Llevar una buena vejez consiste en que a uno le vayan
dejando de apetecer de hacer justo las cosas que va dejando de ser capaz de
hacer. Pero esto es un proceso complejo que no consiste en plantearse
desapetencias puntuales de repente, sino en que el propio cuerpo, o más bien la
propia mente, en vista de las posibilidades del cuerpo, nos vaya pasando
sibilina y dosificada pero contundentemente las órdenes de olvidar los
proyectos que ya nos resultan inviables en términos físicos. Uno no se siente incapaz de hacer algo
cuando no quiere hacerlo, sino cuando quiere hacerlo y no puede. Desconectando
la apetencia se desconecta también la frustración de la incapacidad. Conviene,
pues, cultivar una mente sabia que nos ayude en este proceso, porque una mente
estúpida puede torturarnos con crónicas diarias de nuestra involución física pidiéndonos sádicamente un aspecto
irrecuperable, un talento incultivable o una destreza inalcanzable.
Yo, joven todavía para los que me doblan la edad, y maduro para
los que me la dividen por dos o más, siento aún la lozanía y el poder de mi cuerpo, la
extraordinaria precisión de su funcionamiento, su fuerza, su incorrupta capacidad
de desear y satisfacer, y su infinita potencialidad. En nada tiene que trabajar
mi mente para adecuarse a sus carencias, porque no las tiene. Siento la
juventud en su grado máximo, en su cenit. Pero mi juventud está ya con los
brazos en jarras, como quien acaba de llegar a la cima de la montaña, deleitándose
con un atardecer inigualable, pletórico, exultante, diríase sin crepúsculo.
Cada bocanada de aire que doy es capaz de hinchar globos aerostáticos, tumbar zepelines, avivar incendios que se lleven por delante el Amazonas y provocar mareas que conviertan el tiempo en una ciudad fantasma bajo los mares. El poder de mis pulmones -los físicos y los pensantes- es sublime, y precisamente por el premonitorio dictado de esa energía que ahora me inerva sé que probablemente algún día tendré que pelearme con leviatanes para alcanzar una silla, librar batallas infernales para acercarme una cuchara a una boca sin perlas y espirar aire prestado de la providencia para apagar una miserable vela. Pero no seré yo quien sople entonces, sino mi mente. Mi jubilación -la de mi cuerpo- es mi cultivación -la de mi mente-, por eso hoy no me preocupo de sentar la cabeza, sino de llenarla.
Trabajo desde mi cenit para tener un digno descenso al nadir, para que cuando mi cuerpo -ese titán- esté exhausto, pueda disfrutar -en el templo de mi mente, atendido delicadamente por ideas-ninfa- del merecido descanso del gran guerrero que ahora es y que hasta que mis ojos se cierren será.
Cada bocanada de aire que doy es capaz de hinchar globos aerostáticos, tumbar zepelines, avivar incendios que se lleven por delante el Amazonas y provocar mareas que conviertan el tiempo en una ciudad fantasma bajo los mares. El poder de mis pulmones -los físicos y los pensantes- es sublime, y precisamente por el premonitorio dictado de esa energía que ahora me inerva sé que probablemente algún día tendré que pelearme con leviatanes para alcanzar una silla, librar batallas infernales para acercarme una cuchara a una boca sin perlas y espirar aire prestado de la providencia para apagar una miserable vela. Pero no seré yo quien sople entonces, sino mi mente. Mi jubilación -la de mi cuerpo- es mi cultivación -la de mi mente-, por eso hoy no me preocupo de sentar la cabeza, sino de llenarla.
Trabajo desde mi cenit para tener un digno descenso al nadir, para que cuando mi cuerpo -ese titán- esté exhausto, pueda disfrutar -en el templo de mi mente, atendido delicadamente por ideas-ninfa- del merecido descanso del gran guerrero que ahora es y que hasta que mis ojos se cierren será.
Forever warrior -;)
ResponderEliminar