Quizás la felicidad sea un estado tan difícil de lograr
porque no tiene camino directo y porque no se está quieta, o quizás es que no
hay que tomar ningún camino y ella es la quietud misma. Interpretamos la felicidad como algo que está
escondido y que hay que buscar, y consideramos casi automáticamente que buscar es actuar,
moverse uno mismo y remover lo que hay alrededor para identificar y aprehender
eso que se persigue. Pero, ¿y si cambiamos el enfoque e interpretamos buscar como
algo apaciguado, o sea, como un sosegado esperar encontrar?
A la hora de plantearnos cómo buscar la felicidad y qué punto de vista tomar, conviene tener en cuenta que nuestra mente está continuamente en movimiento, incluso
cuando no necesitamos que actúe. Se va al pasado donde nada puede cambiar, se
lanza al futuro donde no hay nada que tocar, juega con la fórmula “si hubiera o
hubiese…” fantasea, se ilusiona y crea sin descansar un mundo de ectoplasmas
que no existen pero que nos afectan como si existieran. Muchas veces me he
preguntado dónde habrá ido a parar la energía que he gastado a lo largo de mi vida en
preocuparme de cosas que luego no han ocurrido. Si me la devolvieran toda de
golpe creo que podría darme un paseo por la vía láctea haciendo cabriolas de
planeta en cometa.
Por otra parte, todas las religiones coinciden en atribuir al ser humano una
naturaleza medio animal, medio divina. Cuerpo y alma es la más burda y aceptada
de las escisiones que se hacen del hombre. Parece lógico entonces pensar que contactar, ver, sentir, tocar
conscientemente nuestra propia alma tenga algo que ver con acercarse a lo
divino que hay en nosotros, al todo, a Dios, a la absoluta felicidad. Pero sólo cuando las olas se calman se puede
ver el fondo del océano, y por eso la frenética e incesante actividad de nuestra
mente nos impide ver nuestra naturaleza divina y pasar de lo individual a lo
universal que nos constituye.
Quizás no hay que buscar nada nuevo, sino que todo está ya
ahí. Quizás sólo hay que quitar las nubes para que el sol se manifieste. Quizás sólo hay que girar el manuscrito que sostenemos del revés. Las
olas que ciegan el fondo y las nubes que tapan el sol son los pensamientos inútiles, y casi todos
ellos llevan la misma vitola: el apego, la adicción, la necesidad. No teniendo apego a las
cosas y no esperando premio por el resultado de nuestras acciones evitaremos la frustración que tanto agita nuestro mar
y que tantos velos tiende entre lo que somos capaces de ver y nuestro verdadero
y esencial ser. No se trata de no disfrutar sino de no depender, es decir, de no pender de nada. Se trata de volar. Es una
llamada a la universalización de nuestro verdadero yo, ese ser real que está detrás de nuestras vestimentas de transitoriedad.
El propio cuerpo -ese médium, ese maravilloso continente- tiene grabados en las cortezas de sus árboles, en el lenguaje de los
instintos y de la química, curiosos mensajes que hablan del gran secreto: la ecuanimidad, el mar de aceite que no conoce las olas ni la tempestad. Igual por eso -buscando esa paz- lloramos de alegría cuando ésta es extrema, y puede que también por eso
las lágrimas emocionales son diferentes de las basales –que
lubrican- y de las reflejas –que lavan-. Las lágrimas psíquicas, esas que
apaciguan el ánimo incluso cuando el exceso es la risa, son químicamente diferentes porque tienen más leucina
encefáliza, un analgésico natural.
Por supuesto, no seré yo quien se atreva a ser tan rancio como para condenar la risa, pero como creo que mi cuerpo es mucho más listo que yo, he intentado reflexionar sobre qué quiere decirme con esta curiosa y especial composición de las lágrimas de la emotividad con respecto a las de la cebolla o las del simple lubricar: ¿Por qué ese analgésico extra?
Así que ejerciendo de metafísico-poético exégeta de lágrimas he deducido que quizás la respuesta tenga que ver con que los huracanes de emotividad -da igual hacia donde soplen- provocan mareas en la mente que nos ocultan la desconocida fauna que habita el fondo de nuestro propio piélago personal, ese en el que vive un calamar gigante raramente visto de nombre felicidad.
Por supuesto, no seré yo quien se atreva a ser tan rancio como para condenar la risa, pero como creo que mi cuerpo es mucho más listo que yo, he intentado reflexionar sobre qué quiere decirme con esta curiosa y especial composición de las lágrimas de la emotividad con respecto a las de la cebolla o las del simple lubricar: ¿Por qué ese analgésico extra?
Así que ejerciendo de metafísico-poético exégeta de lágrimas he deducido que quizás la respuesta tenga que ver con que los huracanes de emotividad -da igual hacia donde soplen- provocan mareas en la mente que nos ocultan la desconocida fauna que habita el fondo de nuestro propio piélago personal, ese en el que vive un calamar gigante raramente visto de nombre felicidad.
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