A veces siento que necesito escribir, pero cuando me doy
cuenta de que tengo que pensar demasiado qué contar, reparo en que lo que
siento es sólo una apetencia y no una necesidad, y además concluyo que lo que me
apetece tampoco es escribir, sino tener la satisfacción de haber escrito. La diferencia
entre una cosa y otra es parecida a la que hay entre aprender y saber. Lo que me
gustaría muchas veces es saber ciertas cosas, pero mientras que saber es una
especie de suspiro, aprender se parece más a un sofoco. Apetecer, lo que se
dice apetecer, apetece saber, no aprender, porque aprender duele.
Pero resulta
que esto que acabo de decir que tan lógico parece -o eso creía yo- representa una
forma de pensar que ahora estoy empezando a ver como falaz. Escribir para estar
contento con lo que uno ha escrito es depender demasiado del resultado de lo
que uno escribe, y aprender para saber descuidando el proceso mismo del
aprendizaje es también mirar demasiado lejos, como desentenderse del proceso,
de la derivada, del gradiente, del cambio, de la esencia de ser, que se conjuga
siempre en presente continuo. El ser sólo es siendo. Todo lo demás es haber
sido, intentar ser o desear ser, pero no es ser como lo es siendo, el
único ser que de verdad es.
Así que si se trata de escribir, escribo escribiendo, no
pensando en lo bien que me sentiré cuando haya escrito, y si quiero saber,
aprendo, y me olvido de lo que sabía, sé o sabré cuando haya terminado de
aprender, porque el viento no sopla al llegar, sino al mover. Esta apología
del presente es más vieja que el tiempo mismo, pero más vieja aún parece la tendencia
que tenemos a obviarla, y cada vez se me hace más rancia la tan arraigada idea
de hacer para y no sencillamente la de hacer haciendo, sin más, sin para, por, según,
sobre ni tras, sin pensar en el premio que trae el punto y final, ese punto y seguido que se ha cansado de caminar.
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