Cuando decimos este o esta, aquí o allí, arriba o abajo, yo
o tú, cerca o lejos, antes, ahora o después estamos utilizando referentes deícticos,
es decir, elementos lingüísticos relativos a la deixis. Son palabras puntero,
como dedos que apuntan, que nos permiten dibujar a nuestro alrededor un decorado
espacio-temporal en el que poder situar lo que queremos decir.
Al analizar el uso de este recurso en los niños
pequeños se comprueba que lo utilizan de una manera únicamente egocéntrica, es
decir, que el concepto de cerca, por ejemplo, sería algo asociado a lo que está
cerca de mí, el de arriba a lo que está encima de mí, y el de después a lo
que me pasará dentro de un rato. El propio yo está, pues, como centro de donde
parten o a donde convergen todas las cosas que son, pasan, serán, puedan pasar
o hayan pasado. El niño se siente protón de un átomo alrededor del cual giran
los electrones de todo lo que hay en el mundo. Los críos son unos tiranos
lingüísticos a los que les cuesta casi una década poder expresarse con un
sistema de referencia que no sea centrípeto. Son egoísmo con patas, trocitos de
humanidad encerrados en una cuna llamada "yo, mi, me y conmigo".
A medida que maduramos vamos adquiriendo la capacidad de señalar y entender conceptos más complejos como que algo lejano para nosotros puede ser cercano para otra persona, que lo que
para uno es arriba puede ser abajo para otro que esté al revés, o que nuestro hoy no es más que el ayer de los que vengan mañana. Y de esta
manera los deícticos- esos dedos apuntadores- adquieren alas y se multiplican,
convirtiéndose en un enjambre de dedos que se señalan entre sí y que pueden incluso señalarnos a nosotros mismos desde fuera. Quizás la abeja reina de ese
enjambre de dedos siga siendo el propio yo, pero la multiplicidad de puntos de
vista y de referencias enriquece la visión de nuestra existencia.
Llegados a este punto, me imagino que un filósofo podría ser un hombre capaz de señalarse a sí mismo por la espalda, un físico alguien que juega a pensar en un mundo inundado de relatividad donde nada sea señalable, un guerrero alguien que señala con el puño, y un hombre, sin más, un ser que con las únicas letras que conoce, la “y” y la “o”, trata de escribir “nosotros”.
Llegados a este punto, me imagino que un filósofo podría ser un hombre capaz de señalarse a sí mismo por la espalda, un físico alguien que juega a pensar en un mundo inundado de relatividad donde nada sea señalable, un guerrero alguien que señala con el puño, y un hombre, sin más, un ser que con las únicas letras que conoce, la “y” y la “o”, trata de escribir “nosotros”.
Al igual que con los niños, por la cantidad de deícticos no egocéntricos que
la humanidad sea capaz de utilizar podemos determinar su estado de madurez. Las
ideas tan comúnmente mantenidas como que estamos hechos a imagen y semejanza
de Dios, que nos creamos tocados por la eternidad (que es como atribuirse el
deíctico temporal pretencioso por excelencia), que el hombre sea la medida de todas
las cosas, y la no totalmente superada consideración de que nuestro planeta es
el centro del cosmos demuestran claramente que como humanidad somos un bebé que
llora deícticos egoístas y que piensa que todo está creado para darle gusto o
disgusto. O lo que es lo mismo, no somos capaces de concebir un sistema de referencia que no esté centrado en nuestro ombligo.
Si los grandes pensadores de la física lo hubieran sido de
la naturaleza humana habrían determinado que lo más relativo y prescindible de
todo lo que existe es el propio género humano, pero claro, para entender y
aceptar eso hay que tener una madurez que aún nos queda deícticamente muy lejos.
Son recios los barrotes del ego, para el yo y para el nosotros.
Son recios los barrotes del ego, para el yo y para el nosotros.
Hay un perrode caza, llamado Pointer; se llama así por que detecta las presas y las apunta al cazador con su pata y hocico, en un acto deicticamente altruista. Los humanos somos peores en cuestiones deícticas
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