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No tenía fuerzas para rendirme, así que decidí emprender activamente una búsqueda eidética, es decir, de lo esencial. Pensé que el cambio que afrontaba merecía un decorado literario, y de ahí el blog. En él reflejo pensamientos, reflexiones y emociones que he vivido durante mi estancia en Tanzania enseñando inglés y suajili a niños de preescolar en un colegio rural de la organización Born To Learn, en India como profesor de francés para la Professional School of Foreign Languages de la Fundación Vicente Ferrer, y actualmente en Malí cooperando con CONEMUND en proyectos de seguridad alimentaria y equidad de género. Mi objetivo cabe en una palabra: Compartir.

sábado, 23 de mayo de 2015

Surrealismo mágico


Durante mi etapa universitaria residí varios años en una pensión de Pamplona en la que convivía con gente de todo tipo y de todos los oficios. A la hora de comer había representación de casi todos los gremios, desde ingenieros en ciernes como yo, hasta albañiles, fontaneros, obreros de la construcción, vendedores de enciclopedias, jubilados con amputación de familia, buscavidas sin oficio conocido ni por conocer… de manera que las sobremesas daban lugar a conversaciones con enfoques tan variados como las ocupaciones de los contertulios. Como además comíamos con la tele puesta, los comentarios podían no tener orden ni concierto, y aparecían espontáneamente sobre cualquier tema y de cualquier manera. Algunos eran de lo más inocentes, y otros sin embargo apestaban a miseria humana. 

Recuerdo, por ejemplo, que en una ocasión, mientras daban en el telediario la noticia de un atentado con no sé cuántos muertos en el País Vasco, uno de los presentes levantó el puño con orgullo mientras masticaba a dos carrillos y gritó: ¡Aúpa, mis guerreros vascos! A nadie se le ocurrió llamarle la atención, ni hacer ningún comentario a continuación. Su frase fumigó de tal manera el ambiente que ninguna voz, por lógica y conciliadora que fuera, podría haber respirado en semejante desierto de sensibilidad. Cuando uno se va tan lejos da mucho trabajo seguirle para decirle que no está caminando en la dirección correcta. Vale más esperar a que se dé contra alguna pared y vuelva, si es que se da y si es que vuelve…

También recuerdo que había un hombre que tenía la curiosa y sorprendente capacidad de identificar los intérpretes de todas las canciones que se escuchaban en la radio y en la tele, aunque acertaba sólo en la pequeña conejera de neuronas que era su cerebro. Cada vez que escuchaba una canción exclamaba: “¡Ahí están, los Bee Gees!” Y se quedaba tan a gusto. Daba igual que fuera la música del telediario, un tema de música clásica, la melodía de un anuncio, un grupo de rock o uno tribal: se trataba siempre de los Bee Gees. Los que le conocíamos y sabíamos no ya de qué pie cojeaba, sino que el hombre era pura cojera en sí, le dábamos siempre la razón, porque su lejanía era tal que no merecía la pena traerle de su universo al nuestro, ya que el viaje me imagino que podría ser de ida pero no de vuelta, pues no creo que sea posible volver de tanta candidez. Embriagado de la atmósfera tan surrealista y mágica que envolvía la vida en la pensión, llegué a pensar que verdaderamente los Bee Gees tenían algo que ver con todo lo que se escuchaba por todas partes y aún hoy en día sigo haciendo ese comentario descontextualizado cuando escucho cualquier grupo y busco una jocosa aprobación en alguien que me quede cerca: “Son los Bee Gees, ¿verdad?”, y me río melancólicamente recordando a Aquilino –pues así se llamaba el hombre unineuronal-, y de las caras que me pone la gente cuando pregunto esta tontería. Lo gracioso en su día era ver cómo cuando pasaba alguien nuevo por la pensión y tras escuchar al bueno de Aquilino hablar tan sin venir a cuento de los Bee Gees intentaba desmentirle. “¿Los Bee Gees? ¡Qué va, hombre, si es Bruce Springsteen!, ¡Qué dices de los Bee Gees!”, y a continuación daba datos convincentes, nombres de canciones, fechas, etcétera, que justificaban que lo que decía Aquilino no era verdad. Me daba hasta pena que la gente intentara convencerle para sacarle de su error. Aquilino era un experto en música, y él siempre acertaba, y lo que se escuchaba era siempre los Bee Gees, y eso era inmutable. Cuando alguien le corregía, él no decía nada, pero luego, pasados unos segundos, a hurtadillas, solía mirarnos a Rubén y a mí y preguntarnos a media voz buscando confirmación: “Son los Bee Gees, ¿a que sí?”, y a nosotros nos faltaba tiempo para confirmarle que efectivamente era así, e incluso para hacer algún gesto de desaprobación, como que estuviera chalado, al que se atrevía a negar tal evidencia. 

Creo que esta actitud benévola en el planeta del surrealismo nos llevó a urdir, sin ni siquiera darnos cuenta, el plan de la broma aún no desmentida que en su día concebimos para dar solaz a un cerebro cojo y solitario -el del personaje que presentaré a continuación-, y a una frenética actividad mental -la nuestra- que pedía a gritos algo de lo que reírnos para descansar de tanta lógica y seriedad como la que nos imponían nuestros maratones de estudio.

