Tenemos unos cincuenta billones de células en nuestro
organismo, y aunque parezca increíble todas ellas saben exactamente lo que tienen que hacer. Epiteliales, musculares, neuronales... cada una con su función individual y orgánica. Una maravilla inigualable cuya magnificencia nos suele quedar eclipsada por un grano en la cara o por un juanete.
Las células hacen diferentes trabajos pero son todas igual
de inteligentes porque todas se enorgullecen de lo que hacen y ninguna
pretende ser lo que no puede ser. No hay mayor indicio de inteligencia que reconocer
los propios talentos y limitaciones. ¿Acaso hay células
musculares que quieran ser neurona? ¿Y neuronas que prefieran ser epitelio? ¿Algún ojo que apunte a ser dedo? ¿O un pie que aspire ser oreja?
En cada célula y órgano de nuestro cuerpo coincide su ser con su
querer, pero no pasa lo mismo en la sociedad, en la que cualquier
cosa puede suceder. De hecho, en este desorganizado organismo de seis mil millones de células resulta que estamos gobernados por heces pensantes que se creen células-madre, representados por ecos sin voz, guiados por dedos-veleta, educados con libros de papel-moneda y sostenidos
por infrahombres que han alcanzado tal nivel de autoengaño que se jactan de su humillante prefijo.
Nos pasa esto desde que la flora intestinal invadió el cerebro y las neuronas tuvieron que mudarse al recto.
Nos pasa esto desde que la flora intestinal invadió el cerebro y las neuronas tuvieron que mudarse al recto.
Acabo de estornudar ventosidades, mientras me lagrimean regüeldos no saciantes...
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