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No tenía fuerzas para rendirme, así que decidí emprender activamente una búsqueda eidética, es decir, de lo esencial. Pensé que el cambio que afrontaba merecía un decorado literario, y de ahí el blog. En él reflejo pensamientos, reflexiones y emociones que he vivido durante mi estancia en Tanzania enseñando inglés y suajili a niños de preescolar en un colegio rural de la organización Born To Learn, en India como profesor de francés para la Professional School of Foreign Languages de la Fundación Vicente Ferrer, y actualmente en Malí cooperando con CONEMUND en proyectos de seguridad alimentaria y equidad de género. Mi objetivo cabe en una palabra: Compartir.

martes, 31 de marzo de 2015

Un ruso, una radiación y una sílaba

Fue allá por 1997 cuando Luis Mercader del Río me dio clase de Comunicaciones por Satélite en la Universidad Pública de Navarra. Por aquel entonces él tenía setenta y cinco años y yo sólo venticuatro. A mí me asombraba cada día que un hombre de su edad tuviera la cabeza suficiente como para domar e hipnotizar con sus charlas a unos doscientos estudiantes de quinto curso de ingeniería de telecomunicaciones. Asociaba su edad a la de un abuelo incapaz de comunicarse, o capaz de hacerlo sólo en el lenguaje de historias caducas de viejo trasnochado, pero su conocimiento era tan asombroso que aquel hombre de cara sonrosada, acento extraño y gafotas de pasta nos cautivaba a todos con sus discursos -que nada tenían que ver con el pasado- y con sus ecuaciones -que aún hoy siguen perteneciendo al futuro-.

Recuerdo muy bien las visitas que le hice a su despacho para preguntarle alguna duda. Me acercaba con mi hermano Rubén, con quien estudié toda la carrera en la misma habitación. Rubén y yo nos conocimos en Pamplona y compartimos durante más de un lustro aquella habitación en la que teníamos dos camas diminutas que sin embargo casi se montaban una encima de la otra debido al poco espacio del que disponíamos. Aparte de las camas, el resto del mobiliario consistía en un espejo que te devolvía una imagen de tu propio pasado, pues así de viejo era su marco, un armario apolillado en el que se mezclaba nuestra ropa con los recuerdos de vidas ajenas que desconocíamos, y una puerta puesta del revés con un par de andamios debajo que nos servía de mesa de estudio. Esa puerta real era también, sin duda, metafórica, pues atravesándola con nuestro constante y casi obsesivo estudio entramos en contacto con ideas y consideraciones que nos dejaron mareados para siempre. Hoy en día pienso que me costaría menos comerme esa puerta a mordiscos antes que volver a estudiar todo lo que estudié sobre ella.

Las visitas que hacíamos a Don Luis tenían un cariz especial. Por una parte queríamos resolver nuestras dudas técnicas, saber el porqué de alguna ecuación, descifrar el significado de algún coeficiente o interpretar correctamente el resultado de algún problema, pero por otra íbamos a sabiendas de que charlaríamos con alguien especial, como quien tiene cita con un prócer. Aparte de las preguntas propias de la asignatura nos gustaba tirarle de la lengua con alguna cuestión más trascendente -casi como niños que en vez de estar sentados en un despacho con un catedrático estuvieran acostados deseando que su sabio abuelo les contara un cuento de buenas noches- y le sacamos inolvidables comentarios, como cuando nos dijo que uno de los animales que más admiraba era el mosquito, porque albergaba en un espacio mínimo un controlador de vuelo extremadamente preciso, o como cuando, con la soberanía de un adivino y la entereza de alguien inmortal, nos dijo que el hombre llegaría a poner su pie en Marte, pero que para entonces él ya estaría podrido. 

Fue profesor durante cuarenta años en la Unión Soviética, donde se exilió tras la guerra civil española. Era un “niño de la guerra” y a aquellas alturas había recibido ya varios premios de investigación, pero lo mucho que sabía era insignificante comparado con la potencia de querer saber que irradiaba. “El ruso” era incansable. Estaba empecinado en aprenderlo todo, y su anciana imagen delante de un ordenador “peleándose” con el Windows -como él mismo nos decía cuando nos recibía en su modesto despacho- suponía para nosotros un anacronismo maravilloso, un estímulo superlativo para el estudio, la confirmación de que querer saber es una actitud ante la vida, no un arrebato pasajero inducido por un picorcillo de la curiosidad. Un año después de darnos clase dejó el mundo de lo tangible y se convirtió en onda electromagnética. No podía haber acabado de otra manera. 

Fue, pues, el ruso, un viejo de setenta y cinco años de curiosidad recién nacida quien me explicó con su correspondiente postre matemático que el bombazo del Big Bang todavía hoy resuena en el universo, y que hay que tenerlo en cuenta para hacer correctamente las mediciones de las comunicaciones por satélite que tanto han cambiado el día a día de nuestras vidas. El eco de aquella explosión aún se escucha (no acústica sino electromagnéticamente): su frecuencia es de 160,2 GHz y su nombre Radiación de Fondo de Microondas. Este descubrimiento, por cierto casual (aunque en esto de los descubrimientos casuales me gusta añadir la apreciación de Picasso, que la inspiración te tiene que pillar trabajando) por parte de Penzias y Wilson les valió el Premio Nobel de Física de 1.978. La existencia de esta radiación es uno de los argumentos que con más solidez avala el modelo cosmológico del Big Bang o de la gran explosión que dio lugar a todo lo que hoy conocemos y desconocemos, y su identificación y medición nos han permitido tener las comodidades comunicativas de las que actualmente disfrutamos y también estimar la edad del universo (unos 13.700 millones de años).

Hay una sílaba en sánscrito, om, que en el hinduismo es considerada como la sílaba sagrada, la combinación de lo físico con lo espiritual, la forma sonora del Atman (alma), la vibración mística primordial o el sonido a través del cual Shiva crea y destruye el universo. A mí se me ocurre llamarlo el ronquido de Dios, el ruido divino o el soplido de la existencia, y me parece que, aparte del punto de vista -científico, religioso o poético- poco hay de diferente entre los 160,2 GHz de la Radiación de Fondo de Microondas que me contó el ruso, el om hinduista de los libros dhármicos o el ronquido divino.

Y en conclusión, asociando todas estas ideas, me sorprende comprobar que mientras en mitad de la plaza mayor del pueblo -a la vista de todos y a la mirada de casi ninguno- la religión y la ciencia hacen el amor y engendran a la poesía, en las tabernas del planeta hombres de poca fe y cerebros de poco alcance aseveran a puñetazos sobre la mesa que la una no tiene nada que ver con la otra y que nunca se entenderán porque son incompatibles. 

-Dedicado al ruso y a Rubén, por razones y emociones obvias-

1 comentario:

  1. Amigo, nos hacemos viejos, aún nos queda la mitad de nuestra vida para llegar a la edad con la que el ruso nos daba esas clases magistrales y eméritas. Por ello disculpo tu despiste, fue antes de 1997 cuando nos obsequiaba compartiendo su sabiduría, quizá entre el año 1995 y 1996. Recuerdo como aseveraba que un buen ingeniero no podía creer en Dios, todo dicho en la misma Pamplona...como le gustaba esa frase a Pepín!

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