Cada día cuando termino de cenar me dirijo desde la cantina
a mi habitación con paso de paseante. Casi siempre veo lunas crecientes, y en
ellas, además del sol, veo reflejado mi ánimo. Llevo cuatro meses haciendo lo
mismo y viendo cada noche lo mismo diferentemente. Este paseo intrascendente es
una de esas actividades que forman el esqueleto de la cotidianeidad, algo que
hace sentir el pulso de una vida nueva que se acomoda en la almohada del final de su
día a día, uno de esos ratos en los que parece que no pasa nada porque lo que
pasa no es más que una de las muchas sílabas que sólo el largo plazo y la
mirada hacia atrás pueden leer en su completitud para descifrar el mensaje de
una estancia prolongada en un lugar nuevo que paulatinamente va dejando de
serlo.
Al principio aparecía por detrás de los árboles y se disfrazaba de
sombra timorata. Las distancias que guardaba eran de una precaución estirada
por el miedo, y sólo sus orejas tiesas lejanas hablaban de su presencia, una
presencia que suplicaba ausencia. Pasadas varias semanas, empecé a distinguir su perfil, y
al mes y poco más confirmé que era un perro el que me vigilaba con más miedo
que curiosidad. Un perro que comía aire y que sólo tenía flaqueza. Tan flaco
estaba que parecía empachado de antimateria. Cuando hice el primer ademán de
acercarme, aún de lejos, salió despedido por el miedo, como si su mirada se
hubiera estrellado contra una cama elástica que le obligara a rebotar dejando una estela de pánico.
Con el paso de los meses se fue acercando más hasta dejarme
ver sus ojos apaleados, y me contó con sus bailes sombríos de recelo que le habían
pegado y que la confianza le era más ajena que la comida. Skinny (flaco) -así me
dijo que se llamaba- me ha estado dedicando diariamente su danza de vientre vacío y miedo
empachado durante meses.
Hasta que ayer se cansó de bailar y se me acercó para
lamerme la mano, tirarse panza arriba como un peregrino exhausto y pedirme que le
acariciara. Nunca antes había acariciado a un perro con tanta solemnidad,
y nunca antes nadie había aullado mis cariñosas caricias en el lenguaje del
dolor. Tanto había recibido Skinny de eso que a nadie gusta, que no sabía cómo
interpretar la ternura de mis dedos, y sólo se le ocurría ulular dolorosamente ante algo tan desconocido para él como el cariño de una mano humana. Tan confundido estaba que le costaba distinguir un látigo de una pluma.
Él se lleva ahora un mundo nuevo que brota de mis manos después de cada cena, y yo confirmo que con cuatro meses basta para conquistar con buenas palabras -las del silencio y la paciencia- la reconciliación de un mamífero que encierra en su cánida actitud la más humana y noble de las flaquezas: la necesidad de amor.
Él se lleva ahora un mundo nuevo que brota de mis manos después de cada cena, y yo confirmo que con cuatro meses basta para conquistar con buenas palabras -las del silencio y la paciencia- la reconciliación de un mamífero que encierra en su cánida actitud la más humana y noble de las flaquezas: la necesidad de amor.
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