Si los dedos de mis manos pudieran pensar, se pasarían toda
su vida haciendo lo que hacen ahora, pero además preguntándose por qué. Cogerían, soltarían, acariciarían, contundirían, señalarían,
darían el alto y pedirían paso, todo como hasta ahora, pero con la condena de
la interrogación en sus acciones.
Probablemente lo primero que se preguntarían sería cómo es
Dios, y también probablemente llegarían a la conclusión de que Dios tendría
forma de mano, y que el universo es una obra de artesanía de unas manos eternas
que tienen infinitos dedos y que son al mismo tiempo puño y palma abierta.
Adorarían al número diez, y considerarían que el sistema métrico
decimal es el que rige el funcionamiento del cosmos. No tardarían en plantearse dudas sobre si coger una cosa es bueno o
malo, o si soltar otra debe hacerse en un momento o en otro, y se observarían reglas de comportamiento sobre el coger y el dejar de coger, el
soltar y el cómo, el acariciar y a qué y cuándo, y el estrecharse y de qué
manera. Crearían una religión hecha a mano, redactarían decenas de mandamientos
e impondrían leyes de pulgar elevado. Se clasificarían a sí mismos por castas y
condenarían al meñique a la más paria de las consideraciones digitales,
mientras el pulgar -el rey de lo prensil- se envanecería sobre todos los demás
creyéndose señalado por el índice divino.
Cada dedo se sentiría plenipotenciario, una entidad independiente en sí que no necesita de los demás. Algunos empezarían a preocuparse de tener una uña decente en vez de colaborar en las tareas manuales, y otros –convencidos- afirmarían que las manos no existen. ¿Adónde va un dedo cuando muere? –se preguntarían-. ¿Por qué este yugo para mí? –se quejaría el anular-. ¿Por qué tengo yo que juzgarlo todo? –se lamentaría el índice.
Cada dedo se sentiría plenipotenciario, una entidad independiente en sí que no necesita de los demás. Algunos empezarían a preocuparse de tener una uña decente en vez de colaborar en las tareas manuales, y otros –convencidos- afirmarían que las manos no existen. ¿Adónde va un dedo cuando muere? –se preguntarían-. ¿Por qué este yugo para mí? –se quejaría el anular-. ¿Por qué tengo yo que juzgarlo todo? –se lamentaría el índice.
Y así confundidos, pensando por sí mismos, olvidarían su esencial naturaleza: que forman parte de un todo, que son el extremo de una extremidad, que su pensamiento no es la globalidad, y que lo que ellos llaman libertad no es más que la ejecución inconsciente de una necesidad que transciende su entendible verdad. ¡Humano, deja ya de delirar, eres dedo y nada más!
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