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No tenía fuerzas para rendirme, así que decidí emprender activamente una búsqueda eidética, es decir, de lo esencial. Pensé que el cambio que afrontaba merecía un decorado literario, y de ahí el blog. En él reflejo pensamientos, reflexiones y emociones que he vivido durante mi estancia en Tanzania enseñando inglés y suajili a niños de preescolar en un colegio rural de la organización Born To Learn, en India como profesor de francés para la Professional School of Foreign Languages de la Fundación Vicente Ferrer, y actualmente en Malí cooperando con CONEMUND en proyectos de seguridad alimentaria y equidad de género. Mi objetivo cabe en una palabra: Compartir.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Mis experimentos con la psique V. El vacío, las olas y el océano.


El detective siguió haciendo su trabajo, y siguió haciéndolo bien. Normalmente los detectives no traen buenas noticias, precisamente porque cuando se les encomienda algún trabajo suele ser porque hay un problema, o porque se cree que puede haber algún problema, así que en el mejor de los casos no hay ningún problema salvo el de que uno cree que lo hay, lo cual es también un problema en sí. Pero como un requisito fundamental de esta investigación era no juzgarse, no me afligí por la información indeseable que me comunicó. Lo único que me interesaba era su adecuación con la realidad, es decir, su veracidad.

Como le pedí que obviara mi constitución física y mi identificación a través de meros datos como los que aparecían en mi pasaporte, el siguiente informe que me pasó se centró en mi patrimonio cultural, en cómo pensaba, en qué me gustaba y en qué había conseguido en la vida. Pensó, y pensó bien, que eso me haría sentir más identificado, no ya con datos, sino con algo más personal, conmigo mismo, con eso que quería descubrir. Me dijo, pues, que yo era ingeniero superior de telecomunicaciones. Recalcó eso de “superior” porque por lo visto siempre me había gustado distinguir entre ser ingeniero, sin más, y ser ingeniero superior. Más que gustarme distinguir, digamos que me ha disgustado que no se distinguiera, porque claro, uno que es superior es más que uno que no lo es. Eso de ser ingeniero, ¡ojo, superior!, era mucho ser , y eso era, por tanto, mucho yo. Esta curiosa forma de verme a mí mismo en términos comparativos, o más bien diría que competitivos, me hizo recordar algo parecido que viví en el instituto. Mis notas eran brillantes, pero como había otros que también tenían notas brillantes descubrí que la forma de diferenciarme de ellos era añadir que además yo tenía sobresaliente en gimnasia, cosa que raramente un empollón al uso llegaba a conseguir. Diferenciarme de esa manera me hacía sentir bien. Me hacía distinguirme, identificarme. Durante mi etapa laboral, cambiaron los términos de esa competición latente que siempre me había acompañado: fueron el dinero que ganaba y el puesto que ocupaba en la empresa lo que me identificaba, así como el coche que tenía, la moto que pilotaba y la casa que poseía. Este ya iba siendo yo, es decir, un alumno brillante en el instituto que además sacaba sobresaliente en gimnasia, un ingeniero superior no menos brillante que sacó la carrera año por año, un trabajador ejemplar y muy valorado en su empresa, poseedor de un coche deportivo, la moto más rápida y una casa en la playa. La definición de ganador, vamos, pero ¿la definición según quién?, ¿en función de qué parámetros?, ¿contra quién exactamente me estaba peleando para considerarme ganador?

Debo decir que esta especie de monstruito pretencioso que acabo de describir no me da ninguna vergüenza hoy en día. Contar estas intimidades de mi mente a la hora de considerar quién me he creído que he sido no responde más que a otro informe del detective, y dado que el detective soy yo encargado por mí mismo para poder entender quién soy, lo interpreto más bien como un ejercicio de honradez que como una reiteración del sobrecargado y competitivo orgullo que bullía dentro de mí.

En cualquier caso, todo esto me llevó a hacer la siguiente reflexión: Hoy no corro como cuando tenía dieciocho años, así que del sobresaliente en gimnasia de la época que tanto me identificaba me puedo olvidar, si me hacen un examen ahora mismo de eso que me hizo ingeniero no aprobaría ni una de las asignaturas de la carrera (esto no es una forma de hablar, es literalmente cierto), y para más inri no tengo coche, ni moto, ni casa, ni sueldo. ¿Quién soy entonces? ¿Es que ahora mismo no soy nadie?

El hecho de que me haya descrito a mí mismo con tanta frivolidad no ha sido más que para crear más contraste entre lo que creo que soy y lo que soy, sea lo que fuere. Podría haber sido más generoso, pues también hay datos para pintarme mejor, pero eso no iba a cambiar esa sensación de vacío con la que me encontraría al preguntarse quién está detrás de mis obras y de mis ideas. También puedo identificarme con la persona que durante años cuidó, alimentó y educó innumerables perros de la protectora de animales de Linares, con el mwalimu (maestro, en suajili) que enseñó a leer y escribir a una veintena de niños pobres tanzanos durante el año pasado, o incluso con el profesor de francés que ahora soy en la fundación Vicente Ferrer en la India. Sin embargo, ya no cuido perros, tampoco vivo en Tanzania y no creo que vaya a estar en la India dando clases de francés toda mi vida. ¿Quién seré entonces cuando todo esto pase? El vacío aparece de nuevo, y es independiente de la vileza o nobleza de las ideas y acciones detrás de las cuales estoy y con las que me identifico.

Quizás la respuesta más lógica a esta vacuidad podría ser que todo lo descrito son diferentes facetas -unas honrosas y otras no tanto- de un mismo yo que reacciona de diferentes maneras en diferentes situaciones, que expresa diferentes aspectos de sí mismo en relación con otras personas y lugares. Alguien que, como respuesta a nuevas experiencias, circunstancias y condicionantes despliega un conjunto diferente de sentimientos y actitudes, y, por tanto, de acciones. Pero siendo esto así, y dadas estas diferencias, ¿puedo entonces afirmar que soy sólo uno?

Nuestros pensamientos, sensaciones, emociones y acciones son como olas en la superficie de un océano de infinitas posibilidades. El problema es que nos acostumbramos a ver sólo las olas y acabamos confundiéndolas con el océano. Sin embargo, cada vez que miramos las olas somos un poco más conscientes del océano, y de esta manera nuestro enfoque empieza a cambiar. Empezamos a identificarnos con el océano más que con las olas, y empezamos a ver cómo éstas suben y bajan sin afectar en lo más mínimo la naturaleza esencialmente grandiosa e inmutable del océano.

Pero esto ocurre sólo cuando miramos. Si queremos terminar con las limitaciones que tenemos impuestas sobre lo que nos rodea y sobre nosotros mismos, y si tenemos la ligera sospecha de que estamos confundiendo la etiqueta de la botella con su contenido, entonces es un buen momento para pararse a observar nuestros hábitos mentales. Hacer esto sin juzgarse es una forma de mirar, y normalmente cuando se mira, se empieza a ver y a entender. ¿Pero a ver y a entender qué? ¿Se puede explicar con palabras? Sigamos preguntándole al detective. 

- Jaisalmer (Jaipur) - India. 
  

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