En este caldo vital estábamos cuando en otra de estas inolvidables sobremesas, un albañil que se hacía llamar Tito espetó desde su mesa a la nuestra, como buscando una conversación de nivel: “A ver, chavales, vosotros que vais para ingenieros, ¿qué cojones estáis estudiando ahora en matemáticas?”. Y nosotros, que sabíamos que el tal Tito era tan experto en matemáticas como Aquilino en música, quedamos más que sorprendidos de que se interesara por nuestras vidas de rata, pero queriendo atender deferentemente a su pregunta le respondimos sin faltar a la verdad y sin entrar en más detalles que estudiábamos ecuaciones diferenciales e integración compleja. Habría dado igual lo que le respondiéramos, porque para él lo importante era que se creara en el ambiente la sensación de que efectivamente se había establecido un diálogo coherente entre él y nosotros. Le faltó tiempo para reivindicarse. El tal Tito debía haber tenido un ataque de ego frustrado y nos preguntó por las matemáticas para alardear de sus conocimientos científicos de la manera más ridícula jamas vista ante sus aún más ignoranticos compañeros de obra con los que compartía mesa. Tito se lanzó cuesta abajo con un discurso de trigonometría que habría hecho resucitar con resaca al mismísimo Pitágoras: “¿Y eso qué coño, es? Lo de coseno de alfa y seno de alfa, ¿verdad? Me cagon Dios, eso lo sabía yo de puta madre cuando era chaval. Alfa es una letra griega, sí, griega, de Grecia, me cagon Dios, eso es así, que os lo digo yo. A mí no había quien me metiera mano en matemáticas, chavales. Si voy yo ahora a la universidad con vosotros me hacen ingeniero en dos días, y si no, le meto un par de hostias al profesor y le pongo en su sitio, que seguramente no tiene ni puta idea de matemáticas. Yo sí que era la hostia en matemáticas, lo que pasa es que no quise seguir. Lo dejé”. Y a continuación encendía un cigarrillo retrepándose en la silla con el orgullo de un sapo que acaba de comerse una mosca elegantemente a la vista de sus amigos, como quien acababa de crear un interés irrefrenable en la audiencia para hacer espeleología en las grutas de su insondable conocimiento. Manejaba muy bien los tempos de su exposición, y se deslizaba con un discurso tan ridículo como gracioso. “Las matemáticas –nos decía mientras echaba humo- no tienen secreto para mí. Lo dejé porque no me salió de los cojones seguir, pero yo soy la hostia. ¡A ver, un lápiz y un papel, traedme un lápiz y un papel!”, y con esa magia que sólo el gran ignorante tiene, nos pedía que le lleváramos una pala para cabar su propia tumba con una gran verdad. Después de dibujar un triángulo rectángulo en el papel, decía con solemnidad señalando sucesivamente el lado inferior, el perpendicular y la hipotenusa: “Si esto mide 3 y esto mide 4, entonces me cagon Dios, por los cojones de Tito, esto mide 5”, y luego tiraba el lápiz con violencia encima de la mesa y le pegaba una calada profunda a su Ducados como si acabara de desvelar irrefutablemente quién mato a Kennedy, dejando tiempo a la audiencia para quedar impresionada a gusto. Era extraordinario comprobar cómo este hombre, el gran Tito, había tejido la bandera de su sabiduría con los retales de su ignorancia, y de qué manera inventaba vientos que la hicieran ondear para escaparse de sus ladrillos, sus revoques y sus baldosas -que estoy seguro colocaba con una precisión pitagórica-. 

Tanto nos impresionó su conferencia que quisimos hacerle más feliz de lo que su desconocimiento seguramente ya le hacía ser, así que pensamos en regalarle algo que liberara de por vida el ego de su personalidad para deleite de futuros contertulios y admiración sempiterna de sus compañeros. Decidimos, pasados unos días, imprimir en un papel con el sello de la universidad un escrito que dimos en llamar “Examen de matemáticas avanzadas para ingeniería”, y con toda la prosopopeya de que fuimos capaces configuramos un documento “oficial” en el que había sólo dos preguntas cuya respuesta te convertía en ingeniero inmediatamente y por orden ministerial. 

En una de estas sobremesas surrealistas que se daban cada día, nos acercamos a su mesa y le dijimos: “Tito, hoy nos hemos acordado de ti durante el examen sorpresa que nos han puesto. ¡Fíjate qué preguntas! Desde luego, ¡mira que son cabrones los profesores, que van a pillar! Tú que eres bueno en matemáticas, Tito, ¿qué habrías respondido tú?” Las dos preguntas eran algo así como: “¿De qué letra griega pueden ser los senos y los cosenos?” Y la otra, que aparecía al pie de un triángulo, era: “Si un lado mide 3 y otro mide 4, ¿cuánto mide el otro?”

Aún recuerdo emocionado a aquel hombre hinchándose como un sapo atragantado de beber mares de ignorancia, dejando a un lado la servilleta y levantándose de la mesa croando con orgullo: “¡Me cagon Dios! Esto lo sé yo. Seno de alfa y coseno de alfa, la hostia, eso me lo sé yo, y lo del 3 y el 4, me cagon la puta que lo parió, la respuesta es 5, por mis cojones. Si ya os lo dije yo, que yo no soy ingeniero porque no me dio la gana. ¿Lo veis?, ya os lo dije yo y no me hacíais ni puto caso”. Y así se enredaba en discursos reivindicativos sin forma, dándose la razón a sí mismo sin que nadie le rebatiera, como quien encuentra la iluminación y levita sobre sus propias carencias. Costaba imaginarse alguien más feliz en aquel momento.

¡Qué feliz hicimos al bueno de Tito!, y qué risas, que aún nos duran, nos echamos con aquel hombre –que supongo, si sigue vivo, aún guardará la copia del examen en su cartera como prueba irrefutable y oficial de su valía-, cuánto disfrutamos en nuestro vía crucis de estudio con aquella música -que siempre era de los Bee Gees, aunque algún listillo se empeñara en intentar demostrar que no-, y cuánto soñamos ahora con aquella pensión, que tan cerca estaba del realismo mágico de Macondo como Aquilino y Tito de ser cada uno de ellos la punta de uno de los bigotes del mismísimo Dalí. 

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