Hay cosas que no se ven más que cuando uno se fija y compara. Por
ejemplo, lo viejo que uno se va haciendo suele notarse cuando se ojea una foto
antigua. Vernos en el espejo todos los días nos hace pensar que siempre hemos
sido así, o sencillamente hace que no pensemos si en algún momento hemos sido
de otra manera. Los cambios graduales paulatinos, pues, pasan inadvertidos
hasta que se calibra el grado al que han llegado, pero no mientras van
cambiando de grado
(Paradójicamente, lo viejos que nos vemos en el espejo es lo
más nuevo de nosotros mismos, así que supongo que esto de la vejez depende de
hacia dónde se mire, como casi todo).
Tampoco se suelen notar en el momento presente los cambios
que producen novedades que en su día incurrieron en nuestra vida mutándola totalmente y haciendo de ella algo que en poco o nada se parece a lo que había
antes de la incursión de esa novedad. Hay novedades que nos hacen vivir de
manera totalmente diferente, y lo notamos tanto como nuestro envejecimiento
paulatino, es decir, nada, si se nos insufla poco a poco y si no lo comparamos
con una vivencia añeja.
De estos cambios creo que en última instancia cualquier vida va surtida, pero especialmente bombardeada está la de los que hemos vivido la última década del
siglo pasado y esta primera del actual. Lo de poder hablar con cualquiera con
un aparato sin cables desde cualquier sitio es algo que, ya por habitual, ha
perdido la vitola de novedoso, pero conviene recordar que, al igual que saber sumar, no viene dado de serie y hay que aprenderlo, o, en este
caso, inventarlo. Lo curioso es que el invento viene con premio y nos obliga a reinventarnos a nosotros mismos.
Hoy en día es posible subir el Kilimanjaro y mandar una foto
en tiempo real desde la cima para que alguien al otro lado del mundo se
despierte con un politono avisando de nuestra pictórica gesta. Se puede estar
en un pueblo perdido de un lugar sin nombre y desde allí buscar los nombres de
todos los que saben algo que nadie más sabe. Se puede ver lo nunca visto con
sólo mirar una pantalla, y aleteando de clic en clic podemos ir volando
adonde nunca hemos estado, y puede que ni estaremos. Nos ha pasado sin darnos
cuenta, pero todo esto no es ya una entelequia soñadora de una mente sin
fronteras, es real, y está al alcance de cualquiera. Si miramos una foto del
siglo pasado veremos cuán novedosa es nuestra existencia actual.
Algo tan poderoso está sujeto a las mismas
consideraciones que Dios: es bueno, porque nos lo da todo, pero es malo porque
todo se acaba reduciendo a su existencia y puede monopolizar nuestras ideas y
vivencias, creando y engrandeciendo unas, y empobreciendo y aniquilando otras.
Creo en la existencia de Internet, pero soy agnóstico en
cuanto a su mensaje de salvación. En esto (y en lo otro) cada uno es su propio mesías.