Eso de que siempre puede haber alguien mejor que tú es cierto. Y lo es por necesidad, ya que lo de ser el mejor va a ratos -como las erecciones- y además caduca -como los yogures-.
En un momento de flojera, en uno de mala suerte propia, en uno de buena ajena,
o como consecuencia de un accidente del azar, ¡zas!, viene otro y lo hace
mejor, lo que fuera que estemos considerando, doquiera que lo estemos contextualizando: en el trabajo, en algún deporte, expresando una idea, seduciendo,
manejando una situación determinada… da igual, el caso es que de repente llega
otro que nos da una coz y nos tira del pódium.
¡Qué problemón! ¡A ver qué le decimos ahora al señorito ego que se va a echar a llorar y va a patalear y no va a querer dejar su triciclo a nadie porque es suyo y sólo suyo! Adoctrinados como estamos para ganar –aunque sigue sin quedar muy claro en qué consiste eso de ganar- seguimos siendo autodidactas cuando se trata de interpretar el fracaso –cuya definición es tan recóndita como la del propio éxito, pues se supone que uno es el hueco que deja el otro-.
Lo que hay que hacer con el señorito ego, dado que no hay forma de echarlo de la fiesta, es engordarlo. Sí, creo que hay que cebarlo, pero no para que reviente, sino para que acabe siendo tan grande que se trague a todos los demás. Tener un ego infinito sería como no tener ego, porque nada nos resultaría ajeno y todo nos dolería como propio. Para disolverlo hay que conseguir que se coma hasta su propia definición. Si lo engullera todo, todo estaría en él y como consecuencia todo sería yo. Matemáticamente: yo más todo sería igual a uno.
¡Es tu punto débil, piedra en el zapato, hipocentro de jerarquías, cancerbero de triciclos! Tanto te odio que te voy a amar para destruirte. Te voy a convertir en un gordinflón adorable: mis ojos van a ser tu estómago.
¡Qué problemón! ¡A ver qué le decimos ahora al señorito ego que se va a echar a llorar y va a patalear y no va a querer dejar su triciclo a nadie porque es suyo y sólo suyo! Adoctrinados como estamos para ganar –aunque sigue sin quedar muy claro en qué consiste eso de ganar- seguimos siendo autodidactas cuando se trata de interpretar el fracaso –cuya definición es tan recóndita como la del propio éxito, pues se supone que uno es el hueco que deja el otro-.
Lo que hay que hacer con el señorito ego, dado que no hay forma de echarlo de la fiesta, es engordarlo. Sí, creo que hay que cebarlo, pero no para que reviente, sino para que acabe siendo tan grande que se trague a todos los demás. Tener un ego infinito sería como no tener ego, porque nada nos resultaría ajeno y todo nos dolería como propio. Para disolverlo hay que conseguir que se coma hasta su propia definición. Si lo engullera todo, todo estaría en él y como consecuencia todo sería yo. Matemáticamente: yo más todo sería igual a uno.
¡Es tu punto débil, piedra en el zapato, hipocentro de jerarquías, cancerbero de triciclos! Tanto te odio que te voy a amar para destruirte. Te voy a convertir en un gordinflón adorable: mis ojos van a ser tu estómago.
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