Si hubiera un adverbio para esta planta, sería ayahuascamente, y si un adjetivo, ayahuásquico.
Si se pudiera poner por escrito ayahuascamente un mensaje ayahuásquico sobre lo que esta medicina cuenta cuando uno se sienta a escucharla se escribirían textos que describirían
cómo las propias letras de la palabra ayahuasca dejarían de ser letras y
pasarían a ser trazos que unidos entre sí -el trazo de la “a” estirado
conectando con la “y”, y este con la otra “a”, y luego la “h”, y así
sucesivamente- acabarían formando una liana delineada que contendría la palabra
pero sin ser ya la palabra sino una especie de enredadera que se cerraría sobre
sí misma formando una circunferencia perfecta cuyo perímetro se dividiría por
su diámetro y nos mostraría a π saliendo desnuda de la ducha con un infinito collar de
decimales a cada uno de los cuales podríamos mirar directamente a la pupila no para obtener
respuestas sino para disolver preguntas, y después de sentarnos al borde de nuestros propios ojos para ver las imágenes entrar llegaría una sequía de tiempo en la que los períodos pequeños se agrietarían
y los grandes rozarían entre sí como fallas tectónicas destruyendo la corteza
del vacío. Y veríamos las arrugas en la frente de nuestros propios secretos, esos que lo son tanto que incluso cuando se cuentan siguen siendo secretos.
Pero todo esto se escribiría si se pudiera poner por
escrito lo que la ayahuasca cuenta cuando uno se sienta a escucharla. Como no
se puede poner por escrito, nada de todo esto es posible que se escriba y menos
que se entienda porque
la ayahuasca habla un idioma de frontera.
Crece entre la eternidad y el tiempo,
entre el todo y la partícula,
entre el Uno y el baile de infinitas formas.
Donde los contrarios dialogan
Es donde sueña la Verdad.
El sueño de esta planta no está en ningún sitio
porque es al mismo tiempo
átomo eterno
y momento en el universo.