Recuerdo que cuando era pequeño, en
clase de dibujo nos ponían como ejercicio copiar en una hoja en
blanco lo que aparecía, por ejemplo, en una fotografía. Para poder
hacer la copia mejor de lo que la simple intuición o el particular
ojo de buen cubero de cada uno diera de sí, nos proponían hacer a lápiz sobre el original una rejilla de cuadrículas. Después, sobre el
folio en blanco del bloc de dibujo se hacia otra rejilla equivalente
con el mismo número de cuadrículas, y a continuación se copiaba
uno a uno el contenido de cada cuadrícula del original a la
correspondiente del bloc. De esta manera, por razones obvias, se
conseguía hacer el dibujo completo más atinadamente que sin
cuadrícula.
Yo creo que de la misma manera que la cuadrícula no
existía en el original y acababa borrándose en la copia, el tiempo
tampoco existe en el universo. Es sólo un recurso que la mente
aplica sobre la realidad cambiante para poder aprehenderla y
“copiarla” en el archivo de ideas que es capaz de “dibujar”.
Lo único que existe es el cambio, la impermanencia, y para entender ese concepto
nuestra mente crea el tiempo. No sólo pienso y siento eso, sino que
afirmo que lo único que existe es el presente, y que el pasado y el
futuro son sólo ilusiones tan reales como los unicornios, las ranas
peludas o las vacas voladoras. Y la verdad es que tampoco hace falta
discurrir mucho para defender esta idea; se puede hacer muy
fácilmente con otra idea, a saber: Es verdad que puede haber muchas
cosas que pasen fuera de aquí, ¿pero acaso es posible algo que
ocurra fuera del ahora? ¿Alguien ha experimentado, hecho, pensado o
sentido algo fuera del ahora? Nunca nada pasó en el pasado, pasó en
el ahora, y nunca nada pasará en el futuro, pasará en el ahora.
Esto quizás pueda parecer muy evidente pero el ego raramente opera
en función de esta obviedad. Para él sólo son importantes el
pasado y el futuro. Él se dedica a crear tiempo psicológico de la
misma manera que los vietnamitas se dedicaban a escavar túneles.
Crea el pasado para que me identifique con mis grandezas o miserias
pasadas, y se inventa el futuro para encomendar mi felicidad a
ciertos logros que están por llegar, y de esta manera acaba
construyéndose dentro de mí una auténtica galería subterránea
sin que yo lo sepa, igual que el ejército americano no tenía ni
idea de lo estaba pasando justo debajo de sus pies. La vida en esa
galería se fundamente en dos máximas: Una es la de diferenciarse de
todo lo demás, y la otra es la de no estar nunca en el presente, y
ambas llevan al desamparo. La diferenciación hace que pensemos que
todo lo que existe puede dividirse lógicamente en dos cosas: una soy
yo, y la otra todo lo demás. Por otra parte, como no puede ser de
otra manera, vivimos únicamente en el ahora mientras que nuestra
mente está siempre en el pasado o en el futuro, lo cual crea una
brecha de ansiedad de la que no salimos casi nunca.
Hay, sin embargo, algunas ocasiones en
las que todos, por despistamos que andemos, salimos de esa brecha y tenemos vislumbres de nuestra verdadera identidad, y estos momentos se dan
precisamente cuando perdemos la identidad. Me explico:
Durante mis viajes por África he podido disfrutar de paisajes sobrecogedores. Guardo un lugar especial en mi memoria para el extraordinario espectáculo que representan las cataratas Victoria de Zambia durante la época de lluvias. Cuando las vi me quedé paralizado. Aquella
inmensa cabellera blanca de más de un kilómetro de larga y cien
metros de caída era una expresión tan salvajemente bella de la
Naturaleza que por unos instantes confundí lo que yo era con lo que
estaba viendo. No es que hubiera una catarata en frente de mí y que
yo la estuviera admirando, es que aquello sencillamente era, en
presente puro, y yo formaba parte indistinta de ello. De alguna manera y por unos instantes, sentí que yo era la catarata y que la catarata era yo, y que allí no había más que una sola cosa. Cuando observamos
un paisaje, o el cielo estrellado, o cuando miramos al mar
disfrutando de un atardecer, o cuando nos quedamos embaucados con la
sonrisa de un niño, ocurren dos cosas que nos sobrecogen y nos hacen
sentir esos momentos como especiales. Una es que el observador y lo
observado se confunden, y la otra es que somos puro presente. De esta
manera nos colamos, aunque sólo sea por unos instantes, en un estado
de consciencia que está más allá de nuestra mente y de nuestro
ego. Ejemplos como estos muestran destellos del Ser, algo que no necesita adjetivarse ni diferenciarse, algo que únicamente es. Después de unos instantes, normalmente la mente pasa a ocupar su
lugar preeminente y comienza a calificarlo, no necesariamente de
manera negativa, ni mucho menos, pero empieza el proceso de
intelectualización de la experiencia. "Son unas cataratas preciosas", "impresionantes", "dignas de ver", etc. Aparezco, pues, yo, como
observador conmocionado, y aparece la cascada aparte, como fenómeno
observado. Esta parte calificable es la manera en la que estamos
habituados a vivir, más racional, más comprensible, verbalizable.
