Se define mal de altura como la inadaptación del organismo a la falta de oxígeno en grandes altitudes. Depende de la velocidad en la ascensión y por supuesto de la altura alcanzada. Los síntomas suelen ser mareos, vómitos, pérdida de apetito, agotamiento físico, trastornos del sueño... y en el más leve de los casos un dolor de cabeza que se puede medir en martillazos de cefalea al ritmo cardiaco de cada uno. Es posible, pues, tomar las pulsaciones con la mano en la cabeza; toda una fiesta para el cuerpo cuando además se suele estar más que cansado y al mismo tiempo necesitado de energía. A partir de los aproximadamente 3.000 m llama a la puerta del cerebro, sobre todo para los neófitos como yo, y para llamar, como es lógico, utiliza el método ya comentado de los aldabonazos. Pasa, sin embargo, al menos en mi caso, a las pocas horas, ayudado por el hecho de que la ruta seguida para conquistar el Kilimanjaro fue tal que alcanzamos los 4.000 m un día para descender a continuación a los 3.000 con el fin de volver a subir al siguiente. De esta manera, el mal ese, el de la altura, parecía darse por satisfecho, como si su impuesto se cobrara en metros de descenso, para volver luego a subir, eso sí, esta vez ya sin su molesta, o más bien dolorosa, cantinela de golpes de batán. Según parece es una lotería. Puede tocarte de lleno y hacerte abandonar la expedición, sin importar si estás en forma o no, o si en ese momento estás más o menos cansado. Yo pude escaparme de su red, y como atún con suerte no fui atrapado por esa almadraba de la Fortuna.
De lo que no he encontrado definición explícita es del bien de altura. Podría decirse que consiste en la suprema adaptación del organismo a cualquier situación que surge después de llegar hasta la cima que uno se plantea. Los síntomas son el orgullo sin presunción, el apetito del recuerdo, tanto de los pequeños detalles como de las grandes emociones, la adicción a la compartición de los mismos con los compañeros, la necesidad de contar lo que uno ha visto, pensado y sentido, y el recreo de las fotos bañadas en evocaciones de gran agotamiento y entrega absoluta a un fin aparentemente absurdo, ya que si de llegar a la cima se tratara, bien podría haberse ido en helicóptero. Esto último me vuelve a dejar bien claro que lo importante es la ascensión en sí, no dónde se está ni adónde se llega. Vivimos montados en la ola de una derivada, y sólo el cambio, a veces infinitesimal, le da sentido a la existencia. Lo demás, dónde se está, es sólo un punto de vista.
No por casualidad la cima de esta maravillosa montaña, preñada de paisajes y de retos diarios, se llama Uhuru peak (El pico Uhuru, o pico de la Libertad, en swahili). Para llegar hasta allí hay que pasar por una foresta tropical y saludar a los monos, irse a la luna y admirar y asustarse de su desolador entorno, trepar a cuatro patas por entre rocas orgullosas y desgastadas que parecen, dentro de su abulia, acomodarse para facilitar el encaramamiento sobre ellas, pasearse por un desierto pedregoso que con su falta de hospitalidad facilita la huida, o sea, la ascensión, despertarse remoloneando sobre algodonosas nubes y marear el termostato del cuerpo del frío más paralizante al calor más sudoroso. El final, que en realidad es el principio, es un glaciar imponente que pese a su desgaste y más que previsible y cercano deshielo total, mantiene orondo un porte que suscita emociones de respeto y admiración difíciles de pensar y más aún de contar. El amanecer allí arriba es una locura a la que sólo pude responder llorando como un adulto.
El bien de altura también tiene efectos secundarios. Se olvida el cansancio extremo al que uno llega a estar sometido, la literal extenuación del cuerpo y de la mente, el ¿por qué estoy aquí? que a ratos, sobre todo el día de la culminación, también martillea el cerebro al ritmo del hipnotizante y silencioso paso del compañero que nos precede, el aislamiento de todo lo que no tenga que ver con llegar donde uno quiere llegar, o donde la naturaleza quiere que lleguemos; todo eso se olvida, y queda el recuerdo de una gesta grupal y personal, dura y gratificante, irrepetible y permanentemente evocable que va sucinta de una metáfora clave para pasar del existir al vivir, paso a paso, beso a beso, viviendo el ahora, pero sabiendo que el ahora no existe porque cuando se piensa ya pasa a ser antes. Al igual que la ascensión, la vida no es, la vida sigue.
Gracias a mis compañeros: Alicia, Iñigo, Imanol, Nick, y David, y por supuesto a los porteadores y a todo el equipo que puso 5.895 m de Libertad al nivel de nuestros pies; la procesionaria es en realidad un organismo compuesto de varios cuerpos. No voy a poder olvidar esto ni siquiera cuando me muera.