La razón es muy suya, engreída en cierto modo. Va con ínfulas
de superioridad porque está acostumbrada a que pase lo que sabe que tiene que
pasar. Pero es tonta -porque no sabe situar “qué más da dónde” en el mapa- e
insensible -porque no es capaz de meter el infinito en una caja y hacerle
agujeritos para que respire-. Acostumbra a decir sí, y no, posible, imposible,
viable e inviable, y para cada cosa tiene su antónimo, su medida y su momento. Se
dedica a pegar etiquetas en las hojas de los árboles y a poner nombres a las flores, y piensa
que sólo con porqués se pueden auscultar los latidos del cosmos.
La emoción, sin embargo, no tiene estudios pero escribe poesías, y está tan loca
que su recuerdo llora melancólicas sonrisas con sabor a futuro. Viaja con
una brújula sin imán, transparenta fronteras, no conoce el prefijo “in-” y piensa que los decimales de pi son una pequeña lista de estados de
ánimo.
La razón siente que está sola, pero no lo dice. La emoción
quiere expresarse, pero no habla idiomas.
El día que se entiendan, el arco iris dará conferencias
sobre óptica, los ríos desembocarán en volcanes, los baobabs trotarán y las nubes
formarán ecuaciones diferenciales de algodón rosa.
15 de abril de 2015
15 de abril de 2015
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