esas cosas mi cerebro se llena de aire y emplea su tiempo y
pensamientos en este tipo de abstractos proyectos. Me empeño en poder responder
con sinceridad que sí a esa pregunta -"sí, firmaría ser uno de ellos"- y pienso que por este objetivo bien merece
la pena invertir una vida. Me encantaría hacer de mi existencia una obra de
arte y dar valor sin la necesidad de ser valorado. Y esto está pensado para el día a día, no para la posteridad, a quien no tengo ni tendré el gusto de conocer. Ojalá que lo único que no
pueda soportar sea no reventar, no que el reventón no lleve mi firma.