No es por casualidad que el verbo aprender tenga la acepción
tanto de adquirir el conocimiento como de transmitirlo. Es cierto que la
segunda acepción es antigua y poco utilizada coloquialmente en castellano, pero
existir existe, al menos según la
RAE , así que quien dice “yo aprendo” está diciendo “yo
adquiero el conocimiento” o también, según el contexto y la situación, “yo
enseño el conocimiento”. Esta utilización del verbo aprender como entrada y
salida del conocimiento es, por ejemplo, más habitual en francés, lengua en la
que con normalidad se dice “j´apprends” para significar indistintamente “yo
aprendo” y “yo enseño”. La idea resulta incluso graciosa en suajili, idioma en el que esencialmente tampoco hay diferencia entre enseñar y aprender: enseñar se dice “kufundisha”, y aprender “kujifunza”, que traducido literamente sería algo así como “enseñar hacia uno mismo”. Bonito, ¿que no?
Digo que no es por casualidad que aprender tenga ambas
acepciones porque no creo que sea muy lógico eso de aprender si no es para
luego enseñárselo a alguien, de la misma manera que no tiene mucho sentido
existir si no es para relacionarse, o tener la innata capacidad del lenguaje si
no es para comunicarse, o hasta vivir si no es para compartir. El concepto de secreto es en mi opinión uno de los más
antinaturales que sin embargo con más naturalidad manejamos, una forma de
arrastrar por los pelos a la verdad para confinarla en una celda que abrimos y
cerramos a nuestro antojo, como si se pudiera poner un candado a las nubes para
que no lloviera, o como si fuera plausible que una mano se guardara un aplauso para sentirse más mano que su hermana.
Tan liberador es el saber como limitante es el no saber, y
esto bien lo saben los que gustan de ver el mundo como una amalgama de
diferentes y no como un gran plasma de iguales. Apreciar la diferencia,
experimentar la variedad, distinguir las esencias y detectar los matices es un
ejercicio intelectual noble y elevado, pero no es el más alto. Por encima de él
está el de ver sólo uno en la variedad, percibir la unicidad en la
diferencia, mojarse con la tierra y caminar sobre el mar, concluir que el único número
que existe es el uno, y "clariver" que todo lo demás son sueños matemáticos que se
deslizan sobre el todo como una gota sobre una hoja, un soplido sobre una espalda, una
caricia sobre un párpado o una idea sobre una esfera. Cuando se ve el uno desaparecen las jerarquías, los antes y los después, los enemigos, los
porqués, las dudas y también las soluciones, porque así mismo se desvanecen las preguntas.
El camino que lleva al uno -no al primero, sino al único- no está
señalado con carteles al uso. Se llega a él a través de un
bosque en el que todas las indicaciones apuntan hacia abajo, o sea, hacia dentro, y
para emprender este viaje no basta con partir, hay que huir. Los que gustan de ver el mundo
como una amalgama de desiguales bien lo desconocen, porque sus ganas de
jerarquizar para dominar hacen que olviden el secreto que debería serlo con chirimías: que todas las sumas por hacer están hechas ya, que las matemáticas son pasado, que clasificar es un verbo que ha sido desclasificado, que los puntos de vista son en realidad vistas de un punto y que todo esto está para ser aprendido, o enseñado; lo mismo da porque lo mismo es.
*Nota: el verbo "clariver" no está en la RAE, pero debería.
*Nota: el verbo "clariver" no está en la RAE, pero debería.
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