Resulta que si en una imaginaria reunión nos juntáramos
Jesus de Nazaret, en adelante Jesucristo, Buda Gautama, en adelante Buda, Abu l-Qāsim Muhammad, en adelante simplemente Mahoma, y yo mismo, en adelante yo, podríamos fácilmente ponernos de acuerdo en que de entre todos nosotros
el que más conocimientos tiene de telecomunicaciones, de matemáticas para
ingeniería y de lengua española soy yo, y con amplia diferencia, porque de estas cosas ellos no tenían literalmente ni idea, por muy ungidos divinamente que estuviesen sus cerebros y por muy transcendentes que fueran sus
mensajes. Esto así dicho parece una verdadera tontería -y probablemente lo sea- pero es también una tontería verdadera.
Descubriríamos también que no hay nada que ellos hayan podido llegar
a sentir que no haya sentido o sea capaz de sentir yo, porque a todos nos
une nuestra naturaleza humana y porque nuestro origen, sea cual fuere, es común.
Nos daríamos cuenta también de que cualquiera de nosotros moriría si le
atropellara un tranvía y de que a ninguno le sentaría mal un trago de agua
fresca cuando tuviera sez, y resolveríamos así mismo que si bien Jesucristo, Mahoma
y Buda mostraron una elegancia divina a la hora de interpretar, ejecutar y transmitir sus
ideas sobre el arte de vivir, todos ellos conocieron el desamparo de la
existencia, las loas y las censuras, el amor y el desamor, las tormentas y la calma, las puñaladas de las
dudas y el mordisco del miedo, y en todo esto -la esencial dualidad de la vida- tampoco se diferenciarían
mucho de mí o de cualquiera de nosotros, pues yo en este artículo no soy más
que el avatar literario de cualquiera.
El quid está en qué actitud se adopta ante esas dificultadas, qué interpretación se hace de ellas, cómo se define el camino, y qué concepto se crea de lo que es el éxito y el fracaso: Jesucristo
nos dejó el sermón del monte (las maravillosas bienaventuranzas), Mahoma la
sura de la vaca y Buda las cuatro nobles verdades, pero ni ellos son más divinos que yo, ni yo más
humano que ellos, y esto no es un ejercicio de presunción sino de unificación,
que además los tres rubricarían, porque fueron precisamente ellos los que nos enseñaron que todos tenemos algo divino
dentro que nos supera a nosotros mismos transcendiendo a un todo que nos iguala.
No hay
humanidad sin humanos y tampoco hay humano sin humanidad. Esa es nuestra identidad, la cualidad de lo idéntico. Un hombre grande está
capacitado para dar un servicio superior, pero no debe tener un estatus
superior, en primer lugar porque él mismo lo rechazaría, y además porque en primera y última instancias todos somos la misma cosa. Todos por des-igual.
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