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No tenía fuerzas para rendirme, así que decidí emprender activamente una búsqueda eidética, es decir, de lo esencial. Pensé que el cambio que afrontaba merecía un decorado literario, y de ahí el blog. En él reflejo pensamientos, reflexiones y emociones que he vivido durante mi estancia en Tanzania enseñando inglés y suajili a niños de preescolar en un colegio rural de la organización Born To Learn, en India como profesor de francés para la Professional School of Foreign Languages de la Fundación Vicente Ferrer, y actualmente en Malí cooperando con CONEMUND en proyectos de seguridad alimentaria y equidad de género. Mi objetivo cabe en una palabra: Compartir.

domingo, 22 de marzo de 2015

El secreto es uno


No es por casualidad que el verbo aprender tenga la acepción tanto de adquirir el conocimiento como de transmitirlo. Es cierto que la segunda acepción es antigua y poco utilizada coloquialmente en castellano, pero existir existe, al menos según la RAE, así que quien dice “yo aprendo” está diciendo “yo adquiero el conocimiento” o también, según el contexto y la situación, “yo enseño el conocimiento”. Esta utilización del verbo aprender como entrada y salida del conocimiento es, por ejemplo, más habitual en francés, lengua en la que con normalidad se dice “j´apprends” para significar indistintamente “yo aprendo” y “yo enseño”. La idea resulta incluso graciosa en suajili, idioma en el que esencialmente tampoco hay diferencia entre enseñar y aprender: enseñar se dice kufundisha, y aprender kujifunza, que traducido literamente sería algo así como enseñar hacia uno mismo. Bonito, ¿que no?

Digo que no es por casualidad que aprender tenga ambas acepciones porque no creo que sea muy lógico eso de aprender si no es para luego enseñárselo a alguien, de la misma manera que no tiene mucho sentido existir si no es para relacionarse, o tener la innata capacidad del lenguaje si no es para comunicarse, o hasta vivir si no es para compartir. El concepto de secreto es en mi opinión uno de los más antinaturales que sin embargo con más naturalidad manejamos, una forma de arrastrar por los pelos a la verdad para confinarla en una celda que abrimos y cerramos a nuestro antojo, como si se pudiera poner un candado a las nubes para que no lloviera, o como si fuera plausible que una mano se guardara un aplauso para sentirse más mano que su hermana. 

Tan liberador es el saber como limitante es el no saber, y esto bien lo saben los que gustan de ver el mundo como una amalgama de diferentes y no como un gran plasma de iguales. Apreciar la diferencia, experimentar la variedad, distinguir las esencias y detectar los matices es un ejercicio intelectual noble y elevado, pero no es el más alto. Por encima de él está el de ver sólo uno en la variedad, percibir la unicidad en la diferencia, mojarse con la tierra y caminar sobre el mar, concluir que el único número que existe es el uno, y "clariver" que todo lo demás son sueños matemáticos que se deslizan sobre el todo como una gota sobre una hoja, un soplido sobre una espalda, una caricia sobre un párpado o una idea sobre una esfera. Cuando se ve el uno desaparecen las jerarquías, los antes y los después, los enemigos, los porqués, las dudas y también las soluciones, porque así mismo se desvanecen las preguntas. 

El camino que lleva al uno -no al primero, sino al único- no está señalado con carteles al uso. Se llega a él a través de un bosque en el que todas las indicaciones apuntan hacia abajo, o sea, hacia dentro, y para emprender este viaje no basta con partir, hay que huir. Los que gustan de ver el mundo como una amalgama de desiguales bien lo desconocen, porque sus ganas de jerarquizar para dominar hacen que olviden el secreto que debería serlo con chirimías: que todas las sumas por hacer están hechas ya, que las matemáticas son pasado, que clasificar es un verbo que ha sido desclasificado, que los puntos de vista son en realidad vistas de un punto y que todo esto está para ser aprendido, o enseñado; lo mismo da porque lo mismo es.  


*Nota: el verbo "clariver" no está en la RAE, pero debería.

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