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No tenía fuerzas para rendirme, así que decidí emprender activamente una búsqueda eidética, es decir, de lo esencial. Pensé que el cambio que afrontaba merecía un decorado literario, y de ahí el blog. En él reflejo pensamientos, reflexiones y emociones que he vivido durante mi estancia en Tanzania enseñando inglés y suajili a niños de preescolar en un colegio rural de la organización Born To Learn, en India como profesor de francés para la Professional School of Foreign Languages de la Fundación Vicente Ferrer, y actualmente en Malí cooperando con CONEMUND en proyectos de seguridad alimentaria y equidad de género. Mi objetivo cabe en una palabra: Compartir.

jueves, 5 de marzo de 2015

El manuscrito del revés


Quizás la felicidad sea un estado tan difícil de lograr porque no tiene camino directo y porque no se está quieta, o quizás es que no hay que tomar ningún camino y ella es la quietud misma. Interpretamos la felicidad como algo que está escondido y que hay que buscar, y consideramos casi automáticamente que buscar es actuar, moverse uno mismo y remover lo que hay alrededor para identificar y aprehender eso que se persigue. Pero, ¿y si cambiamos el enfoque e interpretamos buscar como algo apaciguado, o sea, como un sosegado esperar encontrar? 

A la hora de plantearnos cómo buscar la felicidad y qué punto de vista tomar, conviene tener en cuenta que nuestra mente está continuamente en movimiento, incluso cuando no necesitamos que actúe. Se va al pasado donde nada puede cambiar, se lanza al futuro donde no hay nada que tocar, juega con la fórmula “si hubiera o hubiese…” fantasea, se ilusiona y crea sin descansar un mundo de ectoplasmas que no existen pero que nos afectan como si existieran. Muchas veces me he preguntado dónde habrá ido a parar la energía que he gastado a lo largo de mi vida en preocuparme de cosas que luego no han ocurrido. Si me la devolvieran toda de golpe creo que podría darme un paseo por la vía láctea haciendo cabriolas de planeta en cometa.

Por otra parte, todas las religiones coinciden en atribuir al ser humano una naturaleza medio animal, medio divina. Cuerpo y alma es la más burda y aceptada de las escisiones que se hacen del hombre. Parece lógico entonces pensar que contactar, ver, sentir, tocar conscientemente nuestra propia alma tenga algo que ver con acercarse a lo divino que hay en nosotros, al todo, a Dios, a la absoluta felicidad. Pero sólo cuando las olas se calman se puede ver el fondo del océano, y por eso la frenética e incesante actividad de nuestra mente nos impide ver nuestra naturaleza divina y pasar de lo individual a lo universal que nos constituye. 

Quizás no hay que buscar nada nuevo, sino que todo está ya ahí. Quizás sólo hay que quitar las nubes para que el sol se manifieste. Quizás sólo hay que girar el manuscrito que sostenemos del revés. Las olas que ciegan el fondo y las nubes que tapan el sol son los pensamientos inútiles, y casi todos ellos llevan la misma vitola: el apego, la adicción, la necesidad. No teniendo apego a las cosas y no esperando premio por el resultado de nuestras acciones evitaremos la frustración que tanto agita nuestro mar y que tantos velos tiende entre lo que somos capaces de ver y nuestro verdadero y esencial ser. No se trata de no disfrutar sino de no depender, es decir, de no pender de nada. Se trata de volar. Es una llamada a la universalización de nuestro verdadero yo, ese ser real que está detrás de nuestras vestimentas de transitoriedad.

El propio cuerpo -ese médium, ese maravilloso continente- tiene grabados en las cortezas de sus árboles, en el lenguaje de los instintos y de la química, curiosos mensajes que hablan del gran secreto: la ecuanimidad, el mar de aceite que no conoce las olas ni la tempestad. Igual por eso -buscando esa paz- lloramos de alegría cuando ésta es extrema, y puede que también por eso las lágrimas emocionales son diferentes de las basales –que lubrican- y de las reflejas –que lavan-. Las lágrimas psíquicas, esas que apaciguan el ánimo incluso cuando el exceso es la risa, son químicamente diferentes porque tienen más leucina encefáliza, un analgésico natural. 

Por supuesto, no seré yo quien se atreva a ser tan rancio como para condenar la risa, pero como creo que mi cuerpo es mucho más listo que yo, he intentado reflexionar sobre qué quiere decirme con esta curiosa y especial composición de las lágrimas de la emotividad con respecto a las de la cebolla o las del simple lubricar: ¿Por qué ese analgésico extra? 

Así que ejerciendo de metafísico-poético exégeta de lágrimas he deducido que quizás la respuesta tenga que ver con que los huracanes de emotividad -da igual hacia donde soplen- provocan mareas en la mente que nos ocultan la desconocida fauna que habita el fondo de nuestro propio piélago personal, ese en el que vive un calamar gigante raramente visto de nombre felicidad. 

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