En este lugar tan diferente de lo que
hasta ahora había visto en mi vida tengo dificultades para asimilar la plétora
de sensaciones y emociones que me está bombardeando. Creo que tengo que ir
despacio porque el continente, que soy yo, no tiene cabida para todo el
contenido que quiere entrar en él. O me ensancho mucho -cosa que evidentemente
estoy haciendo, pero de manera lenta e insuficiente, porque soy muy limitado- o
ignoro parcialmente el torrente de novedades que quiero entender y sentir,
porque si no no voy a poder retenerlo; y tengo claro que querer vivirlo todo a
la vez sería como pretender coger el agua con las manos. Iré, pues, gota a gota
-para que no se me caiga- y la interpretaré protegiéndola del sol de mis
prejuicios -para que no se me evapore-.
He visto cocinar unas alubias sobre un
caldero herrumbroso al calor de unos maderos de acacia. He estado ahí y he
estrechado la mano de quien me servía, y he jugado con el niño que miraba, y he
reído de algo que no entendía en un idioma que no hablo. He olido y saboreado
la espuma de la olla, y de postre he respirado profundamente el aire de la
falda del Kilimanjaro.
No sé si es la sugestión de esa misma
falda –todas me rinden la voluntad- o mi actual nudismo emocional -que me lleva
a sentir el viento de la vida en partes íntimas que antes no estaban expuestas-
pero me parece que faltan estrellas en el cielo de Tanzania para ponérselas a
este restaurante de campaña.
Me he despedido con un apretón de manos a
mis restauradoras, con un brinco de mis dedos en la nariz del niño, y con una
sonrisa que todavía me dura. Ni se me ha ocurrido pensar en pagar con dinero;
no quería estropearlo.
Tengo claro que hay que ir despacio porque
"lo esencial", eso que busco, pesa -igual que algunas sombras- y no
se puede llevar todo a la vez, sino ladrillo a ladrillo.