En un mundo como este en el que todo se está permanentemente moviendo -y cuando digo
todo me refiero a todo, desde la materia hasta las ideas y las circunstancias- una actitud de estaticismo y búsqueda de la seguridad esperando que nada cambie
es una estrategia que por razones obvias suele fracasar y dar lugar a bastantes
pesares.
Hasta la catedral de Burgos dejará de existir algún día, así que hay
que adaptarse a los cambios cambiando. Por otra parte, cuando escucho eso tan
manido de “yo ya soy muy mayor para cambiar” siento una especie de... pena. Mi
objetivo, por el contrario, es transitar por una vejez en la que me haya convertido en bambú; no hay
planta más flexible y resiliente que esa. Aspiro a no aspirar nada, pero si a
algo es sería a estar abierto a todo y a no tener ninguna idea fija. Al revés de lo que se considera habitual. Sé que es ir contra corriente, pero a estas
alturas los salmones también tienen licencia para remontar.
Esto no
quiere decir que crea que haya que ser culo de mal asiento por definición, pero sí creo que es bueno estar abierto a que las cosas no sean como se esperaba o sencillamente a no
esperar nada de las cosas y tomar lo que la vida te va dando. Así viene, así conviene.
En cada una de las transiciones profesionales por las que he pasado durante esta última década de mi vida ha habido además una migración física
en la que el escenario mutaba también: cambiaban el idioma, el lugar, el clima,
la gastronomía, las costumbres, las ideas, mis funciones y lo que se esperaba
de mí. Siempre he sentido la inseguridad que generan estas decisiones, pero no ha sido una inseguridad económica -porque de una manera o de otra
siempre he acabado teniendo lo necesario, y en mi caso es sencillo porque al no
tener hijos (que yo sepa) el denominador es 1 y salen las cuentas bastante fácilmente- sino que ha sido más bien una inseguridad egóica.
Pasar de ser el “puto amo” en algo a ser
Don Nadie y prácticamente no tener ni idea de qué tienes que hacer ni cómo es un
ejercicio maravilloso porque te hace más sensible a las dificultades ajenas y
más tolerante a todo. Te ayuda a ayudar mejor y a ser más comprensivo. Te das
cuenta de que cualquiera, por experimentado que sea en algo, puede ser como un
niño pequeño fuera de su ámbito de control. Sentirlo uno mismo es una forma de
crecimiento personal muy potente.
Los cambios son esporas empoderadoras que llevan el código completo del premio de la evolución personal. Es muy gratificante sentir cómo poco a poco se va aprendiendo y masterizando una nueva destreza. Es una fuente de bienestar y poder. Ese poder del nuevo aprendizaje mezclado con la
humildad de haber pasado la inseguridad inicial es la receta perfecta para hacer
de uno alguien grande, válido, eficiente y responsable, pero también generoso, sensible, altruista y cercano. Un humilde poderoso es lo que quiero llegar a ser.
Me cuido mucho de no confundir lo que hago con lo que soy. Lo que hago puede ser cualquier
cosa, lo que soy es potencialidad pura. Este axioma espiritual, por así
llamarlo, es el motor de mi forma de mirar y actuar, y aunque puede llevarme a destruir consolidados y respetados personajes que yo mismo he creado, y a pesar de que pueda desterrarme a habitar lugares y realizar desempeños aparentemente decadentes, volver al punto 0, re-inventarme y re-crearme es algo casi adictivo. Algún
día quizás hacer algo nuevo para mí sea no hacer nada nuevo. También quiero estar abierto a eso.
Sea como
fuere, seguir el propio instinto con un poquito de precaución (¡ojo!, he dicho precaución, no miedo) es siempre un buen consejo. El mío, si me atreviera a dar uno, sería ir adelante acometiendo las novedades con determinación e humildad (no son excluyentes). Si además tienes quien te apoye y te quiera, eso que ganas. Si no lo tienes, búscalo dentro, eso que ganas. En cualquier caso, cuando decices tú o dejas que algo institivo se decida a través de ti es imposible errar porque acertarás incluso en tus errores.
No temo a la muerte, temo que llegue y no sepa decirle qué he hecho con mi vida.