El detective siguió haciendo su
trabajo, y siguió haciéndolo bien. Normalmente los detectives no
traen buenas noticias, precisamente porque cuando se les encomienda
algún trabajo suele ser porque hay un problema, o porque se cree que
puede haber algún problema, así que en el mejor de los casos no hay
ningún problema salvo el de que uno cree que lo hay, lo cual es
también un problema en sí. Pero como un requisito fundamental de
esta investigación era no juzgarse, no me afligí por la
información indeseable que me comunicó. Lo único que me interesaba
era su adecuación con la realidad, es decir, su veracidad.
Como le pedí que obviara mi
constitución física y mi identificación a través de meros datos
como los que aparecían en mi pasaporte, el siguiente informe que me
pasó se centró en mi patrimonio cultural, en cómo pensaba, en qué me
gustaba y en qué había conseguido en la vida. Pensó, y pensó
bien, que eso me haría sentir más identificado, no ya con datos, sino con algo más personal, conmigo mismo, con eso que quería descubrir. Me dijo, pues, que yo
era ingeniero superior de telecomunicaciones. Recalcó eso de
“superior” porque por lo visto siempre me había gustado
distinguir entre ser ingeniero, sin más, y ser ingeniero superior.
Más que gustarme distinguir, digamos que me ha disgustado que no se
distinguiera, porque claro, uno que es superior es más que uno que
no lo es. Eso de ser ingeniero, ¡ojo, superior!, era mucho ser , y
eso era, por tanto, mucho yo. Esta curiosa forma de verme a mí mismo
en términos comparativos, o más bien diría que competitivos, me hizo recordar algo parecido que viví en el instituto. Mis notas
eran brillantes, pero como había otros que también tenían notas
brillantes descubrí que la forma de diferenciarme de ellos era
añadir que además yo tenía sobresaliente en gimnasia, cosa que
raramente un empollón al uso llegaba a conseguir. Diferenciarme de
esa manera me hacía sentir bien. Me hacía distinguirme,
identificarme. Durante mi etapa laboral, cambiaron los términos de
esa competición latente que siempre me había acompañado: fueron el
dinero que ganaba y el puesto que ocupaba en la empresa lo que me
identificaba, así como el coche que tenía, la moto que pilotaba y
la casa que poseía. Este ya iba siendo yo, es decir, un alumno
brillante en el instituto que además sacaba sobresaliente en
gimnasia, un ingeniero superior no menos brillante que sacó la
carrera año por año, un trabajador ejemplar y muy valorado en su
empresa, poseedor de un coche deportivo, la moto más rápida y una casa en la playa. La definición de ganador, vamos, pero ¿la
definición según quién?, ¿en función de qué parámetros?, ¿contra quién exactamente me estaba peleando para considerarme ganador?
Debo decir que esta especie de monstruito
pretencioso que acabo de describir no me da ninguna vergüenza hoy en
día. Contar estas intimidades de mi mente a la hora de considerar quién me he
creído que he sido no responde más que a otro informe del detective, y
dado que el detective soy yo encargado por mí mismo para poder
entender quién soy, lo interpreto más bien como un ejercicio de honradez que como una reiteración del sobrecargado y competitivo orgullo que
bullía dentro de mí.
En cualquier caso, todo esto me llevó
a hacer la siguiente reflexión: Hoy no corro como cuando tenía
dieciocho años, así que del sobresaliente en gimnasia de la época
que tanto me identificaba me puedo olvidar, si me hacen un examen
ahora mismo de eso que me hizo ingeniero no aprobaría ni
una de las asignaturas de la carrera (esto no es una forma de hablar,
es literalmente cierto), y para más inri no tengo coche, ni moto, ni
casa, ni sueldo. ¿Quién soy entonces? ¿Es que ahora mismo no soy
nadie?
El hecho de que me haya descrito a mí
mismo con tanta frivolidad no ha sido más que para crear más
contraste entre lo que creo que soy y lo que soy, sea lo que fuere.
Podría haber sido más generoso, pues también hay
datos para pintarme mejor, pero eso no iba a cambiar esa sensación
de vacío con la que me encontraría al preguntarse quién está
detrás de mis obras y de mis ideas. También puedo identificarme con la
persona que durante años cuidó, alimentó y educó innumerables
perros de la protectora de animales de Linares, con el mwalimu
(maestro, en suajili) que enseñó a leer y escribir a una veintena de
niños pobres tanzanos durante el año pasado, o incluso con el
profesor de francés que ahora soy en la fundación Vicente Ferrer en la India. Sin embargo, ya no cuido perros, tampoco vivo en
Tanzania y no creo que vaya a estar en la India dando clases de
francés toda mi vida. ¿Quién seré entonces cuando todo esto pase?
El vacío aparece de nuevo, y es independiente de la vileza o nobleza de las ideas y acciones detrás de las cuales estoy y con las que me identifico.
Quizás la respuesta más lógica a
esta vacuidad podría ser que todo lo descrito son diferentes facetas -unas honrosas y otras no tanto- de un mismo yo que reacciona de
diferentes maneras en diferentes situaciones, que expresa diferentes
aspectos de sí mismo en relación con otras personas y lugares. Alguien que,
como respuesta a nuevas experiencias, circunstancias y
condicionantes despliega un conjunto diferente de sentimientos y actitudes, y,
por tanto, de acciones. Pero siendo esto así, y dadas estas
diferencias, ¿puedo entonces afirmar que soy sólo uno?
Nuestros pensamientos, sensaciones, emociones y acciones son como olas en la superficie de un océano de infinitas
posibilidades. El problema es que nos acostumbramos a ver sólo las
olas y acabamos confundiéndolas con el océano. Sin embargo, cada
vez que miramos las olas somos un poco más conscientes del océano,
y de esta manera nuestro enfoque empieza a cambiar. Empezamos a
identificarnos con el océano más que con las olas, y empezamos a
ver cómo éstas suben y bajan sin afectar en lo más mínimo la naturaleza
esencialmente grandiosa e inmutable del océano.
Pero esto ocurre sólo cuando miramos. Si queremos terminar con las limitaciones que tenemos impuestas sobre lo que nos rodea y sobre nosotros mismos, y si tenemos la ligera sospecha de que estamos confundiendo la etiqueta de la botella con su contenido, entonces es un buen momento para pararse a observar nuestros hábitos mentales. Hacer esto sin juzgarse es una forma de mirar, y normalmente cuando se mira, se empieza a ver y a entender. ¿Pero a ver y a entender qué? ¿Se puede explicar con palabras? Sigamos preguntándole al detective.
Pero esto ocurre sólo cuando miramos. Si queremos terminar con las limitaciones que tenemos impuestas sobre lo que nos rodea y sobre nosotros mismos, y si tenemos la ligera sospecha de que estamos confundiendo la etiqueta de la botella con su contenido, entonces es un buen momento para pararse a observar nuestros hábitos mentales. Hacer esto sin juzgarse es una forma de mirar, y normalmente cuando se mira, se empieza a ver y a entender. ¿Pero a ver y a entender qué? ¿Se puede explicar con palabras? Sigamos preguntándole al detective.
- Jaisalmer (Jaipur) - India.
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