La experiencia primera, sin embargo, aquella que es atemporal y en la
que uno se confunde con lo que ve porque literalmente se funde en ello
como parte suya, esa se suele esfumar. Y se esfuma porque el ego
sopla sobre ella.
Que no podamos disfrutar durante más
tiempo de estos misticismos a los que nos invita la Naturaleza se
debe a que durante su disfrute el ego desaparece y, evidentemente,
como cualquier entidad -ya sea física o mental- él quiere pervivir,
y eso de desaparecer no le gusta nada, le da miedo. El miniyo es muy
vulnerable e inseguro, y se ve a sí mismo bajo continua amenaza, y
en este estado la emoción ulterior no puede ser otra que el miedo, y
el miedo en nuestros días está más que preñado y ha dado a luz a
más que a sextillizos. Tenemos miedo a fracasar, a no dar la talla,
a la opinión ajena, a perder nuestro trabajo, a una enfermedad, a
que lo nuevo se acerque a nosotros porque puede que sea peor o mejor
que lo que tenemos, etc. Hay miedos de todos los tipos y de todos los
colores, y además suelen venir disfrazados de precaución para
colarse aún con más disimulo dentro de nosotros, disolverse en
nuestras venas y circular con toda fluidez y naturalidad por todo
nuestro organismo, constituyendo así el aire que se respira por las
galerías del ego. Y uno de los miedos más significativos que
tenemos, el miedo entre los miedos, es el miedo a desaparecer y, en
última instancia, el miedo a la muerte.
Me he preguntado muchas veces durante
mucho tiempo por qué me ha fastidiado tanto que alguien tuviera una
opinión diferente a la mía, ya fuera errónea o correcta. Durante casi toda mi vida, cuando he hablado o discutido con alguien sobre
cualquier tema me he solido quedar escuchando con educación
a que la otra persona se explicara, pero cuando notaba que sus
argumentos eran flacos o no tenían fundamento alguno, entonces,
aparte de intentar hacerle entender los míos -que vamos suponer para
este ejemplo eran los correctos- sentía también una especie de
angustia de que me llevara la contraria. Digamos que no me valía con
tener razón, sino que me dolía que la otra persona no lo reconociera. Me aferraba a mis ideas y a mi conocimiento como a
algo que además de ser cierto me identificaba, y por tanto una opinión ajena que no considerara este conocimiento como
verdadero me hacía sentir que yo desaparecía, que no estaba, que,
de alguna manera, moría. Esta ha sido la semilla de la constante y compulsiva necesidad de tener razón en las discusiones y de hacer
entender a la otra persona que estaba equivocada. Este impulso irresistible a que los demás piensen como uno mismo es la clave que lleva a tantos desencuentros, y ha sido también para mí algo que me ha hecho perder importantísimas batallas aun habiéndolas ganado. Uno no pierde cuando no tiene razón, sino cuando tiene necesidad de tenerla, la tenga o no.
Si uno se
identifica con su mente, entonces el sentimiento de identidad basado en las ideas que defiende se ve amenazado con la aniquilación cuando éstas no se aceptan, así que el miniyo no puede permitirse el lujo de estar
equivocado porque estar equivocado es morir. Sin embargo, si uno
consigue desidentificarse de su mente da absolutamente igual tener o
no razón a la hora de considerar quién uno es. Se puede manifestar
clara y firmemente lo que se siente y qué se piensa, pero sin
agresividad ni poniéndose a la defensiva en ningún momento porque
el sentido de identidad no nace de la mente, sino de un lugar más
profundo dentro de uno mismo. Nace del verdadero yo.
- Anantapur (Andhra Pradesh) - India.