No fue una
audiencia para mí solo; ella sabía que yo ya llevaba aquí un par de semanas, y
ambos sabíamos que tarde o temprano tendríamos que vernos las caras. Me levanté
con el sosegado entusiasmo que estoy mamando aquí con cada cosa que hago y
pienso, y después de desayunar nos fuimos en coche a Newland desde Moshi, la
ruta de siempre, pero sin el “palomiteo” del camión. Los 50 niños nos esperaban
en la escuela, no para las clases de inglés, swahili y matemáticas, sino para irnos
de safari (simplemente viaje, en swahili) al
campo.
La primera
sensación de que África me esperaba ese día no me llegó a través de su
naturaleza, al menos de su naturaleza paisajística, aunque el safari en
cuestión tenía como destino un lugar llamado Nyumba ya Mungu (Casa de Dios), donde según me decían había, como
no podía ser de otra manera con tan excelso inquilino, unas vistas
espectaculares.
La primera
sensación llegó en forma de encaje, y es que de manera increíble incluso
para el que ve y toca presencialmente, cincuenta niños se metieron en una
furgoneta en la que en España cabrían quince apretados, y se acomodaron no sé
de qué manera, como átomos guiados por fuerzas electromagnéticas, hasta formar una
molécula comprimida con caparazón de acero y ruedas. Mi amigo Iñigo dice que
entran como fichas. Era el dala-dala
(taxi-furgontea) con más vida que he visto y veré en mi vida. Desde fuera se
notaba que allí dentro, donde no cabía ya ni el pensamiento, había una fiesta
de risas y candidez que parecía mofarse sardónicamente de lo que yo hasta ahora
tenía entendido por incomodidad o inviabilidad en un viaje.
Y de esa
manera ellos, y en todoterreno nosotros, tomamos la vía de Nyumba ya Mungu, Después
del sólito traqueteo de cualquier vehículo por la barabara (carretera) -palabra ésta que parece
anunciarte con su musicalidad el baile que te espera cuando discurres por ella- llegamos al lugar.
Se me presentó
sereno, redondo, variado, luminoso en su techo, marrón en sus aguas y negro en
sus montañas, que más que por llamar la atención sobre su perfil, estaban allí
para ensalzar la planicie tan amplia que delimitaban. En esa idea acomodé en mi
imaginación a Dios echándose una siesta allí, y entendí el nombre a mi
manera.
Desembuchado
el dala-dala a la sombra de una
acacia que allí había a modo de sombrilla dispuesta naturalmente, surgió la
riada de infantes que corrieron hasta el lago para desembocar y bañarse en
el agua terriza y poco profunda de la manera menos remilgada que imaginarse pueda.
Hasta la idea de que hubiera algún mamba (cocodrilo)
resultaba un motivo de risa. Los niños decían mamba, mamba, como quien
sigue la letra de una canción divertida, como que incluso quisieran que
apareciera alguno. A veces pienso que el miedo vive acobardado en en un rincón del corazón de
esta gente.
La naturaleza
nos trajo además para su función un público masai que miraba de manera sosegada
y fija, como se mira aquí, escudriñando pero sin retar a nada. No sé si entre ellos se miran
igual, no lo creo, pero al cruzar los ojos con esta gente yo siento un crepitar
como el de la sal en el fuego o el agua sobre el hielo. Tenemos temperaturas
vitales claramente diferentes, y ese contraste impregna también las miradas,
deshaciendo el prejuicio de uno en la curiosidad del otro, y llegando a un
punto de disolución tranquila que se alcanza varios segundos después de haber
empezado.
Lo mejor de
este paisaje no es que su belleza y naturalidad hagan pensar que hasta el
hombre va a tener que trabajar mucho, ojalá más de lo que es capaz, para estropearlo,
sino que él mismo -el paisaje- parece que respirara con el paso de los minutos:
se mueve, cambia de color, se multiplica, muta, y uno puede verlo cambiar con
tanta claridad como quien mira la aguja del segundero de un reloj. Cuando ha
pasado un rato, las nubes borran las montañas dando lugar a una planicie ahora absoluta, sin límites, con
un agua que de marrón ha pasado a negra, como si el tinte de las montañas se hubiera diluido en ella. Las laderas bajas camaleonizan sus lomos con un tono
turmalina, imitando al verde que antes sólo había sobre los bordes del pantano,
verdes a su vez, que se azulan por segundos. Una locura dinámica para la que
una foto es más un insulto que un recuerdo de tan caleidoscópico lugar.
Y al mismo
tiempo, literalmente en frente de este retablo, el sol mantiene su día claro,
sigue blanqueando las nubes y se retira tranquilo anunciando un atardecer que en el umbral de su llegada es recibido por Iris, dictando ufana su divino y espectral
mensaje convertida en una bóveda inmensa, dibujada con los colores de
siempre pero variando en tonalidad de una base del arco a la otra.
Evidentemente África se me estaba presentando, y yo estaba encantado de
conocerla. Me encantó verla desvestirse de esta manera para mí.
La vuelta fue
como la ida. Las fichas se colocaron, el camino se deshizo, la noche nos oscureció
la vista para iluminar las emociones, y esta mañana me he despertado como
después de un sueño real. Sé que lo fue porque ella estaba acostada dentro de
mí.
Tu relato me ha hecho bañarme en ese rio y sentirme el nucleo de esa molecula viajanta sobre la barabara...en un espectro de fichas cálidas y risueñas...viva Africa.
ResponderEliminarNo hacen falta fotografías ni videos para poder "ver" lo que tus, tan bien hilvanadas palabras, nos transmiten. Gracias.
ResponderEliminarWau..., rendida, totalmente, ni cien fotografías premiadas podrían transmitir tanto, por favor ,cómo me ha emocionado, he revivido leyéndote mi primer encuentro con ella
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