Casi toda la gente que conozco, si no
toda, ha bebido leche alguna vez. Sin embargo, conozco muy poca
gente, poquísima, que haya ordeñado. También creo que casi todo el
mundo ha comido manzanas, pero casi nadie ha plantado, y mucho menos
regado y visto crecer, un manzano. Este alejamiento de la Naturaleza que
tan normal se ha vuelto en nuestra sociedad es para mí un buen
ejemplo para pensar que, de la misma manera, casi todo el mundo cree
saber quién es y sin embargo nunca se ha puesto a pensar seriamente
en ello. Estamos también muy lejos de conocer nuestra verdadera
naturaleza, y nos solemos conformar con lo que hemos visto hasta
ahora que tan poco nos define en realidad: nuestro nombre, nuestras
posesiones, nuestras obras pasadas, nuestro dinero, nuestros
conocimientos o incluso lo que pensamos. Creer que uno sabe quién es
con esos datos se acerca tanto al conocimiento verdadero como una
sombra al cuerpo que la proyecta.
Para poder saber quiénes somos hay que
empezar por saber lo que es saber, y para saberlo voy a poner y
analizar un ejemplo muy sencillo. ¿Qué ocurre cuando miramos una
rosa? Ocurren muchas cosas. Vamos a ver unas cuantas. La rosa es el
estímulo cuya imagen se proyecta sobre nuestra retina, y las células
de ésta generan una señal que se transmite por el nervio óptico
hasta una zona de nuestro cerebro que es el córtex visual, encargado
de recibir las señales de nuestro sentido de la vista.
Inmediatamente después, el córtex emite otra señal que viaja hasta
el tálamo, un grupo de células situado en el centro del cerebro
donde se decodifica esta señal para enviarse después a otras partes del mismo. Por cierto, es curioso que el término griego “tálamo”
significa también hoy en día “lecho conyugal”, un lugar donde
supuesta y normalmente se tienen conversaciones privadas. Bueno,
conversaciones y más cosas, claro. En fin, continúo: Desde el
tálamo, se emiten mensajes en varias direcciones, a saber: Unos
mensajes van hacia el sistema límbico, que primordialmente se
encarga de distinguir entre dolor y placer. Es especialmente
significativo el papel de la amígdala, un pequeño grupo de neuronas
en forma de almendra que determina el contenido emocional de la
experiencia que estamos teniendo. Otra estructura importante del
sistema límbico es el hipocampo, una especie de almacén de
variables espacio-temporales de la memoria. Nos permite saber, por
ejemplo, cuándo y dónde vimos una rosa por primera vez. Al mismo
tiempo, el tálamo envía otros mensajes al neocórtex, la parte más
externa del cerebro, de donde obtenemos un punto de vista analítico
de la experiencia, es decir, donde damos nombre a las cosas y la
formulamos conceptos. Ahí es donde definimos rosa como “la cosa
esa roja hecha de otras cosas rojas que juntas de una determinada
manera dan lugar a lo que yo conozco como rosa”. Evidentemente no
pretendo dar una definición atinada de rosa, sino sólo sugerir la
idea de cómo y dónde se forma.
Todo esto que me ha llevado un largo
párrafo describir de manera que cualquier neurólogo matizaría pero
en términos generales suscribiría, se produce en mucho menos de un
segundo. A continuación, además, el cerebro responde promoviendo la
generación de cortisona, adrenalina, dopamina y endorfinas para
acelerar o ralentizar nuestro pulso cardíaco y para cambiar nuestro
humor. Al mismo tiempo, se establece una serie de conexiones entre
los órganos de los sentidos, las diferentes estructuras cerebrales,
los órganos vitales y las glándulas. De esta manera se crea una compleja red de datos que da lugar a una imagen -un mapa, por así
decirlo- de lo que es una rosa roja. Y en todo esto, muy grosso modo
contado, consiste saber lo que es una rosa cuando la miramos.
Lo hasta ahora dicho, que puede parecer
más o menos complejo, se resume en que no estamos viendo una rosa en
sí, sino más bien un concepto de lo que es la rosa. Hay que tener
en cuenta, además, que este concepto está condicionado por las
circunstancias en las que vimos una rosa por primera vez, los
recuerdos y expectativas que sobre la idea de rosa tenemos
almacenados en diversas partes de nuestro cerebro, las modificaciones
ocurridas en el mismo a partir de nuestras últimas experiencias y,
quizás lo más importante, la distinción entre la rosa y yo. Y ojo
porque aquí empieza la aventura, que más bien podría llamarse
desventura.
Como hemos visto, la distinción entre yo como una
entidad separada de la rosa es en sí una imagen interna que emerge
como real para mí a partir de una recreación de mi cerebro. Esta
imagen es bastante sutil y vaga en los comienzos de nuestra vida,
pero nuestra sensación interna de yo como algo distinto de lo que no
soy yo -la rosa y el resto del universo- se hace más intensa con el
paso de los años. Una vez que hemos creado el sentimiento de “yo”
y de “no yo”, empezamos a relacionarlo con nuestra experiencia en
términos de “mío” y “no mío”, “lo que tengo” y “lo
que no tengo”, “lo que quiero” y “lo que no quiero”, etc.
Este conjunto de ideas adquiere la fuerza de la verdad absoluta en
nosotros, dando así lugar al ego, una creación puramente mental a
la que cariñosamente a partir de ahora denominaré “miniyo”, en
contraposición con mi verdadero yo, que de momento seguimos sin
conocer.
El miniyo, esa proyección de la mente, tiene un origen
noble -la del proceso mental que nos permite distinguir en términos
relativos las cosas que nos rodean- pero desde el día en que de
niños nos disputamos el primer juguete va adquiriendo un poder que
acaba por ser desmesurado y que utiliza para suplantar nuestra
identidad y poseernos. Después de los juguetes empieza a interesarse
por el dinero, las posesiones materiales, la posición social, etc.
Su avidez y su fragilidad son asombrosas. Avidez porque siempre
quiere más, y fragilidad porque cuando pierde lo que tiene se cree
morir. Esto deja claro que es también un gran generador de miedos y
ansiedades, pero de todo esto hablaremos más adelante.
Cuando
descubrí que este impostor llevaba prácticamente toda mi vida haciéndose pasar por mí me indigné, pero cuando
supe que justo detrás de él estaba yo, me alegré sobremanera de
haberle descubierto. Ahora “sólo” tenía que deshacerme de él y
la misión quedaría cumplida. Pero no fui tan ingenuo como para
pensar que alguien que llevaba tanto tiempo ahí se iba a ir sólo pidiéndoselo
por favor, y tampoco tenía nada que ofrecerle ni con qué amenazarle
para que se marchara, así que antes de tomar ninguna medida decidí
que lo mejor era conocerle mejor. Esta tarea de espionaje se la
encargué, como no podía ser de otra manera, al detective.
- Jaipur (Rajastán) - India.